domingo, 13 de marzo de 2016

La política de la ira

Dani Rodrik, Project Syndicate

Tal vez lo único que sorprende de la reacción populista que ha abrumado a la política en muchas democracias avanzadas sea que haya tardado tanto en llegar. Incluso hace dos décadas era fácil predecir que la falta de voluntad de los políticos dominantes para ofrecer remedios contra la inseguridad y la desigualdad de nuestra era hiperglobalizada abriría un espacio político para los demagogos con soluciones fáciles. En esa época fueron Ross Perot y Patrick Buchanan; hoy son Donald Trump, Marine Le Pen y varios más.

La historia nunca se repite exactamente, pero sus lecciones no dejan de ser importantes. Debemos recordar que la primera época de la globalización, que alcanzó su cúspide en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, produjo eventualmente una reacción política todavía más grave.

La evidencia histórica ha sido bien resumida por mi colega de Harvard, Jeffry Frieden. En el apogeo del patrón oro, sostiene Frieden, los actores políticos dominantes tuvieron que restar importancia a la reforma social y la identidad nacional porque priorizaron las vinculaciones económicas internacionales. La respuesta asumió dos formas fatales en el período de entreguerras: los socialistas y los comunistas eligieron la reforma social, mientras que los fascistas prefirieron la reafirmación nacional. Ambos caminos se alejaban de la globalización y propugnaban un cierre económico (y cosas mucho peores).

La reacción actual probablemente no llegue a tanto. Sin importar cuán costosos hayan sido los trastornos derivados de la Gran Recesión y la crisis del euro, palidecen frente a los de la Gran Depresión. Las democracias avanzadas han creado —y mantienen (a pesar de los reveses recientes)— amplias redes de seguridad social en forma de seguros de desempleo, jubilaciones y beneficios familiares. La economía mundial ahora cuenta con instituciones internacionales funcionales —como el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio (OMC)— que no existían antes de la Segunda Guerra Mundial. En último lugar, pero no por ello menos importante, los movimientos políticos extremistas como el fascismo y el comunismo han sido en gran medida desacreditados.

De todas formas, los conflictos entre una economía hiperglobalizada y la cohesión social son reales, y las élites políticas dominantes los ignoran por su cuenta y riesgo. Como sostuve en mi libro de 1997 ¿Ha ido demasiado lejos la globalización?, la internacionalización de los mercados de bienes, servicios y capital abre una brecha entre los grupos cosmopolitas, profesionales y capacitados que pueden aprovecharla, y el resto de la sociedad. Se exacerban dos tipos de divisiones políticas en este proceso: una identitaria que gira alrededor de lo nacional, las etnias o la religión; y una de ingresos, vinculada con las clases sociales. Los populistas basan su atractivo en una u otra de estas divisiones. Los populistas de derecha como Trump hacen política de identidad. Los populistas de izquierda como Bernie Sanders enfatizan el abismo entre los ricos y los pobres.

En ambos casos queda claro quién es el «otro» hacia el cual dirigir la ira. ¿Apenas llegas a fin de mes? Son los chinos los que han estado robado nuestros empleos. ¿Te molesta el crimen? Son los mexicanos y otros inmigrantes que traen sus luchas de pandillas al país. ¿Terrorismo? Pues, son los musulmanes, por supuesto. ¿Corrupción política? ¿Qué puedes esperar cuando los grandes bancos financian nuestro sistema político? A diferencia de las élites políticas dominantes, los populistas pueden señalar fácilmente a los culpables de los males de las masas.

Por supuesto, los políticos dominantes están comprometidos porque fueron quienes tomaron las decisiones todo este tiempo, pero también están inmovilizados debido a su narrativa central, que huele a inacción e impotencia.

Esta narrativa culpa a fuerzas tecnológicas que están más allá de nuestro control por el estancamiento de los salarios y la creciente desigualdad. Trata a la globalización y las normas que la sostienen como algo inexorable e inevitable. El remedio que ofrece —la inversión en educación y habilidades— promete pocas recompensas inmediatas y, en el mejor de los casos, daría resultado dentro de años.

En realidad, la economía mundial actual es producto de decisiones explícitas que los gobiernos han tomado en el pasado. Fue una decisión no detenerse en el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por su sigla en inglés) y crear la OMC, mucho más ambiciosa y entrometida. De manera similar, será una elección la de ratificar los futuros megaacuerdos comerciales, como el Acuerdo Estratégico Transpacífico de Asociación Económica y el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión.

Fue decisión de los gobiernos relajar las normas financieras y procurar la completa movilidad transfronteriza del capital, así como fue una elección mantener estas políticas casi intactas a pesar de la tremenda crisis financiera mundial. Y, como Anthony Atkinson nos lo recuerda en su magistral libro sobre la desigualdad, incluso el cambio tecnológico no es inmune a la capacidad de agencia del gobierno: los responsables de las políticas pueden hacer muchas cosas para influir sobre la dirección del cambio tecnológico y garantizar que genere más empleos e igualdad.

El atractivo de los populistas es que dan voz a la ira de los excluidos. Ofrecen una grandiosa narrativa y soluciones concretas, aun cuando sean engañosas y, a menudo, peligrosas. Los políticos dominantes no recuperarán el terreno perdido hasta que también ellos ofrezcan soluciones serias que dejen lugar a la esperanza. Deben dejar de esconderse detrás de la tecnología o la globalización inevitables, estar dispuestos ser audaces y encarar reformas de gran escala que afecten la forma en que funcionan las economías locales y la mundial.

Si una de las lecciones de la historia es el peligro de los estragos de la globalización, otra es el de la maleabilidad del capitalismo. Fueron el New Deal, el estado de bienestar y la globalización controlada (bajo el régimen de Bretton Woods) los que eventualmente revitalizaron las sociedades orientadas a los mercados y llevaron al boom de la posguerra. Estos logros no se produjeron con ajustes superficiales y pequeñas modificaciones de las políticas existentes, sino una ingeniería institucional radical.

Señores políticos moderados, tomen nota.

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