La reacción antiprogresista se manifiesta en todo el mundo. En Chile no solo se expresa en la crítica a la insurrección de octubre de 2019 sino también en el retorno de la «nueva narrativa». Ni los libros estarán a salvo si el enemigo triunfa.
Luis López-Aliaga, Jacobin
La ola restauradora nos trasciende, recorre el mundo entero y se instala en los Estados Unidos de la mano de un Donald Trump cada vez más desatado. Pero también está aquí, en Chile, con sus propias particularidades, impelida con fuerza por la furia anti octubrista y administrada con astucia por los dueños del negocio.
La lógica binominal nos trae de vuelta la idea de las decisiones entre pocos, los más preparados para eso, los que nacieron para mandar y hacerse cargo. Incluso, hace algunas semanas, alguien subido a la avalancha restauradora se atrevió a proponer a Eduardo Frei Ruz-Tagle como candidato a la presidencia. Parece chiste, pero ya sabemos que estas cosas suelen empezar como un chiste. Sobre todo ahora que cualquier bandera parece servirle a las elites en su afán de restituir el orden amenazado por la barbarie.
Están de vuelta los realities, la farándula, Kike Morandé, el Señor de la Querencia y, como si fuera poco, la Nueva Narrativa. Lo anunció, por supuesto, El Mercurio, con poco disimulado alborzo: «La Nueva Narrativa vuelve a las librerías. Los 90 se resisten».
Los 90 son el paraíso perdido, el horizonte en el que ha devenido la pobre utopía conservadora del suplemento cultural Artes y Letras, y también de muchos de los progresistas de entonces, que vieron cómo con los años perdían toda relevancia. En ese horizonte aparece el duopolio editorial, esa fórmula sencilla de controlar el fundo literario, secretamente anhelada también por muchos peones e inquilinos que se dejan seducir fácilmente por la promesa de orden y seguridad.