domingo, 2 de febrero de 2025

Capitalismo de villanos

De Donald Trump a Javier Milei, los principales referentes de la extrema derecha contemporánea son asociados de manera deliberada a los villanos más disfuncionales del cine. Si fuera ficción, quizás sería divertido. Pero no lo es.

Natalio Pagés y Agustín Molina y Vedia, Jacobin

La oscuridad es buena: Dick Cheney,
Darth Vader, Satanás. Eso es poder.

—Steve Bannon
En su prólogo a El capital, Karl Marx aclara que, para el análisis del modo de producción capitalista, la moral importa poco y nada. Si en su libro los capitalistas no aparecen «pintados color de rosa», el verdadero esfuerzo de intelección debe orientarse a los mecanismos impersonales que, mientras tiranizan a las grandes masas obreras, dictaminan también el comportamiento de los que mandan. La bondad circunstancial de un patrón o su crueldad pueden acaso conmovernos o indignarnos, pero este margen de libre albedrío se prueba insignificante cuando lo vemos desde la mirada impávida del sujeto que lo gobierna: Das Kapital.

Cuando desciende al barro de la historia, Marx flaquea. En el capítulo XXIV de ese mismo libro, la calculada explicación de las tendencias autodestructivas de la acumulación intercala descripciones del régimen de cama caliente, el trabajo infantil y los castigos corporales aplicados para disciplinar a la mano de obra. Al cerrar el libro, quedan pocas dudas acerca de la catadura de quienes, no obstante las determinaciones objetivas, cometen esos abusos. En la Comuna de París chocan, no cabe duda, un sistema que no termina de nacer y otro que no termina de morir, pero también una clase heroica, leal, franca y solidaria contra otra sibilina, pérfida y deleznable.

El péndulo no es filosófico. En la historia de la dominación burguesa abundan las oscilaciones entre ideología biempensante y crueldad deliberada. Nuestro capitalismo se parece al que filmaba Elio Petri: una élite del poder compuesta de canallas embriagados por su propia impunidad y coaligados para la manipulación inescrupulosa del público. En los largometrajes de Petri, ningún poderoso está confundido, extraviado o humanizado por sentimientos nobles. A su turno, todos miran a cámara y explican con lujo de detalles cómo sostienen su reino contra cualquier noción concebible de justicia.

Cuando leemos crónicas de las reuniones en Lago Escondido en Argentina, con sus denuncias de corrupción y prevaricato que involucran a jueces, funcionarios y empresarios viajando a la mansión del británico Joe Lewis en la Patagonia para arreglar causas judiciales, nos cuesta creer que ocurrieron sin la presencia de Gian Maria Volontè, actor infaltable en las sátiras de Petri. Estamos ante la dominación Todo modo (1976): una secta racional y delirante por partes iguales, que reúne a los representantes del poder espiritual y temporal en una mesa literal para definir los destinos de la ganancia. El orden represivo instalado por la ministra de Seguridad Patricia Bullrich nos recuerda el soliloquio de aquel agente de policía que, en La proprietà non è più un furto (1973), enumera sus prerrogativas y remata con sonrisa tétrica: «arrestare è bellísimo».

Desde el punto de vista sistémico, alcanzaría con que un ministro de Economía endeudara sin retorno a un país para que luego otro hambreara a la población y refinanciara la deuda. La dramaturgia exige que sea uno y el mismo Luis Caputo. Capitalismo de villanos que operan en las sombras y a la luz del día. Azote de la humanidad convertida en audiencia.

La risa macabra

Durante la campaña para las elecciones de 2016 en Estados Unidos era usual que los activistas demócratas y los humoristas liberals asociaran a Donald Trump con un payaso o un bufón. Era un intento de desestimar su impacto político y sus chances electorales. La impronta continuó luego de la victoria republicana en los comicios: Mark Hamill —que interpreta al joker en las versiones animadas de Batman desde los años noventa— leyó un tuit de Trump con la voz del payaso maníaco y, poco después, el Daily Show sobreimprimió el maquillaje de la versión de Heath Ledger sobre el rostro del entonces presidente.

