José Pablo Feinmann, Página 12
Las decenas y centenas de despidos fueron calificados como necesarios. El neoliberalismo siempre busca achicar el Estado. Uno puede argumentar: se comprende, el Estado, por ejemplo, de la Alemania de Bismarck y el kaiser Guillermo I, fue en sus inicios liberal pero de inmediato proteccionista. Porque el proteccionismo le sirvió para desarrollar la gran industria. El canciller de hierro –Bismarck– derrota a Francia en la guerra –precisamente llamada– “franco-prusiana” y logra, en 1871, la unidad de Alemania. En Francia estalla la Comuna de París. Y Alemania les devuelve a Thiers y Napoleón III todos los prisioneros que les ha tomado para que ahoguen esa revolución obrera, de la que Nietzsche (que esto no oblitere la necesaria lectura que se le debe al loco de Turín) y Marx dirán cosas muy diferenciadas. El primero, en carta al barón Carl von Gersdorff del 21/06/1871, dirá: “Sobresaliendo por encima de la lucha de las naciones, nos asustó la espantable cabeza de la hidra internacional” (Friedrich Nietzshe, Epistolario, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, p. 95). Marx, en La Guerra Civil en Francia, escribe: “Este ejército (el de Thiers) habría sido ridículamente ineficaz sin la incorporación de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue entregando de a plazos (...) para tener al gobierno de Versalles en abyecta dependencia con respecto a Prusia”.
A plazos o no, Francia pudo aplastar a los revolucionarios de la Comuna por los prisioneros que Bismarck le devolvió para esa tarea esencial que lo involucraba a él mismo, pues lo nacional unía a la burguesía de los dos países enfrentados y lo internacional (la lucha del proletariado) les producía un escozor intolerable: la visión de un mal que amenazaba a las clases dominantes de todos los países. Así, anota Marx, se produce, ante la Comuna, un hecho sin precedentes: “El ejército vencedor y el vencido confraternizan en la matanza común del proletariado (...) La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional: todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado” (Marx escribe este texto entre abril y mayo de 1871). La represión de Thiers, al frente de 45.000 soldados franceses y también alemanes, fue de tal brutalidad, de tal ensañamiento, como jamás la ciudad de París había presenciado. Se calculan treinta mil muertos, cuarenta y cinco mil detenidos que continuaron siendo masacrados en las mazmorras y decenas de miles condenados al destierro o a trabajos forzados. (Vos, Lopérfido, musa: son cifras de Eric Hobsbawm y otros historiadores serios. Además, estas cifras se consolidan con un valor simbólico. Expresan el sadismo de los matarifes. Decir que fueron más o menos, desmerece el valor de cada vida. Por ejemplo: si los nazis mataron cuatro en lugar de seis millones de judíos, ¿qué se busca demostrar? ¿Qué, al fin y al cabo, no eran tan malos?)
Aquí, en Argentina, se presenta un problema. Si se achica el Estado, si se despide a la gente, se crea la desocupación. La desocupación lleva a la protesta social. Si se la criminaliza hay que reprimir. Y cuidado: la policía “tiene hambre”. Tiene bronca. Le han impedido actuar durante doce años y –para colmo– durante las manifestaciones se la injuriaba con insultos y escupitajos. Ahora quiere tener las manos libres para cobrarse esas (no tan) viejas deudas. Lo mismo sucede con el neoliberalismo en el resto del mundo. En Francia, muy especialmente. Ahora son los sumergidos, los inmigrantes indeseados los que salen a pedir comida, cobijo, un país. Ya no son los jóvenes rebeldes de la pequeña o la alta pequeña. Ya no son los que creaban magníficas consignas. Los que escribían: “Debajo de los adoquines está la playa”. Estos, los de hoy, no creen ser la poesía. Para ellos debajo de los adoquines están los adoquines. No quieren tomar el poder. Quieren afirmar su presencia en una sociedad que los niega. Francia es el espejo en que el occidente capitalista debe mirarse. Es su inevitable futuro. Los monstruosos, los negados, los escondidos salen a la luz. Sus modales no son buenos porque nadie les enseñó modales. Nadie les enseñó nada.
