Dani Rodrik, Project Syndicate
A mediados de diciembre, las Naciones Unidas publicarán su nuevo informe anual de desarrollo humano. El tema de este año es la naturaleza del trabajo: de qué manera la globalización económica, las nuevas tecnologías y las innovaciones en organización social están transformando nuestro modo de ganarnos la vida. El panorama que se abre ante los países en desarrollo, en particular, es decididamente incierto.
Para la mayoría de las personas, la mayor parte del tiempo, el trabajo es mayormente desagradable. A lo largo de la historia, los países se enriquecieron a costa de una enorme cuota de trabajo penoso. Y la riqueza da a algunas personas una oportunidad de tener trabajos mejores.
Gracias a la Revolución Industrial, nuevas tecnologías en tejido de algodón, producción de hierro y acero, y transporte crearon por primera vez en la historia un incremento sostenido de la productividad laboral. Primero en Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII, luego en Europa Occidental y Norteamérica, hombres y mujeres se mudaron en masa desde el campo a las ciudades para satisfacer la creciente demanda de mano de obra de las fábricas.
Pero durante décadas, los trabajadores disfrutaron poco de los beneficios del aumento de productividad. Trabajaban largas jornadas en condiciones asfixiantes, alojados en viviendas atestadas e insalubres, y con poco crecimiento de sus ganancias. Algunos indicadores, como la altura media de los trabajadores, sugieren que por un tiempo puede incluso que los niveles de vida hayan empeorado.
Con el tiempo, el capitalismo se transformó y sus beneficios comenzaron a repartirse más ampliamente. Esto se debió en parte a un alza de los salarios, resultado natural del agotamiento del excedente de trabajadores rurales. Pero además, los trabajadores se organizaron para defender sus intereses; los industrialistas, temerosos de una revolución, cedieron. La clase trabajadora obtuvo acceso a derechos civiles y políticos.
A su vez, la democracia puso más límites al capitalismo. Las condiciones de empleo mejoraron conforme convenios negociados o impuestos por ley llevaron a una reducción de la jornada laboral, una mejora de las condiciones de trabajo y beneficios familiares, sanitarios y de otra índole. La inversión pública en educación y capacitación aumentó la productividad de los trabajadores y les dio más libertad de elegir.
En consecuencia, la participación de los trabajadores en los excedentes de las empresas aumentó. Los empleos fabriles no se hicieron más agradables, pero la aparición de empleos de oficina hizo posible un nivel de vida de clase media, con todas sus posibilidades de consumo y oportunidades de estilos de vida.
A la larga, el avance tecnológico obró en contra del capitalismo industrial. La productividad de la mano de obra en las industrias manufactureras aumentó mucho más rápido que en el resto de la economía, haciendo posible producir la misma cantidad o más de acero, automóviles y dispositivos electrónicos con mucha menos mano de obra. De modo que los trabajadores “excedentes” se pasaron a las industrias de servicios: por ejemplo, educación, salud, finanzas, entretenimiento y administración pública. Así nació la economía post-industrial.
El trabajo se volvió más agradable para algunos, pero no para todos. Quienes tuvieran capacidades, capital y conocimiento para prosperar en la edad post-industrial encontraron en los servicios oportunidades extraordinarias. Banqueros, consultores e ingenieros ganaban salarios mucho más altos que sus antepasados en la era industrial.
Además, el trabajo de oficina permitió un grado de libertad y autonomía personal que las fábricas nunca ofrecieron. La jornada laboral era larga (quizá más que en las fábricas), pero los profesionales de servicios disfrutaban de un control mucho mayor de su vida diaria y sus decisiones laborales. Y aunque maestras, enfermeras y camareras tal vez no ganaran ni cercanamente lo mismo, también ellas se liberaron del rutinario trabajo mecánico de los talleres.
Pero para los trabajadores menos capacitados, los empleos del sector servicios implicaron renunciar a los beneficios negociados del capitalismo industrial. La transición a una economía de servicios fue generalmente acompañada por un debilitamiento de los sindicatos y las normas sobre protección del empleo e igualdad salarial, lo que menoscabó seriamente el poder de negociación y la estabilidad laboral de los trabajadores.
De modo que la economía post-industrial abrió una nueva grieta en el mercado laboral, entre los ocupantes de empleos estables, bien pagos y satisfactorios y los ocupantes de empleos fugaces, mal pagos e insatisfactorios. Dos factores determinaron la proporción de cada tipo de trabajo, y con ella la magnitud de la desigualdad producida por la transición post-industrial: el nivel educativo y de habilidades de la fuerza laboral y el grado de institucionalización de los mercados laborales en el sector servicios (además del manufacturero).
La desigualdad, la exclusión y la dualidad se hicieron más pronunciadas en los países donde las habilidades estuvieran mal distribuidas; muchas industrias de servicio tendieron al “ideal” de manual del mercado de disponibilidad inmediata. El ejemplo típico de este modelo es Estados Unidos, donde muchos trabajadores necesitan varios empleos para ganarse la vida.
La inmensa mayoría de los trabajadores todavía vive en países de ingresos bajos y medios, donde estas transformaciones todavía deben darse. Pero hay dos razones para creer que su futuro no será necesariamente igual.
La primera es que nada impide introducir condiciones de trabajo seguras, libertad de asociación y negociaciones colectivas en una etapa más temprana del desarrollo que la que ha sido la norma histórica. Así como la democracia política no necesita esperar a que aumenten los ingresos, la introducción de una fuerte normativa laboral no tiene por qué ir por detrás del desarrollo económico. Los trabajadores de los países de ingresos bajos no deben ser privados de derechos fundamentales en nombre del desarrollo industrial y el éxito exportador.
La segunda es que las fuerzas de la globalización y el avance tecnológico se han combinado para modificar la naturaleza del trabajo fabril en una forma que hace muy difícil o imposible repetir la experiencia industrializadora de los cuatro tigres asiáticos o de las economías europeas y norteamericanas antes de ellos. Muchos de los países en desarrollo (tal vez la mayoría) se están convirtiendo en economías de servicios sin haber antes creado un sector fabril importante, en un proceso que he denominado “desindustrialización prematura”.
¿Será la desindustrialización prematura una bendición impensada que permita a los trabajadores de los países en desarrollo eludir la rutina del trabajo fabril?
De ser así, no está claro cómo se construirá un futuro semejante. Una sociedad donde la mayoría de los trabajadores puedan ganarse la vida como cuentapropistas (comerciantes, profesionales independientes o artistas) poniéndose sus propias condiciones de empleo solamente es posible cuando la productividad de toda la economía ya es muy elevada. Los servicios de alta productividad (como la TI o las finanzas) necesitan trabajadores bien capacitados, a diferencia de lo que abunda en los países pobres.
De modo que hay buenas y malas noticias para el futuro del trabajo en los países en desarrollo. Gracias a las políticas sociales y los derechos laborales, los trabajadores se volverán actores plenos de la economía en un estadio mucho más temprano del proceso de desarrollo. Al mismo tiempo, es probable que el motor tradicional del desarrollo económico (la industrialización) funcione a media máquina. La combinación resultante (altas expectativas de la sociedad y baja capacidad de producir ingresos) será un gran desafío para todas las economías en desarrollo del mundo.
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