martes, 12 de agosto de 2025

El problema con Israel va mucho más allá de Netanyahu

Los demócratas moderados defienden cada vez con más fuerza un sionismo «aceptable», afirmando que apoyan a Israel pero se oponen a Bibi Netanyahu. Sin embargo, los horrores de Gaza son el resultado de procesos mucho más amplios que no se pueden resumir al problema de un líder de derecha

Ben Burgis, Jacobin

La semana pasada, los senadores demócratas aprobaron, por veintisiete votos contra diecisiete, una resolución presentada por Bernie Sanders para detener el envío de rifles de asalto a Israel. Veinticuatro de esos senadores también votaron a favor de otra resolución de Sanders, que habría bloqueado 675 millones de dólares en ventas totales de armas al país.

Por muy dramático que haya sido este cambio con respecto a los patrones de voto anteriores, la brecha entre los representantes electos del partido y la base demócrata sigue siendo enorme. Según las últimas encuestas, solo el 8 % de los votantes demócratas apoya las acciones de Israel en Gaza. (Entre los estadounidenses en general, esa cifra se sitúa en el 32 %). Incluso la más amplia de las dos resoluciones votadas solo se refería a las armas «ofensivas», dejando intacta la ayuda «defensiva», como la financiación estadounidense para el escudo antimisiles israelí Iron Dome. Se trata de una distinción bastante dudosa, dado que los gastos de defensa cubiertos por Estados Unidos liberan fondos para operaciones «ofensivas» y que Israel tiene mucha más libertad para iniciar conflictos cuando puede defenderse fácilmente de los contraataques.

Aun así, una votación como esta habría sido impensable hace unos años. El apoyo a Israel siempre fue bipartidista. Ahora, la mayoría de los senadores demócratas votaron en contra de la venta de armas apoyada por todos y cada uno de sus colegas republicanos. Las placas tectónicas de la opinión pública se movieron drásticamente en esta cuestión, e incluso muchos políticos del establishment se apresuran a averiguar cómo posicionarse.

En los últimos dos años, Israel le ordenó a millones de civiles palestinos que abandonen sus hogares. El número absoluto de víctimas civiles supera con creces el de guerras importantes que asolaron durante años a países mucho más grandes, y Gaza tiene ahora la mayor población de niños amputados per cápita de todo el planeta. Dos años de bombardeos indiscriminados destruyeron tantos edificios que las imágenes aéreas de Gaza se parecen cada vez más a la superficie de la Luna. Y la política de Israel de bloquear la entrada de la mayor parte de la ayuda alimentaria en la franja provocó una grave malnutrición en toda la población, que recientemente se transformó en una situación catastrófica de hambruna.

Cada vez se les hace más difícil a los políticos demócratas que quieren presentarse como liberales sensatos y moderados defender a un país que comete crímenes tan grotescos contra personas bajo su dominio a la que no se les brinda ninguna protección estatal ni se les reconoce ciudadanía o derecho alguno.

Según un informe publicado el domingo por la CNN, muchos demócratas proisraelíes del Congreso optaron por una solución sencilla a este dilema político: culparán de todo a Benjamin Netanyahu y solo a él, como si el genocidio de Gaza no surgiera de ninguna característica del Estado o la sociedad israelíes que vaya más allá de la personalidad de su primer ministro.

Por temor a que el sionismo pueda morir entre los demócratas, muchos líderes del partido están rompiendo explícitamente con el primer ministro Benjamin Netanyahu para tratar de evitar que las actitudes antiisraelíes se conviertan en una prueba de fuego en las elecciones de mitad de mandato del próximo año y en las primarias presidenciales de 2028. Pero, en privado, varios de ellos ya le dicen a la CNN que temen que sea demasiado tarde.

Dada la profunda contradicción entre el lobby israelí y las preferencias de los votantes demócratas, es perfectamente lógico que los políticos busquen una forma de cuadrar el círculo. Pero culpar de todo a Netanyahu como individuo es grotescamente absurdo.

¿Dónde están los sionistas liberales?

Muchos sionistas de los países occidentales se consideran buenos liberales en su visión general del mundo. Esto nunca tuvo mucho sentido. Existe un evidente desajuste filosófico entre la creencia general en la democracia y el pluralismo liberal, por un lado, y el apoyo a un Estado étnico excluyente que gobierna a millones de no ciudadanos permanentes, por otro. Y la idea de que la ocupación de los territorios palestinos se haya considerado alguna vez seriamente como algo temporal es difícil de conciliar con la política de larga data de Israel de construir asentamientos poblados por sus propios ciudadanos en Cisjordania.

