El imperio estadounidense enfrenta numerosos desafíos, todos ellos de difícil solución. Para complicar aún más las cosas, es necesario abordarlos prácticamente todos simultáneamente y cualquier fracaso tendrá repercusiones inmediatas en los otros escenarios
Enrico Tomaselli, Sinistra in Rete
Siempre he sostenido y sigo estando absolutamente convencido de que la elección de Trump a la presidencia de Estados Unidos se debió a una combinación de factores, dos de los cuales son primordiales.
El primero fue que una minoría del poder profundo estadounidense creía urgentemente necesario cambiar la forma en que se gestionaba la estrategia imperial-hegemónica de Estados Unidos, en particular por parte de ese bloque de poder identificado como la convergencia entre el mundo político democrático (entendido como un partido) y los neoconservadores. El segundo fue la disponibilidad de una figura —Trump, específicamente— que poseía las características necesarias para competir con éxito en las elecciones, especialmente con el movimiento MAGA.
Todo esto, por supuesto, debe considerarse a la luz de una premisa obvia pero a menudo ignorada: para una potencia imperial, es absolutamente esencial contar con una estrategia global a largo plazo, una que no pueda estar sujeta a cambios radicales cada cuatro años, basados en la rotación presidencial. Esto implica no solo que dichas estrategias se definan principalmente fuera de las administraciones individuales, sino que debe existir un aparato que no solo las desarrolle, sino que también garantice su implementación.
Y esto es precisamente lo que actualmente llamamos Estado profundo (y lo que yo prefiero llamar poder profundo); que, sin embargo, no debe concebirse como una organización secreta, una especie de Spectre, sino —precisamente— como un conjunto de poderes, tanto institucionales como de otra índole, cuya duración no está sujeta al voto popular y cuya composición puede, dentro de ciertos límites, ser mutable.














