Immanuel Wallerstein, La Jornada
Donald Trump se aproxima al final de su primer año como presidente de Estados Unidos. Ahora todo el mundo –simpatizantes, oponentes, aun los indiferentes– parecen coincidir en una cosa. Sus pronunciamientos y sus acciones son impredecibles. Ignora los precedentes y se comporta en modos que constantemente sorprenden a la gente. Los simpatizantes encuentran esto refrescante. Los oponentes lo encuentran aterrador.
No obstante, muy pocos han comentado en torno a lo que creo es su logro más singular. Se ha manejado con la treta de ser el actor más impredecible en la escena estadounidense y mundial, y al mismo tiempo como el actor más predecible.
Es deliberado que se rodea de una panoplia de asesores que lo empujan en direcciones opuestas en extremo. Constantemente despide a alguno de ellos y designa a otros. Ningún individuo parece durar mucho. El resultado es que a todo mundo le deja claro que la decisión final es suya –y suya solamente. Puede acceder por un tiempo a lo que los asesores le sugieren, pero algunas veces deshace al día siguiente lo aconsejado. Esto es lo que lo hace ver tan impredecible.
Pero al final revierte siempre su decisiones hacia lo que algunas veces se le llama sentimientos de tripa, sea el asunto de la atención a la salud, la inmigración, la reducción de impuestos o la acción militar. Eso es lo que lo hace tan predecible. El resultado final es siempre el mismo. Cualquiera que lo observe o trabaje con él o se le oponga debe por tanto ser capaz de predecir a dónde va a terminar estando. Y para casi todo el mundo, dónde Donald Trump termina no es donde les gustaría que un presidente de Estados Unidos fuera.
Trump y Estados Unidos se enfrentan con un gran número de asuntos acerca de los cuales existen fuertes y divisorias opiniones en ambos lados. Estas divisiones resultan intratables para muchos. No para Donald Trump. Él cree en sí mismo y en su habilidad para completar sus agendas nacional y mundial. Para él nada es intratable.
En septiembre de 2017, las dos decisiones más urgentes de política exterior tuvieron que ver con Corea del Norte e Irán. En ambas, el conflicto con Estados Unidos gira en torno a un asunto crucial: las armas nucleares. Corea del Norte las tiene. Irán no las tiene, pero al menos algunos de los principales actores internos piensan que es esencial que Irán las adquiera.
La posición oficial estadounidense es que Corea del Norte debería desmantelar su armamento nuclear y que Irán debería cesar cualquiera y todas las actividades que se muevan en la dirección de adquirir tales armas. Estas posturas no son nuevas o inventadas por Donald Trump. Han sido la posición pública de Estados Unidos, de todos los presidentes previos, por algún tiempo ya.
Lo que es diferente con Trump es que se niega a admitir lo difícil que es conseguir estos objetivos de Estados Unidos y lo peligroso que sería perseguirlos mediante acciones militares. Por tanto, los presidentes previos han buscado soluciones (así llamadas) diplomáticas. En el caso de Irán, la diplomacia pareció funcionarle al presidente Obama con el acuerdo firmado por ambos países (y otras potencias). En contraste, la diplomacia ha logrado hasta ahora muy poco en el caso de Corea del Norte.
En ambas situaciones, los sentimientos de tripa de Donald Trump parecen claros. Quiere usar las acciones militares para forzar a Corea del Norte a que desmantele sus armamentos nucleares. Quiere retirarse del acuerdo con Irán y utilizar una amenaza militar para obtener su renuncia permanente del desarrollo de armamentos nucleares.
Hay dos preguntas en torno la política exterior de Trump. ¿Puede de hecho disponer que se comiencen acciones militares? Y si puede, ¿podrán lograr las acciones militares lo que él confía lograr?
Donald Trump prometió a sus simpatizantes que probaría ser un amigo verdadero de los militares estadunidenses otorgándoles puestos clave en su administración y buscando expandir los fondos de las fuerzas armadas. Lo ha hecho. En su último reciclaje de su personal, colocó a un militar, John Kelly, en la posición de jefe del Estado Mayor con amplios poderes para cambiar al personal y servir de filtro para acceder al presidente.