El afamado largometraje de Todd Phillips, Joker (2019), retomó la asociación. Cuando Thomas Wayne, millonario y candidato a gobernador, denigra y llama «resentidos contra los exitosos» a los trabajadores que toman diariamente el subte, una multitud se lanza a las calles. Entre los manifestantes puede verse un muñeco de traje, pelo rubio y cara pintada que vincula la imagen de Wayne con la de Trump. Las proclamas también sugieren que esa manifestación está ligada a posiciones de izquierda (o al menos progressive) y al creciente sentimiento antirricos que empezó a percibirse en la campaña de Bernie Sanders.

Luego del éxito de la película de Phillips y su relectura ambigua del personaje que oscila entre maniático incomprendido y representante de los desplazados, la pintura aparecía inmediatamente asociada a Trump y no pocos medios se preguntaban en sus editoriales: «¿Es el nuevo Joker?». El actor John Cusack alertaba sobre esta estrategia: «estudiando la historia, y también la dramaturgia, sabemos que los fascistas pueden ser vistos usualmente como bufones, pero debajo de su maquillaje de payaso suele haber pintura de guerra». La analogía echaba leña al fuego no solo por este error de caracterización, sino porque replicaba una asociación consolidada en los imaginarios derechistas: los conservadores, libertarios y neonazis que apoyaban a Trump ya se identificaban en internet con el rostro blanco y la sonrisa desencajada del personaje. Comprendían bien que el bufón era peligroso. Era parte del influjo; no precisaban que nadie se los recordara.

La idea de un payaso que dijera la verdad allí donde reinaba la hipocresía, cuyo coqueteo con la locura pudiera trasladar al plano de la acción todo el odio y las frustraciones acumuladas, que trajera algo de dulce y sangrienta venganza contra el establishment, era el sostén de la retórica neofascista. La locura y la violencia se asociaban, de esta forma, con la capacidad y la voluntad de decir la verdad; una forma de coraje que solo pueden permitirse aquellos ajenos a las presiones sociales, es decir, los locos o los millonarios.

Reapropiaciones

No es la primera vez que un ícono de la cultura pop es resignificado de esta forma. En 2006, Francis Ford Coppola se opuso a la distribución de un videojuego basado en The Godfather (1972) porque transformaba la curva trágica del personaje de Michael Corleone, de claudicación de principios y perdición existencial, en una identificación directa con la mafia: «llaman a los actores originales y usan sus voces para que presenten personajes desconocidos. Y después utilizan a esos personajes para dispararse y matarse unos a otros por horas. No tengo nada que ver con el juego y lo desapruebo».

De manera similar, Travis Bickle, el personaje de Taxi Driver (1976) interpretado por Robert De Niro, fue tornándose una imagen recurrente en ámbitos virtuales de extrema derecha. Su uso como avatar señala una identificación con el racismo explícito del personaje y con su lógica de reparación violenta e individual de la inmoralidad. La fascinación masculina por el cuerpo fornido y las armas que Scorsese utilizaba para subrayar la debacle subjetiva de Bickle son las principales razones que lo ligan hoy a las ideas moralistas de los high value men, los influencers libertarios y los incels de extrema derecha.

El cambio en la interpretación de estos largometrajes y la identificación directa con sus protagonistas pueden resultar extraños si no se toman en consideración las transformaciones culturales producidas durante el reaganismo. La música, la literatura, las historietas y en especial el cine mainstream, como señala Mark Fisher, proponen un nuevo tipo de realismo, una especie de «mito antimítico» que reivindica haber despojado la representación de todo sentimentalismo para exhibir la verdad de un universo hobbesiano, una «guerra de todos contra todos, un sistema de explotación perpetua y criminalidad generalizada».

Los largometrajes son copados por pandillas, gangsters y criminales, con la diferencia crucial de que los protagonistas ya no muestran una curva de degradación que los distancia de otros ámbitos sociales e inclinaciones valorativas —como ocurre con la incapacidad de amar de Michael y de Bickle— sino que son parte de un mundo donde no hay ninguna otra posibilidad, donde la perdición es un simple traspié en la única batalla posible: vencer o ser vencido, engañar o ser engañado, comer o ser comido.

Hoy, la principal identificación internética se mantiene cerca del cine, pero el lugar que ocupaban personajes del hampa se traslada al pináculo del sector financiero y corporativo: el rostro de Leonardo DiCaprio, tanto en The Great Gatsby (2013) como en The Wolf of Wall Street (2013), inundan los foros y las redes más utilizadas por la extrema derecha, aprobando con su sonrisa, su rostro esbelto, su copa en alto, su montaña de dólares, su desenfreno apostador, la asociación entre liberalismo económico y conservadurismo wasp que promueve la alt-right. Ninguna imagen, sin embargo, ha estado tan resueltamente asociada a la identificación con sus líderes y portavoces como el maquillaje del joker.

