Los aranceles de Donald Trump equivalen a un impuesto encubierto a las clases medias y trabajadoras, envuelto en el lenguaje de la soberanía. En la práctica, se trata de una redistribución hacia arriba y de una especulación corporativa, lo que alimenta una desigualdad que corroe la estabilidad y erosiona la democracia
Chritopher Marquis, Jacobin
El éxito del presidente Donald Trump en impulsar su agenda arancelaria viene suscitando duras críticas, no solo por el abuso de poder y los riesgos económicos que genera, sino también por el sector que resultará más perjudicado. Al elevar los precios al consumo de todo, desde los alimentos hasta los electrodomésticos, estos aranceles funcionarán como un impuesto encubierto para los estadounidenses de clase media y trabajadora. Los hogares más pobres, que gastan una mayor parte de sus ingresos en productos básicos, serán los más afectados.
Pero el peligro no está solo en el aumento de la factura de la compra o en el recorte de las redes de seguridad para pagar sus recortes fiscales. Décadas de pruebas apuntan a la misma conclusión: canalizar la riqueza hacia arriba no solo castiga a los pobres, sino que socava los cimientos de la economía y la propia democracia. La desigualdad no es un efecto secundario desafortunado, sino un veneno lento que debilita el crecimiento, alimenta el resentimiento y hace que las sociedades sean más frágiles.
Para entender por qué, es fundamental distinguir entre pobreza y desigualdad. La pobreza es una condición absoluta: la falta de acceso a necesidades básicas como la alimentación, la vivienda, la atención sanitaria y la educación. La desigualdad, por el contrario, es una medida de la diferencia relativa: cómo se distribuyen los ingresos, la riqueza y las oportunidades en la sociedad. Una nación puede reducir la pobreza absoluta y, al mismo tiempo, volverse más desigual.