Sin embargo, la historia que se cuentan los sionistas liberales occidentales es más o menos así:
Por supuesto que no me gusta la ocupación de Cisjordania y Gaza. Ojalá no existieran todos esos asentamientos y, a largo plazo, me gustaría que hubiera una solución de dos Estados. Pero Israel tiene derecho a existir como Estado judío y tiene derecho a defenderse. El problema es que ahora mismo la derecha israelí está al mando. No quieren una solución de dos Estados y están librando la guerra en Gaza de forma desmesurada y desproporcionada. Pero eso no significa que vaya a dejar de apoyar a Israel. Seguiré manteniendo la fe sionista liberal mientras espero a que la oposición israelí, que sin duda está formada por liberales sensatos partidarios de los dos Estados como yo, llegue al poder.
Hay fragmentos de verdad en esta historia. Es cierto, por ejemplo, que Netanyahu perdió elecciones anteriormente (aunque siempre encontró la manera de volver al poder tras sus períodos en la oposición). También es cierto que era una figura cada vez más impopular antes de que los atentados del 7 de octubre provocaran un efecto de «unión en torno a la bandera» que salvó su presidencia. E incluso es cierto que podría volver a perder el poder pronto.

Sin embargo, la premisa básica de que hay una oposición liberal sensata esperando entre bastidores para detener el asesinato en masa y el desplazamiento de civiles palestinos y avanzar hacia una solución de dos Estados está completamente desconectada de la realidad observable.

El año pasado, la Knesset (el Parlamento israelí) votó por sesenta y ocho votos contra nueve a favor de una resolución que se oponía explícitamente a la creación de un Estado palestino «en cualquier territorio al oeste del río Jordán», es decir, en cualquier lugar de Israel-Palestina. Los nueve miembros de la Knesset (MK) que votaron en contra pertenecían a partidos mayoritarios árabes. El único voto en contra de un judío israelí fue el de Ofer Cassif, una figura heroica tan alejada de la extrema izquierda de la política israelí que fue agredido físicamente por la policía en algunas protestas. El año pasado, por poco fue expulsado de la Knesset y, a principios de esta semana, fue sacado a empujones de la cámara por utilizar la palabra «genocidio» para describir las atrocidades cometidas en Gaza. Un buen número de diputados de la oposición más moderada simplemente se ausentaron de la votación para evitar tener que pronunciarse en un sentido u otro, pero ninguno tuvo el valor de presentarse y votar en contra.

¿Alguien cree que Ofer Cassif, cuya tesis doctoral en la London School of Economics se tituló «Sobre el nacionalismo y la democracia: un examen marxista», sustituirá a Netanyahu como primer ministro de Israel? ¿O que tal vez uno de los diputados árabes ocupará ese cargo? Si no es así, la idea de que Netanyahu es todo el problema y que es probable que todo se corrija con los vaivenes normales de la política israelí tiene muy poco sentido.

La política normal no surge en condiciones de apartheid

Si el espectro político de Israel se inclina tanto hacia la derecha no es por algún acontecimiento reciente o contingente, sino por su identidad fundamental como Estado étnico excluyente.

Es cierto que en los últimos años se produjo un considerable giro hacia la derecha, especialmente desde los atentados del 7 de octubre. Es innegable que el país ha caído en una situación muy oscura, incluso en comparación con la de hace diez o veinte años. Pero la posición de reposo del péndulo político israelí, incluso en sus mejores momentos, está muy lejos de lo que sería normal en una democracia liberal. Esto se debe a que, por mucho que Israel tenga muchos de los atributos de una democracia pluralista, como unas controvertidas elecciones multipartidistas (para la parte de la población que puede votar), existe una profunda sensación de que no es una democracia y nunca lo ha sido. Su proyecto nacional fundamental nunca fue plenamente compatible con las normas democráticas.

Israel se fundó como un «Estado judío». Eso no significa simplemente un Estado en el que la mayoría de la población es judía, que sería, por ejemplo, el sentido en el que Canadá es un «Estado blanco». Significa un Estado establecido para el beneficio de un subgrupo étnico concreto de las personas que viven allí. Como establece en blanco y negro la «ley del Estado-nación» que Israel aprobó en 2018, «el Estado de Israel es el Estado-nación del pueblo judío, en el que este ejerce su derecho natural, cultural, religioso e histórico a la autodeterminación», y esta «autodeterminación» es «exclusiva del pueblo judío».