Modelos a seguir

Desde su largometraje homónimo, el bufón maléfico adquiere un tinte perfecto para la apropiación neofascista. En un giro extraño, Phillips hace derivar la primera manifestación —en contra de los millonarios de Gotham y su insensibilidad social— hacia una expresión masiva de violencia catártica, desorganizada y desenfrenada en el tercer acto, cuyo impulso surge del asesinato en vivo de un presentador televisivo. No hay ninguna explicación dramática para que el segundo hecho haga explotar la indignación popular, para que la gente se identifique con el asesino o para que salgan pintados como payasos.

Las manifestaciones terminan siendo asociadas, de esta forma, por las máscaras y maquillajes: la organización colectiva contra la desigualdad se empareja con la celebración de la violencia individual y retributiva del pequeño fascista. El joker ocupa una posición simbólica ambigua: liderar una masa en contra de los sectores de clase que la expulsan económicamente y, luego, contra la moderación ideológica de los comunicadores tradicionales; un extraño rejunte que duplica la retórica de los agitadores trumpistas.

Decíamos, entonces: una película cuyo protagonista es un millonario; otra, un especulador financiero; otra, un vengador enloquecido. Tres outsiders del mundo cotidiano de los trabajadores alienados, cuya fortuna o insalubridad mental los coloca en la posición de seducir a las masas. La particularidad del nuevo milenio es que, a diferencia de Taxi Driver y The Godfather, no se requiere tergiversación: las tres películas proveen internamente la fascinación por estas figuras. Componen la fantasía de quebrar una vida monótona sin cuestionar la inevitabilidad de las jerarquías sociales, apostando por una carrera peligrosa y excepcional para acceder a la cima. De fracasar, al menos puede dejarse un tendal de adaptados en el camino. Por más giros críticos que sugieran, las narrativas funcionan mediante el enaltecimiento y el divertimento asociados a la astucia del héroe.

Como ocurría con Odiseo, su individualidad subsiste gracias al engaño en el comercio y su triunfo violento ante las amenazas del viaje se refrenda moralmente por su exposición al riesgo. En medio de la desigualdad apabullante, el ideal burgués aparece asociado ahora a nuevos márgenes sociales: el millonario y el loco como los grandes aventureros del presente. Desde siempre y hasta hace poco, aquellos excluidos de la socialidad —fueran mendigos, bandidos o internados— aparecían en los relatos para exponer al orden social invisibilizado. Hoy, el loco y el millonario especulador nos hablan de su triunfo mortífero. Exacerban la norma capitalista y proponen que, siguiendo sus modelos ganadores, es posible eludir la debacle que espera a las mayorías: son la promesa de un escape mediante un vértigo que transforma las distopías colectivas en utopías individuales.

La distopía

La operación simbólica se extrema en las estrategias de la extrema derecha argentina, que posee dos características fundamentales: continuar libretos políticos del republicanismo estadounidense y fagocitar al mainstream cinematográfico de los años ochenta. Ambas estrategias confluyen en Pandenomics (2021), el video de YouTube que realizó Santiago Oria para difundir la perspectiva de Javier Milei sobre la pandemia.

Los previsibles planos de dron sobre Buenos Aires dan paso a una secuencia de créditos postapocalíptica con directas, permanentes y casi ubicuas referencias al cine de John Carpenter: la música de sintetizadores, la fotografía azulada, los escenarios abandonados, el humo predominante y la tipografía están tomadas de Escape from New York (1981). Lo que no se le escapa a nadie es que esa película —y casi todas las que hizo Carpenter en los años ochenta—, a diferencia de Pandenomics, reunían elementos genéricos de terror y ciencia ficción para criticar los efectos del programa neoliberal de Ronald Reagan.

