jueves, 7 de junio de 2012

Joseph Stiglitz: El precio de la desigualdad

Joseph Stiglitz, Project Syndicate

A los estadounidenses les gusta pensar en su país como una tierra de oportunidades, opinión que otros en buena medida comparten. Pero aunque es fácil pensar ejemplos de estadounidenses que subieron a la cima por sus propios medios, lo que en verdad cuenta son las estadísticas: ¿hasta qué punto las oportunidades que tendrá una persona a lo largo de su vida dependen de los ingresos y la educación de sus padres?

En la actualidad, estas cifras muestran que el sueño americano es un mito. Hoy hay menos igualdad de oportunidades en Estados Unidos que en Europa (y de hecho, menos que en cualquier país industrial avanzado del que tengamos datos).

Esta es una de las razones por las que Estados Unidos tiene el nivel de desigualdad más alto de cualquiera de los países avanzados. Y la distancia que lo separa de los demás no deja de crecer. Durante la “recuperación” de 2009 y 2010, el 1% de los estadounidenses con mayores ingresos se quedó con el 93% del aumento de la renta. Otros indicadores de desigualdad (como la riqueza, la salud y la expectativa de vida) son tan malos o incluso peores. Hay una clara tendencia a la concentración de ingresos y riqueza en la cima, al vaciamiento de las capas medias y a un aumento de la pobreza en el fondo.

Sería distinto si los altos ingresos de los que están arriba se debieran a que contribuyeron más a la sociedad. Pero la Gran Recesión demostró que no es así: hasta los banqueros que dejaron a la economía mundial y a sus propias empresas al borde de la ruina recibieron jugosas bonificaciones.

Si examinamos más de cerca la cima de la pirámide encontraremos allí sobreabundancia de buscadores de rentas: hay quienes obtuvieron su riqueza ejerciendo el monopolio del poder; otros son directores ejecutivos que aprovecharon deficiencias de las estructuras de gobierno corporativas para quedarse con una cuota excesiva de la ganancia de las empresas; y hay todavía otros que usaron sus conexiones políticas para sacar partido de la generosidad del Estado, ya sea cobrándole demasiado por lo que compra (medicamentos) o pagándole demasiado poco por lo que vende (permisos para explotación de minerales).

Asimismo, parte de la riqueza de los financistas proviene de la explotación de los pobres, por medio de préstamos predatorios y prácticas abusivas con el uso de tarjetas de crédito. En estos casos, los que están arriba se enriquecen directamente de los bolsillos de los que están abajo.

Tal vez no sería tan malo si hubiera aunque sea un grano de verdad en la teoría del derrame: la peculiar idea de que enriquecer a los de arriba redunda en beneficio de todos. Pero hoy la mayoría de los estadounidenses se encuentran peor (con menos ingresos reales ajustados por la inflación) que una década y media atrás en 1997. Todos los beneficios del crecimiento fluyeron hacia la cima.

Los defensores de la desigualdad estadounidense argumentan que los pobres y los que están en el medio no tienen por qué quejarse: puede ser que la porción de torta con la que se están quedando sea menor que antes, pero gracias a los aportes de los ricos y superricos, la torta está creciendo tanto que en realidad el tamaño de la tajada es mayor. Pero una vez más, los datos contradicen de plano este supuesto. De hecho, Estados Unidos creció mucho más rápido durante las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando el crecimiento era conjunto, que después de 1980, cuando comenzó a ser divergente.

Esto no debería sorprender a quien comprenda cuál es el origen de la desigualdad. La búsqueda de rentas distorsiona la economía. Por supuesto que las fuerzas del mercado también influyen, pero los mercados dependen de la política; y en Estados Unidos, con su sistema cuasicorrupto de financiación de campañas y el ir y venir de personas que un día ocupan un cargo público y al otro están en una empresa privada, y viceversa, la política depende del dinero.

Por ejemplo, cuando la legislación de quiebra privilegia los derivados financieros por encima de todo, pero no permite la extinción de las deudas estudiantiles (por más deficiente que haya sido la educación recibida por los deudores), es una legislación que enriquece a los banqueros y empobrece a muchos de los que están abajo. Y en un país donde el dinero puede más que la democracia, no es de extrañar la frecuencia con que se aprueban esas leyes.

Pero el aumento de la desigualdad no es inevitable. Hay economías de mercado a las que les está yendo mejor, tanto en términos de crecimiento del PIB como de elevación de los niveles de vida de la mayoría de sus ciudadanos. Algunas incluso están reduciendo las desigualdades.

Estados Unidos paga un alto precio por seguir yendo en la otra dirección. La desigualdad reduce el crecimiento y la eficiencia. La falta de oportunidades implica que el activo más valioso con que cuenta la economía (su gente) no se emplea a pleno. Muchos de los que están en el fondo, o incluso en el medio, no pueden concretar todo su potencial, porque los ricos, que necesitan pocos servicios públicos y temen que un gobierno fuerte redistribuya los ingresos, usan su influencia política para reducir impuestos y recortar el gasto público. Esto lleva a una subinversión en infraestructura, educación y tecnología, que frena los motores del crecimiento.

