Santiago Alba Rico, ctxt.es
Veo una imagen estremecedora: cuatro hombretones de pie y con pistolas obligan a una mujer desvalida a quitarse la ropa en un lugar público. No es una violación. Es el laicismo en armas liberando a una musulmana de sus cadenas en una playa de Niza ante la mirada indiferente de algunas virtuosas republicanas en bikini. Ahora la policía francesa vigila las playas, como la saudí las plazas, para hacer respetar la hisba, el precepto religioso que obliga a “rechazar el mal e imponer el bien”. La Francia republicana se ha coranizado, se guía por su propia sharia o ley religiosa y persigue de manera implacable cualquier atisbo de “islamización”, especialmente en las mujeres, a las que siempre es más fácil y placentero quitar y poner la ropa.
Hemos perdido todo el verano en un falso debate abstracto sobre la relación entre la libertad de las mujeres y el número de prendas que deben cubrir o descubrir su cuerpo. No es que no sea importante desde un punto de vista político y filosófico averiguar cuándo y en qué condiciones hay verdadera voluntad; cuándo y en qué condiciones una mujer se quita o se pone la ropa porque quiere y no cediendo a presiones más o menos explícitas de pautas conductuales dictadas por o en favor de los hombres. El mercado “libera” y la religión reprime y, si no puede desdeñarse la diferencia, tampoco puede negarse que tanto el mercado como la religión son parasitados por el patriarcado, victorioso en ambos casos. Así las cosas, y en un contexto en el que el colonialismo externo e interno siguen cruzándose con otras relaciones de poder (y proyectos de liberación), lo más fácil, y lo más estéril y hasta peligroso, es encerrarse en la defensa o en la condena de una forma concreta de patriarcado (el mercado versus la religión), como si fueran opuestos y además reflejaran, cada uno de ellos frente al otro, una mayor voluntad o libertad individual.
La cuestión es netamente política y democrática; y creo que también desde el feminismo conviene tratarla así. La cuestión es, en definitiva, que en una democracia se da por supuesta la libertad individual de las decisiones públicas. Durante siglos -de Kant a la república española- la izquierda cuestionó, por ejemplo, el derecho femenino al voto con la muy fundada justificación de que, en una relación de dependencia, la opción política de las mujeres había de coincidir sin duda con la de sus maridos. En un país como España, en el que la mayoría vota libremente a un partido imputado por corrupción que ha rebañado hasta el hueso, además, los derechos económicos y sociales, aceptamos en cualquier caso la validez de todos los votos: son las servidumbres de esa convención que llamamos Estado democrático y de Derecho, cuya funcionalidad y realidad misma se asocian a --valga la expresión-- “un velo de ignorancia” que no siempre favorece a la izquierda. Otro tanto es aplicable a la indumentaria. Desde un punto de vista institucional, en una democracia no debe importarnos --y debemos imponernos esta indiferencia-- por qué una mujer se pone o se quita la ropa; tanto si detrás está el mercado y su “libertinaje” patriarcal como si quien empuja es la religión y su patriarcado represivo, allí donde no hay violencia explícita debemos aceptar el velo y el desvelo (por citar a Jamil Azahawi, un poeta ilustrado iraquí, muerto en los años treinta, que escribió un poema con ese título) como expresiones igualmente libres de la voluntad individual. En una dictadura teocrática como Arabia Saudí, habrá que apoyar a cualquier mujer que quiera quitarse el velo; en una dictadura laica, como lo era la de Ben Alí en Túnez, había que apoyar más bien a cualquier mujer que quisiera ponérselo. En una democracia en Estado de Derecho, como se supone que es Francia, el principio laico, en cambio, es transparente: nadie --y menos la policía-- puede obligar a una mujer a ponerse o quitarse la ropa. Tanto el bikini como el burkini son expresiones inalienables de la libertad republicana.