Existe otra diferencia sustancial con ese universo. Allí donde se proponía una ciudad del despojo, repleta de prisioneros abandonados a su suerte, sin las mínimas condiciones de vida, Pandenomics propone un inframundo urbano donde se reúnen jóvenes solitarios de buen pasar, adictos a la cultura masiva, que desean distanciarse de su inadecuación social y ser «verdaderos» hombres. En este punto, Oria se acerca a la primera versión fílmica de Teenage Mutant Ninja Turtles (1989), que imaginaba la emergencia de una subcultura adolescente edificada en torno a deportes de combate, armas, videojuegos, pistas de skate, música metalera, tachas y camperas de cuero. Ambas sugieren a sus audiencias que el regodeo en estas fantasías masculinistas quiebra con el mundo de la inocencia infantil. Lo que los personajes logran al acceder a ese espacio idealizado, los espectadores lo logran al mirar la película.

Sin embargo, incluso un largometraje que buscaba llevar púberes a las salas, propone luego que ese universo es el del engaño: el inframundo cool es comandado por una corporación multinacional que manipula a los pequeños y los vuelve delincuentes para sus propios fines. El otro inframundo, que cambia el arcade por las cloacas, es el de los despojados. Se trata de tortugas que fueron tiradas por el desagüe, sus referencias a la cultura negra y sus aficiones de clase obrera: el divertimento grupal, los pequeños ilegalismos, la solidaridad y el goce corporal.

Esconder el dominio

Las producciones visuales de la extrema derecha no proveen ese desengaño. Más bien se aprovechan de la ambigüedad de los productos pop del reaganismo y redoblan el encubrimiento ideológico. Al igual que en el slasher, se instala una identificación dislocada: los púberes y adolescentes marchan a los cines para ver personajes parecidos a ellos en fiestas descontroladas, con alcohol, desnudos, drogas, sexo y música de moda; pero poco después festejan la venganza sangrienta del asesino que funciona como un moralizador. El mundo anómico, pese a su magnetismo, anticipa la llegada de un redentor autoritario.

En Pandenomics, la distopía carpenteriana (cuyos excluidos eran los despojos de un Estado comandado por los intereses de las grandes corporaciones) es también dislocada: los habitantes de esa ciudad asolada son hoy jóvenes burgueses de clase alta que viven de rentas agrarias, como el propio Oria, o asesores económicos de grandes empresas y fondos de inversión. Los antagonistas quedan fuera de campo, transfigurados en una maqueta de telgopor del Banco Central. Los que se oponen al «orden» son, por ende, quienes niegan dos valores: el de la compasión (por los convalecientes durante la pandemia) y el del bien común (que implica la regulación de los grandes especuladores financieros y los monopolios internacionales).

Lo que se produce es una recuperación de la premisa nietzscheana del dominio de los más fuertes y la inevitable sumisión de los más débiles. El gesto es el de la «resistencia», sugerido visualmente con las citas al inframundo de los despojados, pero su propuesta es el dominio de quienes ya concentraron riqueza y el ocultamiento —ante todo— de lo que les permitió crearla y sostenerla. Las penurias provocadas por la pandemia al conjunto social facilitan la identificación con el «despojo» ilustrado en la imagen distópica, pero lo que se oculta es que los enfervorizados detractores son miembros de los que siempre ganan.

El reino cyborg

La asociación de Javier Milei con Terminator (1984), celebrada y promovida por el jefe de Estado, produce una inversión similar: la distopía de las máquinas, creada en la ficción por una corporación multinacional monopólica, es asociada por la extrema derecha al triunfo de la regulación colectiva de los intereses capitalistas. La idea de salvar el planeta se invierte: quien protege a la humanidad es el representante de los valores civilizatorios que, en la ficción, producen la distopía corporativa.

La liberación de restricciones para la acumulación infinita, la tecnificación de la vida cotidiana y la automatización de los procesos productivos, que generaban la catástrofe, son asumidos ahora como los elementos dispuestos para el salvataje. Se sostiene, sin embargo, la ambigüedad —presente ya en la saga original— de un personaje destructivo e inhumano que puede volverse un salvador y que, por su propia impenetrable misión, tiene la fuerza suficiente para imponerse ante todos y sostener un rumbo imparable.

Parasitando estas estrategias discursivas de Estados Unidos, la extrema derecha argentina se alinea con magnates tecnológicos como Elon Musk y Jeff Bezos, quienes se han identificado regularmente con los villanos de los años ochenta y las ideologías surgidas de Silicon Valley durante esa década. La publicidad de Apple Mac (1984), dirigida por Ridley Scott con una estética derivada de Blade Runner (1982), ya muestra estas perspectivas: el sujeto individual —representado por una atleta única— se sobrepone al control de una sociedad totalitaria y logra liberar a sus miembros, obligados a la uniformidad.