Por supuesto los militares aprecian obtener más fondos. Pero es curioso que la mayoría de sus asesores militares son relativas palomas. Sí favorecen una expansión de fondos para los militares. Pero todos parecen creer que las guerras son en verdad un recurso final, uno que tiene enormes e inevitables consecuencias negativas. Tienen un aliado en el secretario de estado, Rex Ti- llerson. Siempre que Trump ha seguido su consejo y ha proferido su retorica más áspera, eso le parece de lo más incómodo ejercerla por más de un breve momento. Siempre regresa a sus fundamentos.
La primera pregunta es si Trump puede de hecho lanzar acciones militares serias. Esto sería menos fácil de lo que imagina. Los burócratas militares tienen toda suerte de modos para desacelerar, inclusive frenar, acciones con las que ellos no están de acuerdo. En el régimen de Trump, de hecho son impulsados a hacer esto por otro rasgo peculiar de la personalidad de Donald Trump. Le gusta asumir el crédito de los éxitos y culpar de los fracasos a los demás. Así que por si fuera el caso que las acciones militares fracasaran, está subcontratando las decisiones reales de los militares. Si hubiera un fracaso bien puede culparles. En caso de éxito será el primero en reclamar el crédito exclusivo. Sin embargo, subcontratar necesariamente significa retrasos e invita al sabotaje.
Son diferentes los casos de los dos países. Corea del Norte tiene de hecho bombas, unas que sí pueden alcanzar el territorio de Estados Unidos. Es más, la inteligencia estadunidense parece estar diciendo que Corea del Norte está mejorando su capacidad militar a un ritmo muy rápido. El régimen de Trump habla ahora de una guerra preventiva –el oxímoron más maravilloso inventado alguna vez. Si Estados Unidos lanzara una guerra preventiva, uno puede tener la certeza de que Corea del Norte responderá de manera importante.
En contraste, Irán no cuenta con armamento nuclear. Públicamente insiste en que no tiene la intención de adquirirlos. Por lo menos la mitad de las autoridades parece lista a renunciar a cualquier esfuerzo encaminado a adquirirlos permanentemente, a cambio de varias clases de beneficios económicos. Va a ser más difícil renunciar al acuerdo de lo que Donald Trump cree. Por una razón: tiene cosignatarios –Alemania, Francia, Italia y la Unión Europea– que han dicho que no van a ceder ante tal renuncia.
Pero por el momento suspendamos la pregunta de si funcionaría una acción militar y preguntémonos por sus consecuencias. En el caso de Irán, es muy probable que los aliados mundiales más importantes de Estados Unidos en Europa, por no hablar de Rusia y China, en el futuro aumentarían la distancia que tomen –no sólo del régimen de Trump, sino de Estados Unidos como país. Un camino no diplomático probaría ser un desastre diplomático.
En Corea del Norte, las consecuencias serían todavía más grandes. Supongamos que Estados Unidos bombardea todas las locaciones conocidas donde existen armamentos nucleares en Corea del Norte. Que algunas bombas fallan en dar en el blanco.
Además, parece que Estados Unidos no tiene siquiera la lista completa de las locaciones. Corea del Norte puede ser capaz de lanzar una bomba desde un submarino. Imaginemos por un momento que tras una guerra preventiva, Corea del Norte quedara con una sola bomba. ¿A quién la lanzaría?
En cualquier caso, las bombas estadounidenses de su guerra preventiva y la bomba con que respondería Corea del Norte resultarían en un despliegue nuclear de increíble magnitud y dispersión geográfica. Bien podría ocurrir que los resultados de tales bombas soplaran por todo el océano Pacífico e infligieran tremendos daños a vidas en Estados Unidos. El hecho es que el resultado final de Trump puede no ser un triunfo. Puede ser solamente un desastre humano de dimensiones mundiales.
Sin duda, el lector no quiere saber mi predicción de lo que de hecho va a ocurrir. Es triste decirlo, impredecible.
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