Nahia Sanzo,
Slavyangrad
La atención informativa en Ucrania continúa centrada en dos aspectos diferentes, pero directamente vinculados: la situación en el frente y la preparación de la reunión de este viernes entre Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska. En ambos casos, el estado de ánimo oscila entre el miedo a perderlo todo y la insistencia en que todo va bien y la victoria está a la vuelta de la esquina. Mientras las autoridades del ejército afirman que la brecha al noreste de Pokrovsk-Mirnograd en dirección a Dobropilia es fruto del avance de tres grupos de sabotaje rusos formados por apenas una docena de personas y se insiste en que uno de ellos ya ha sido neutralizado y los otros dos serán destruidos, ayer, el mapa de control del territorio -o de presencia de tropas en zonas del frente en ausencia de tropas enemigas- se extendió aún más, aunque ya no con la rapidez de los últimos días. Ante la calma absoluta que quieren proyectar Volodymyr Zelensky y su entorno, oficiales, soldados e
influencers militares alertan, en muchos casos en
posts plagados de improperios, de que la situación está lejos de estar bajo control. Aunque muy posiblemente exagerada, ya que no hay movimiento de blindados rusos ni avance masivo de tropas, la versión crítica está obteniendo el favor de la prensa occidental. Al fin y al cabo, ¿era necesario movilizar a algunas de las mejores unidades disponibles para acabar con tres grupos de sabotaje rusos que no suponían un peligro grave?
Como en ocasiones anteriores, frente a los problemas, hay un chivo expiatorio claro, Oleksandr Syrsky, un arte que, como recordaba ayer Leonid Ragozin, “es un género manido en Ucrania (con gente como Bezuhla y Krotevych, de Azov, a la cabeza), pero aquí hay medios occidentales serios que se suman al coro con la dupla simplista de Syrsky «soviético» versus comandantes «progresistas» ilustrados por la OTAN y la altamente exitosa cadencia de Zaluzhny versus Syrskys plagados de derrotas”. El comentario del periodista opositor ruso se refería a un extenso reportaje de
The Wall Street Journal en el que se argumenta, como comentaba Yaroslav Trofimov, uno de sus periodistas más prominentes, que “Ucrania triunfó durante el primer año de la guerra porque su ejército luchó de forma diferente. Tras la sustitución de Zaluzhny por Syrsky el año pasado, la guerra se ha convertido en una guerra entre un pequeño ejército soviético y un gran ejército soviético, con consecuencias predecibles”. “Syrsky no es más soviético que Zaluzhny”, recordaba Ragozin, pero cuenta con el
hándicap de haber nacido en Rusia, un argumento suficiente para quienes prefieren buscar explicaciones sencillas a problemas complejos. “Cuando al ejército ucraniano le va bien, es porque le enseñamos la doctrina y el material occidentales. Cuando le va mal, es porque sigue siendo soviético”, comentaba la activista feminista Almut Rochowanski, a lo que el sociólogo ucraniano Volodymyr Ischenko añadía el “elefante en la habitación”, “la falta de voluntad de la mayoría de los ucranianos para sacrificarse por este Estado y la asombrosa debilidad de su capacidad de movilización —no solo en el sentido militar estricto, sino en términos sociales más amplios—, que el reclutamiento forzoso no ha hecho más que erosionar aún más. Ni siquiera un general brillante puede ganar una guerra sin soldados”. A esos argumentos hay que añadir que Ucrania tuvo sus mejores éxitos en la primera fase de la guerra y no ha podido repetirlos después por la capacidad de adaptación y mejora en la actuación de la Federación Rusa, es decir, ese
gran ejército soviético.