Poco podemos hacer para liberar a las mujeres de Arabia Saudí, salvo cuestionar una y otra vez los lazos ignominiosos de nuestros gobiernos con sus dictaduras “amigas”. Pero sí podemos defender el principio de la laicidad republicana en nuestros países europeos, donde está siendo amenazada por la religión. No me refiero al islam sino a la islamofobia, una ideología que, en el caso de Francia, se ha apoderado de las instituciones, los partidos políticos, la clase intelectual y los medios de comunicación. Lo he explicado otras veces, citando además al padre del liberalismo galo, Benjamin Constant, quien dejó muy claro en 1815 que “el que prohíbe en nombre de la razón la religión es tan tiránico y merece tanto desprecio como el que prohíbe en nombre de Dios la razón”: lo que es “religioso”, dice, es la persecución misma. El laicismo es un principio jurídico, no antropológico o doctrinal, y consiste muy sencillamente en que el Estado, si quiere ser de verdad democrático y republicano, debe garantizar al mismo tiempo estas dos libertades: debe garantizar la libertad de culto de todos sus ciudadanos y debe garantizar que ningún credo o comunidad (religiosa o lobbista) se apodere de las instituciones. Cuando el laicismo se convierte en el instrumento de persecución, represión y criminalización de una minoría nacional, y ello hasta el punto de justificar la suspensión de derechos ciudadanos elementales, el laicismo deviene una religión más, en este caso la religión del poder, como lo es el islam wahabita en Arabia Saudí, y por lo tanto, como sostiene Constant, se transforma en la matriz de una nueva tiranía. Las víctimas de esa tiranía son hoy los musulmanes y sobre todo las mujeres. A esa derecha que sólo se vuelve feminista frente al “islam” o a esa izquierda islamofóbica y oligosémica incapaz de imaginarse al otro semejante a uno mismo, hay que recordarles que, según el European Network Against Racism, el 90% de las agresiones islamofóbicas en Holanda, el 81% en Francia y el 54% en Inglaterra tienen como víctimas a mujeres musulmanas. En España, según el informe del European Islamophobia Report, en 2015 se multiplicaron por cuatro las agresiones islamofóbicas (de 49 a 278) y el 21% fueron acciones contra el uso del velo. Una tiranía es una tiranía. Se empieza con la minoría musulmana y con las mujeres veladas. Pero allí donde se ha renunciado al laicismo republicano y al Estado de Derecho en favor de una ideología religiosa, aunque se pretenda anti-religiosa --o porque se pretende anti-religiosa--, todos los ciudadanos estamos en peligro.
El “libertinaje” mercantil y la democracia republicana tienen, al parecer, un límite: el burkini, un invento australiano que, según Aheda Zanetti, propietaria de la marca, es una pingüe fuente de beneficios comerciales. Ojalá nuestros Estados fueran realmente laicos y republicanos y reprimieran otros lobbies y otros negocios: el TTIP, por ejemplo, o la venta de armas a Arabia Saudí o las puertas giratorias. La prohibición del burkini no es sólo un atentado contra el libre mercado en sus expresiones más inocentes: es un atentado ideológico contra las instituciones laicas republicanas que garantizan el derecho común de las sociedades democráticas. Sin duda la izquierda y el feminismo tendrán que discutir mucho sobre la relación entre voluntad, libertad y sociedad, así como sobre la transversalidad del patriarcado, parásito o esqueleto de todas las relaciones de poder, en un imaginario global cortado por relaciones neocoloniales (tanto externas e imperialistas como internas y de clase). Pero entre tanto quedémonos con la fotografía de Niza y sus amenazas. Cuatro hombretones con pistolas obligan a desnudarse en público a una mujer sentada y desarmada. No es una violación. Sí es una violación. No se trata de la república en armas de la Marsellesa sino de la inquisición religiosa, en versión oficial y uniformada, en el país de la Revolución francesa; y del patriarcado armado, aceptado o aplaudido, en el país de Simone de Beauvoir. Francia, como Arabia Saudí, como el Estado Islámico, impone normas indumentarias a sus mujeres. Los gobiernos europeos se están radicalizando muy deprisa, y ello al precio de perseguir, criminalizar y “judaízar” a sus minorías nacionales, de alimentar al mismo tiempo el terrorismo y la islamofobia dentro y fuera de Europa, de erosionar sus instituciones laicas y republicanas y de renunciar a sus sedicentes valores fundacionales. La prohibición del burkini es apenas un síntoma del derrumbe de Europa. El burkini no amenaza a la democracia; su prohibición sí. Es por eso que todos deberíamos tomarnos muy en serio la fotografía de la playa de Niza. “La mer, la mer toujours recommencée”, escribía el poeta Paul Valery. El laicismo está muriendo y el fascismo, como el mar, recomenzando. No bastará con quitarse o ponerse el velo. Si no defendemos la democracia, nadie estará a salvo.
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