Si bien la aprobación de una ley que establece todo esto de manera tan tajante formó parte de un giro hacia la derecha en ese momento, esta interpretación siempre ha sido fundamental para la forma en que todo el espectro político dominante entiende la esencia de la nación.

Por eso, por ejemplo, las familias palestinas que fueron objeto de limpieza étnica en el país durante la «Guerra de Independencia» de Israel en 1948 nunca pudieron regresar a las ciudades de las que fueron expulsadas, y por eso ningún político de la corriente dominante del país, en ningún momento de toda la historia del Estado, defendió jamás su derecho a volver a sus hogares. También es la razón por la que, en los cincuenta y ocho años transcurridos desde que Israel conquistó Cisjordania y Gaza, ningún político israelí de la corriente dominante consideró ni por un momento la posibilidad de conceder la ciudadanía a los millones de palestinos que viven en esos territorios.

En ambos casos, el hecho de que hacer estas cosas cambiaría el carácter demográfico del Estado se considera universalmente una razón decisiva no solo para no hacerlas, sino para excluirlas del ámbito del debate permisible. Si el Estado va a estar «a favor» de un subconjunto concreto de la población, expresando su «autodeterminación» como colectividad étnica, entonces es imperativo que se le garantice siempre a Israel una mayoría judía, pase lo que pase, incluso si eso significa que la «autodeterminación» requiere una determinación severa del destino de muchos millones de personas condenadas a vivir en campos de refugiados en otros países o a pasar toda su vida como no ciudadanos permanentes en Cisjordania y Gaza.

A lo largo de los últimos cincuenta y ocho años, Israel tomó medidas para incorporar Cisjordania al país con todos los fines legales y prácticos, excepto el de conceder derechos de ciudadanía a las personas que viven allí. Avanzó sistemáticamente con la construcció de asentamientos en Cisjordania, es decir, ciudades llenas de ciudadanos israelíes que votan en las elecciones israelíes y están sujetos al sistema legal israelí normal (mientras que sus vecinos palestinos, que no pueden votar, están sujetos a un sistema de tribunales militares).

Durante las primeras décadas de la ocupación, se aplicó una política muy similar en Gaza, aunque el territorio es menos importante culturalmente para el discurso nacionalista israelí y los asentamientos israelíes siempre fueron mucho menos numerosos. En 2005-2006, Israel inició un proceso de «desconexión» por el que mantenía un estricto control sobre el espacio aéreo de Gaza y sus fronteras terrestres y marítimas, y controlaba todo lo que legalmente se permitía entrar y salir, al tiempo que llevaba a cabo operaciones militares con regularidad. Este acuerdo convirtió esencialmente el territorio en un campo de prisioneros al aire libre de cuarenta kilómetros de ancho, mucho más infernal que Cisjordania.

Todo esto entra dentro de cualquier definición razonable de apartheid. Quienes niegan que se trate de apartheid suelen recurrir a una o ambas de las dos estrategias habituales de evasión. Una es insistir en que el apartheid consiste en la negación de derechos a un grupo «racial», por lo que la negación sistemática de derechos basada en el origen étnico no cuenta si esas distinciones étnicas no están relacionadas con el color de la piel. La otra estrategia, solo ligeramente menos absurda y desesperada, es argumentar que la negación de derechos a millones de otros palestinos no es apartheid porque a la población de «árabes israelíes» (es decir, las familias palestinas que acabaron en el lado israelí de la frontera tras la limpieza étnica inicial de 1948) no se le niegan los derechos de ciudadanía. Al fin y al cabo, pueden votar, de ahí los partidos de mayoría árabe que aportaron los nueve votos en contra de la resolución que cerró cualquier esperanza de una partición en dos Estados en un futuro previsible.

Uno de los problemas es que existe una larga y continua historia de discriminación contra esta población. Se les negó la ciudadanía y se les mantuvo bajo la ley marcial durante los primeros diecinueve años tras la independencia. E incluso ahora, por ejemplo, en Israel se practican abiertamente muchas formas de discriminación en materia de vivienda que serían ilegales en cualquier democracia liberal normal. El 13 % de la tierra del país es propiedad del Fondo Nacional Judío, cuyo objetivo explícito es arrendarle tierras a judíos en lugar de a no judíos, y cualquier ciudad con menos de 700 viviendas permanentes está legalmente autorizada a crear un «comité de admisión» que puede seleccionar a los posibles residentes en función de su «compatibilidad sociocultural». En el contexto estadounidense, esto sería definido como parte de las leyes segregacionistas Jim Crow.