¿Cómo se atreven? ¿Acaso es posible que salgan de sus madrigueras y escupan en el centro o en los arrabales de la ciudad destellante? Los bárbaros se han despertado y actúan como bárbaros. No saben hacerlo de otro modo, y cualquier otro modo, hoy, les parecería sospechoso. Los buenos modales son los de los imperios que los han explotado. Las buenas costumbres. Las buenas vestimentas. La cultura del hombre occidental. Africa y Oriente han vivido humillados por esa cultura. Hoy, en el actualísimo 2016, los matutinos publican en letras catástrofe: “Alarma en Europa por el caos en Francia”. Europa no sólo hace agua, tiene miedo. Los monstruos salieron de las catacumbas.
Caída la bipolaridad, el capitalismo se ha desbocado. Nada lo frena. Entregado a su codicia infinita (y a su infinita torpeza y a, insistamos, su no menos infinita falta de sensibilidad, de humanitas), el capitalismo nuevo milenio concentra la riqueza en manos cada vez más escasas y hunde en la miseria a la mayor parte del planeta. Esto lo saben todos. Lo que hoy ocurre en Francia no es fruto de las malas políticas de asimilación. La asimilación es imposible. Los hambreados, antes de morir, invaden la casa de los amos. Los amos no saben recibirlos, no saben qué hacer con ellos. Europa acabará por encerrarse como los ricos de la Argentina se encierran en sus countries, con custodios armados y armados ellos mismos.
El capitalismo crea exclusión y no puede sino crearla. Si no la creara no sería el capitalismo de mercado. El mundo de las corporaciones es de las corporaciones. Y las corporaciones se devoran todo. Devastan la tierra y abandonan a los hombres al hambre y la exclusión. Europa no puede asimilar porque el capitalismo nuevo milenio impide toda asimilación. Saquea la periferia. ¿Qué hace la periferia, qué hacen sus sobrevivientes? Emigran al Centro para sobrevivir. Aceptan cualquier cosa. La humillación. El racismo. Sólo se trata de subsistir. Hasta que un día (estos días) todo estalla. Se hartan. Dicen: no. Un no que no tiene ideología. No saben cómo superar lo que hay. No sueñan con un mundo mejor. Querrían vivir y trabajar en éste. Pero este mundo (el del capital, el del mercado) no da trabajo, impide vivir. Entonces sólo resta destruirlo. Salen como locos a quemar autos y destruir propiedades. Si un europeo con buenas intenciones saliera a hablar con ellos no lo escucharían. Si yo (que escribo estas líneas en las que intento abrir una hendija de comprensión) me apareciera entre ellos me escupirían. Soy, como todos nosotros, un blanquito de mierda, con trabajo, casa, derechos. La sociedad nos da un lugar. A ellos no. Para ellos, los márgenes. Todo incluido es un enemigo porque ocupa un lugar que podría ser de ellos.
“Alarma en Europa”, se lee. ¿Y no-sotros, y los argentinos de la culta Buenos Aires? Lo que hoy pasa en París sea acaso el espejo del peor de nuestros rostros futuros. Cuando los “zurdos” o los tontos progres como nosotros pedimos equidad social, democratización de la riqueza, distribución del ingreso, no sólo lo hacemos porque somos incurablemente idiotas y amigos de las buenas causas. Francia ha descubierto la cara del Otro demonizado. Siempre se niega lo Otro. Siempre se tapa la alteridad. El lenguaje del lacanismo tiene una expresión para esto. Cuando habla de “forclusión” quiere decir eso. La forclusión es la negación de la alteridad. No queremos ver lo Otro, lo negamos. De ahí, en los sujetos, estalla la psicosis. Bien, el capitalismo es psicótico. Niega lo Otro. Primero lo saqueó, lo explotó. Ahora lo niega. No sabe cómo asimilarlo. No sabe y no puede. Entonces lo demoniza.
La alarma que vive Europa debe hundir sus raíces entre nosotros. ¿Acaso no es Buenos Aires la París de América latina? ¿No fue ese título el que orgullosamente asumió esa oligarquía nuestra que, en lugar de un país, sólo construyó una ciudad? Una ciudad hermosa, como hermosa es París. ¿Cuántos excluidos esperan a las puertas de Buenos Aires? No son los piqueteros. Los piqueteros queman neumáticos y tienen una previsibilidad fatigosa. Son los que habitan el subsuelo de los piqueteros. Los que están en silencio, esperando o no. Los que se mueren de hambre. Los que miran las luces de la gran metrópoli desde las sombras de la alteridad, de la lejanía. No habrá Protocolo que los frene. ¿Cómo habrían de expresar en cinco minutos la interminable tragedia de sus vidas?
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