Si lo que queremos es apretar el freno de emergencia que evite que el tren desbocado del capitalismo nos lleve al desastre, no podemos conformarnos con cambiar patrones insensibles por patrones con sensibilidad, ni gobiernos malos por gobiernos menos malos. El asunto es abolir las relaciones capitalistas de producción.
Ariel Petruccelli, Jacobin
«Hoy en día, el argumento más fuerte contra el capitalismo es la combinación de crisis ecológica y polarización social que está engendrando»
—Perry Anderson, Los fines de la historia, 1992
Explicaciones de la crisis
La necesaria autolimitación humana, indispensable para afrontar los desafíos ecosociales que enfrentamos, depende de entender las causas del dinamismo ciego que está agotando los recursos, destruyendo los suelos, extinguiendo especies, contaminando el ambiente, cambiando el clima, alienando a las personas. ¿Su motor es sustancialmente una filosofía equivocada, una episteme perniciosa, una cosmovisión inadecuada o una narrativa errada, como creen pensadores decoloniales como Walter Mignolo o escritoras como Naomi Klein? ¿Se trata más bien de la técnica o de la industria en sí mismas, como pensaban Lewis Mumford o Martin Heidegger? ¿Es la consecuencia del patriarcado, obnubilado en el dominio de las mujeres y de la naturaleza, como creen algunas ecofeministas? ¿O es un subproducto de la blanquitud y del colonialismo, como sostienen muchas corrientes anti-racistas?
Mi respuesta, clásicamente marxista, es que la fuerza tras este desarrollo desquiciado es el capitalismo[1]. Se pueden ofrecer distintos argumentos en favor de esta tesis y en contra de las restantes (y también cuestionar la hipótesis de una fusión no jerarquizada de todas o varias de ellas). Veamos. Sociedades patriarcales, racistas y coloniales las ha habido de todos los tipos y a lo largo de siglos, si no de milenios. Pero ninguna de ellas desató el tipo y el ritmo de crecimiento económico autosostenido que caracteriza a las sociedades capitalistas.
Ni el racismo, ni el colonialismo, ni el patriarcado parecen explicar el alocado dinamismo, la tendencia a la innovación permanente, que caracteriza a las sociedades contemporáneas y que amenaza, a esta altura, con destruirlas. Podría ser plausible apelar a una ideología en particular, desprendiéndonos de la cual todo marcharía sobre ruedas. Pero además de que este tipo de explicación es clásicamente «idealista», para decirlo un tanto burdamente, la objeción fundamental a la misma es empírica más que teórica: el capitalismo se ha mostrado compatible con las ideologías y las religiones más diversas, y allí donde se implanta encuentra las maneras de que todas las tradiciones culturales, religiosas y doctrinarias se amolden a él.