Pero incluso si nada de eso fuera cierto, y reinara una igualdad prístina entre los judíos israelíes y los palestinos a los que se les concede la ciudadanía israelí, hay un problema mucho más evidente con el argumento de que la existencia de ciudadanos árabes en Israel significa que no hay apartheid. Hay un enorme salto lógico entre la premisa de que a esos palestinos no se les ha negado la ciudadanía por motivos étnicos y la conclusión de que a ningún palestino se le ha negado la ciudadanía por motivos étnicos. La única razón por la que nunca se ha permitido el regreso de los refugiados, y la única razón por la que nunca se han concedido derechos de ciudadanía a los palestinos de Cisjordania y Gaza (a pesar de que la Knesset decreta que no habrá una partición en dos Estados), es que esto supondría un número excesivo de ciudadanos árabes si se sumaran los palestinos de Cisjordania y Gaza a los ciudadanos árabes ya existentes, y que esto pondría en peligro el estatus de Israel como Estado judío.Un Estado étnico que no necesita a su población sometida como fuente de mano de obra tiene mucha más libertad para aplicar soluciones extremas al «problema» demográfico que plantea esa población.

En todo caso, la analogía con el apartheid sudafricano subestima la gravedad de la situación. Las élites blancas de Sudáfrica dependían de la explotación de la mano de obra de la clase obrera negra. Pero la estrategia sionista siempre fue, en la mayor medida posible, desplazar a la clase obrera palestina y depender en su lugar de una mano de obra predominantemente israelí (complementada de forma limitada por trabajadores invitados traídos de otros países).

Un Estado étnico que no necesita a su población subyugada como fuente de mano de obra tiene mucha más libertad para adoptar soluciones extremas al «problema» demográfico que plantea esa población. Como señaló el difunto sociólogo marxista Erik Olin Wright en su libro Class Counts, «No es casualidad» que la cultura estadounidense haya incluido históricamente el abominable dicho: «”El único indio bueno es el indio muerto”, pero no “el único trabajador bueno es el trabajador muerto” o “el único esclavo bueno es el esclavo muerto”».

En otras palabras, por muy graves que sean las injusticias inherentes a la explotación capitalista, hay consecuencias mucho peores que ser explotado, como ser expulsado o incluso exterminado. Lo hemos visto de forma dramática en Gaza y, en menor medida, en Cisjordania, donde los pogromos de los colonos contra la población palestina se volvieron cada vez más frecuentes y violentos, lo que provocó que muchos palestinos huyan de sus hogares. Y aunque el espectro político mayoritario de Israel incluye matices de extremismo y moderación sobre hasta dónde llevar este proceso, la dirección general hacia la que se dirige es inequívoca.

Cuando un proyecto etnonacionalista convierte a poblaciones enteras en «problemas» que hay que resolver, se producen horrores. Una reciente encuesta reveló que no solo el 82 % de los judíos israelíes estaría a favor de la «transferencia (expulsión) de los residentes de la Franja de Gaza a otros países», sino que el 56 % estaría a favor de la «transferencia (expulsión forzosa) de los ciudadanos árabes de Israel a otros países». La idea de que el impulso que impulsa el actual curso genocida de Israel comienza y termina con el carácter defectuoso de un único primer ministro anciano es una broma de mal gusto.

Desde el punto de vista moral, el mejor resultado sería una solución de un solo Estado, lo que es otra forma de decir que el mejor resultado sería que Israel dejara de ser un Estado étnico excluyente y comenzara a ser una democracia liberal normal con igualdad de derechos para judíos, árabes y todos los demás. En la actualidad, es difícil imaginar cómo podría producirse esa transición. Pero también es difícil imaginar un escenario en el que Israel se vea obligado a aceptar la evacuación de los 700 000 colonos israelíes que viven en Cisjordania, permitir que los habitantes de Gaza recuperen una apariencia de vida normal y autorizar a los palestinos a separarse de Israel para formar su propio Estado. Tendría que producirse un cambio drástico para que se diera cualquiera de esos resultados.

Sin embargo, una cosa es segura. El problema no es Benjamin Netanyahu. Él es un síntoma particularmente grotesco de procesos profundamente arraigados en el proyecto sionista. Independientemente de quién ocupe el cargo de primer ministro, el primer paso hacia la cordura sería el fin definitivo de todo el apoyo estadounidense a este Estado.



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