Alejandro Nadal, La Jornada
El primer día de 1935 encontró a John Maynard Keynes escribiendo una carta para George Bernard Shaw. En la misiva señaló: Creo estar escribiendo un libro sobre teoría económica que revolucionará en gran medida la manera en que el mundo piensa sobre los problemas económicos. Mostrando cierta cautela agregaba en un paréntesis que ese resultado no se dejaría sentir inmediatamente, pero sí en los próximos 10 años. Quién le iba a decir que pasado el decenio, él estaría a punto de morir de manera prematura (a los 62 años) y que ya se habría iniciado un proceso contrarrevolucionario para distorsionar y aniquilar los principales descubrimientos de su obra.
Keynes tenía razón. Su obra fue revolucionaria. Y el mensaje central fue juzgado subversivo por la clase política y por la mayoría de sus colegas en el mundo académico. Ese mensaje puede sintetizarse en una frase: las economías capitalistas son intrínsecamente inestables y pueden mantener niveles de desempleo socialmente inaceptables durante largos periodos de tiempo.
La teoría de Keynes no se hizo en un día. La evolución puede resumirse en una de sus frases más célebres: el problema no está en las nuevas ideas, sino en escapar de las viejas formas de pensar que se ramifican, para nosotros que hemos sido educados en sus tradiciones, hasta ocupar todos los rincones de nuestra mente.
El mundo anterior a Keynes rechazaba la posibilidad de una crisis económica generalizada. Dominaba la idea según la cual la venta de mercancías sirve para financiar la compra de otras mercancías. Es decir, cuando una persona vende una mercancía lo hace para inmediatamente comprar otra mercancía con el ingreso obtenido. Esta idea recibe el nombre de ley de Say (por el economista francés del siglo XIX), y de aquí se desprende que todo el ingreso se gasta y lo que no se gasta se ahorra. De ahí que Keynes la redujo a la frase la oferta crea su propia demanda. Podría haber un problema de desequilibrio en un mercado particular, pero, a nivel de toda la sociedad, lo que deja de gastarse en un mercado se gastará en otro y siempre habrá, en el agregado, un equilibrio.
La obra de Keynes se basa en el principio de la demanda efectiva: la producción de mercancías se ajusta o depende de la demanda de mercancías. Esta idea implica una transformación radical: la actividad económica está determinada por la demanda, no por las limitaciones que pudieran encontrarse por el lado de la oferta (dotaciones de recursos o por la tecnología). La idea choca radicalmente con la ley de Say y el establishment no tardó en darse cuenta del peligro de este mensaje subversivo.
Keynes identificó los dos componentes de la demanda agregada, el consumo y la inversión. El consumo es más o menos estable, pero es insuficiente porque la propensión a consumir (cuando aumenta el ingreso) crece menos que proporcionalmente. La inversión, por su lado, puede colmar la brecha para alcanzar el pleno empleo (los inversionistas también demandan bienes y servicios para sus proyectos). Sin embargo, la inversión es inestable porque depende de las expectativas de los inversionistas y está condicionada por la incertidumbre, otro personaje clave en la obra de Keynes.
En 1932 Keynes pudo reconocer la relación de identidad entre los agregados macroeconómicos inversión y ahorro. Es uno de los más importantes descubrimientos de Keynes y hoy el análisis monetario permite identificar no sólo la naturaleza, sino el mecanismo a través del cual se explica esta identidad. Por la creación monetaria de los bancos privados, ya no se necesita una reducción en el consumo para tener un ahorro que pueda invertirse. El crédito bancario genera los depósitos y un incremento en la inversión provoca crecimiento del ingreso. Aquí se invierte la relación de causalidad. Hoy sabemos que el ahorro no precede a la inversión. El alto nivel de consumo, no del ahorro, es lo que lleva a mayor inversión y al crecimiento del ingreso.
Keynes mostró que aún con plena flexibilidad de precios en todos los mercados el desempleo puede mantenerse durante largos periodos de tiempo. Aun así, hoy se puede decir que el mundo de la macroeconomía se divide entre aquéllos que acompañan el análisis de Keynes y los que siguen insistiendo en que el problema del desempleo está provocado por algún tipo de rigidez. Típicamente se buscan las fuentes de rigidez en el mercado laboral (serían los sindicatos los villanos) o en las intervenciones del gobierno (que vendrían a distorsionar la bella obra de los mercados con precios flexibles). Frente a esta tontería se yergue la obra de Keynes: los precios flexibles en el mercado no sólo no resuelven el problema del desempleo, sino que pueden agravarlo.
Varios mensajes de Keynes irritan a los economistas convencionales e ignorantes. Pero hay uno que les parece intolerable porque atenta contra su creencia sacrosanta de que la esfera de lo económico es autónoma y no debe ser perturbada por nadie porque tiene la capacidad de autoregulación. Keynes demostró, por el contrario, que se necesita la intervención externa para poder estabilizar el funcionamiento de una economía capitalista.
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