Los magnates tecnológicos se narran como aventureros solitarios, emprendedores únicos y en contra de todo, que buscan quebrar la mecanización industrial y traer un orden liberador, sugiriendo que las aspiraciones individuales se oponen a la organización y distribución colectiva de los bienes. Los nuevos megacapitalistas y sus epígonos expanden hoy esas fronteras mediante sugestiones antidemocráticas —Peter Thiel defiende un gobierno supraestatal corporativo— y aceleracionistas —Nick Land propone aumentar la desigualdad de forma extrema y establecer la eugenesia por estratos socioeconómicos— que forjan su unidad táctica con los movimientos neofascistas que se expanden por el globo: solo el aventurero individual que logra destacarse en el mercado posee alguna forma de valor moral y derecho a la existencia.

El futuro ahora

La expresión impune del dominio no reviste novedad. Su manifestación cruenta y espectacular ha sido una táctica usual en la historia humana para inhibir la organización de revueltas contra la injusticia del orden social. Hoy, ese despliegue aspira a presentarse como tabla de salvación o gesto desobediente. La fractura desatada por la aceleración industrial y comunicacional de comienzos del siglo pasado inauguró procesos inéditos de fascinación con los poderosos. El espaldarazo contemporáneo de este mecanismo se apoya en la concentración inédita de la riqueza, la desesperación existencial de las mayorías y la dominación global del capital tecno-comunicacional.

En La decima vittima (1965), Elio Petri prefiguraba el capitalismo feroz disfrazado de lúdico escapismo. Un mundo de publicidad predominante, color estridente, cultura centralizada, aceleración comunicacional y hedonismo consumista, donde cazadores y presas se matan mutuamente por el premio de unos millones de dólares. Los asesinos pertenecen temporalmente al jet set, pues pueden mercadear su personalidad aventurera como imagen de las grandes marcas, y el resto observa las persecuciones, retransmitidas a nivel global, deseando pertenecer a la vida peligrosa y vivificante del espectáculo. El asesinato es venerado como una forma de dandismo; la desigualdad estructural y sus beneficiarios se mantienen intocados. Lo que resultaba difícil de imaginar era que los vencedores eligieran colocarse a sí mismos en el centro del cuadro.

Hoy no presenciamos solo las catacumbas decadentes del poder, como las delineaba Leonardo Sciascia en Todo modo, sino un imperativo creciente de expresión individual que también impacta sobre los potentados. El capitalismo de villanos se parece, ante todo, al carnicero pop que interpreta Ugo Tognazzi en La proprietà non è più un furto: la acumulación no es suficiente sin exponerla ante el resto, sin un mostrador de gran altura donde se produce una performance de la distinción sangrienta, sin elevar al ganador como reservorio de genialidad a ser emulado, sin un escaparate donde se expone sistemáticamente ante los demás lo que no tienen ni merecen, sin la tenue sugestión de que podrían adquirirlo con más esfuerzo y algo de astucia.

Petri establece así dos cuestiones: que la relación entre espectáculo y dominio se ha impuesto como sello capitalista y que la burguesía, cuando le resulta conveniente, respalda con beneplácito la carnicería. Como ya decía Raymond Williams en 1961:
Hay muchas señales de advertencia de que la disidencia y el aburrimiento se están capitalizando como un nuevo tipo de distracción. El culto al delincuente, al chantajista, al marginado, como héroes relevantes de nuestra sociedad, es excepcionalmente peligroso, porque capta los sentimientos reales suficientes para que el heroísmo parezca sustancial, pero los canaliza hacia esas parodias de revolución que, en la historia moderna, a menudo se realizan en la pandilla criminal o incluso en el fascismo.
El vengador desquiciado, con su motosierra lista para descabezar voluntades populares, y el multimillonario explorador de planetas, que avanza gozoso en la extinción del que habitamos, son figuras explícitamente apocalípticas. No obstante, la sujeción contemporánea permite que, entre los despojados, se produzcan cuotas significativas de identificación con la excepcionalidad imaginaria de los que siempre ganan. Entre las cabezas desprotegidas de la multitud no falta quien fantasee con portar el arma asesina o con ganarse una rifa para ser el primero en pisar las colonias de Marte.


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