La Gran Recesión agravó la desigualdad, provocando recortes en gastos sociales básicos y un alto nivel de desempleo que presiona sobre los salarios a la baja. Por añadidura, tanto la Comisión de Expertos de las Naciones Unidas sobre las reformas del sistema monetario y financiero internacional, que investiga las causas de la Gran Recesión, como el Fondo Monetario han advertido que la desigualdad conduce a inestabilidad económica.

Pero, lo que es más importante, la desigualdad en Estados Unidos está corroyendo sus valores y su identidad. Cuando llega a semejantes extremos, no es sorprendente que sus efectos se manifiesten en todas las decisiones públicas, desde la política monetaria a la asignación del presupuesto. Estados Unidos se ha convertido en un país que en vez de “justicia para todos” ofrece favoritismo para los ricos y justicia para los que puedan pagársela: esto quedó demostrado durante la crisis de las ejecuciones hipotecarias, cuando los grandes bancos creyeron que además de demasiado grandes para quebrar, eran demasiado grandes para hacerse responsables.

Estados Unidos ya no puede considerarse la tierra de oportunidades que alguna vez fue. Pero no tenemos por qué resignarnos a esto: todavía no es demasiado tarde para restaurar el sueño americano.

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5 comentarios:

  1. Cipriano Barreto Mendoza. El Comentario Económico Político. La desigualdad tiene su costo en México con la Guerra antidrogas.
    7 millones de jóvenes no estudian ni trabajan porque unos cuantos banqueros reciben cada año el 6% del PIB, por el rescate bancario que ocurrió hace 15 años. El entonces presidente Zedillo, mintió en decir que el costo de arranque sería del 12% del PIB y no más del 2% anual. En 2009 se "sinceró" y confesó que había sido de 20% al inicio y de 6% anual y por tiempo indefinido, Hasta la fecha van 15 años de Fobaproa-IPAB. Con el rescate a la banca podía darse empleo y trabajo a 7 millones de jóvenes y al o tener oportunidades se van a la informalidad y a la delincuencia. El gobierno neoliberal a preferido este costo de la desigualdad ANTES DE molestar a los usureros. Esto a pesar de que las utilidades que obtienen de México es varias veces mayor a las ganancias de las matrices en la península. Directivos de Banorte han denunciado la sangría de dividendos lleva a que no se atienda la financiación de la economía mexicana. PERO a ¿quién le importa ello? No a las élites. No al 1%.

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  2. Joseph Stiglitz publicó en la revista "rosa": Vanity Fair, un artículo: "EUA dejó de ser la tierra de oportunidades". Señala que la clase media promedio está igual en 2010, que en 1968. Durante 40 años el crecimiento de la riqueza, producto del neoliberalismo, en un 90%, lo acaparó el 1%. El mito de que la concentración arriba, en algún momento se desbordará y todos seremos "empapados" es un soberano cuento. La desigualdad continuará hasta que el 99% se decida a legisla a favor del 99% y deje de ser representante SÓLO del 1%.

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  3. Estimado Cipriano

    Le cuelgo este notable artículo de Joseph Stiglitz que también fue publicado en Vanity Fair:

    Democracia del 1 por ciento, por el 1 por ciento, para el uno por ciento

    El neoliberalismo ha sido el regimen económico más salvaje y ha potenciado la desigualdad a niveles nunca vistos. La marea de la riqueza no ha levantado a todos los barcos sino solo a los sectores privilegiados. Mientras esto se mantenga no habrá salida a la crisis mundial.

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  4. Cipriano Barreto Mendoza. Estimado Marco Antonio. el artículo que mencionas, en Vanity Fair, me sirvió para respaldar dos comentarios del 14 y 15 de octubre de 2011. Un humanismo sin cabeza (1 y 2). Brevemente decía que la concentración de la riqueza y la Dictadura De la Usura deriva de la obtención de la máxima ganancia con la mínima inversión. Esto lleva a una economía CRIMINAL. La deshumanización, es "natural" en la ERA: el hombre lobo del hombre. La humanización (Un Humanismo con cabeza) SÓLO se conseguirá en la ERA: El hombre, solidario del hombre. La globalización deberá ser: Humanista, ecológica y Sustentable. Lo contrario de la actual. La búsqueda de la máxima ganancia con la mínima inversión, lleva a la trata salarial y a la extinción del Estado de Bienestar, Sí antes no desaparecemos el 99%. Seguramente el 1%, se mudara a Marte o al Sol. Para ello, tiene el 90% de la riqueza.

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  5. Los pocos economistas que piden que se gobierne para el 99% deben llegar a todas las revistas, no es malo que escriba en Vanity, con solo cambiar o demostrar que hay otras formas de gobernar ya iremos ganando, aunque sea de a poco, 3-4 que lean algo distinto a lo que los medios hegemónicos muestran, ya vamos a ir ganando para que comience el cambio.

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