Marcos Roitman Rosenmann, La Jornada
Mientras unos lloran la tragedia de París, el presidente de Francia, François Hollande, señala que los atentados constituyen una declaración de guerra y decide, con el apoyo de Estados Unidos y la OTAN, bombardear las zonas controladas por el llamado Estado Islámico en los territorios de Siria e Irak. Igualmente, el gobierno belga despliega fuerzas especiales de la policía para peinar el barrio obrero de Bruselas, Molenbeek. Allí, señalan, se ubican las bases de reclutamiento de Al Qaeda y el extremismo islámico. Además, subrayan, allí vivió el considerado autor intelectual de los ataques, Abdelhamid Abaaoud. La contraofensiva lanzada por Francia tras los atentados de París, en los que murieron 130 personas y hay más de 300 heridos, abre una perspectiva de difícil evaluación en el corto plazo.
Nada hace sospechar que el terrorismo yihadista cese. Por el contrario, asistimos a una nueva versión del culto a la muerte, que amenaza llevarse por delante cualquier atisbo de sentido común. El ataque simultáneo, coordinado y perfectamente planificado de ocho jóvenes musulmanes contra la población civil en la sala de espectáculos Bataclan, el restaurante Le petit Cambodge, el local Belle Équipe, el bar Le Carillon y el boluevar Fontaine, demuestran una estrategia de terror en aumento. Por otro lado, el suicidio colectivo de los terroristas pone de manifiesto la capacidad de reclutamiento del Estado Islámico, que cuenta con voluntarios dispuestos a inmolarse al grito de ¡Alá es el más grande! Se autoproclaman mártires en una lucha contra el opresor infiel. De tal forma que el escenario de guerra se desplaza a Europa y las víctimas son gente común, ciudadanos que van a estadios, universidades, cines, centros comerciales y se desplazan en Metro o trenes. Espacios públicos donde la cotidianidad se ve afectada tras los atentados.
Igualmente, los ocho jóvenes musulmanes, nacidos en Francia y Bélgica, se sentían miembros del Estado Islámico. Albergaban un sentimiento de participar en un proyecto forjado a golpe de esquilmar regiones enteras a Siria e Irak. Eran soldados de Alá con una misión concreta: causar dolor y muerte en su nombre. Los atentados de París marcan un punto de inflexión en la estrategia yihadista. El mensaje lanzado por el Estado Islámico es claro: los países occidentales ya no volverán a vivir en paz. El terrorismo ha llegado para quedarse y formar parte de lo cotidiano. Es la amenaza permanente de ser un posible blanco del yihadismo. El miedo y la desconfianza acabarán por convertir a todos en víctimas o verdugos.
Bajo este principio y como pretexto por aumentar la seguridad ciudadana, al igual que sucediese tras los atentados de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, los derechos ciudadanos y las libertades políticas se verán recortadas, facilitando la articulación de un Estado de control social, fuertemente militarizado. Hollande y su gobierno, con el apoyo parlamentario, ya han aprobado una serie de medidas en esta dirección. Prorrogar el Estado de excepción, quitar la nacionalidad y expulsar a quienes considera peligrosos para Francia.
¿Cómo hemos llegado a tal situación? ¿Qué lleva a inmolarse? ¿Sentirse miembro de una cruzada? La repuesta no es fácil. Hay culpables y responsables. Culpables son quienes aprietan el gatillo, asesinan y se inmolan. Pero las responsabilidades y las causas de los atentados perpetrados en París hay que buscarlas en decisiones políticas tomadas bajo la bandera del unilateralismo defendido por Estados Unidos y asumido por los aliados al concluir la guerra fría. Ahí se encuentran los orígenes del problema. Desde la primera guerra del golfo Pérsico (1990) hasta nuestros días, las potencias hegemónicas, lideradas por Estados Unidos y la OTAN, no hay dejado de intervenir, invadir y bombardear a los países considerados terroristas, peligro para occidente y su cultura. Guerra de civilizaciones, lo adjetivó el ideólogo estadunidense Samuel Huntington y miembro del Consejo de Seguridad Nacional.
Irak, Libia o Siria se transformaron en objetivos militares y políticos. La segunda guerra del golfo trajo consigo la caída del régimen de Saddam Hussein, pero dejó una secuela de odio y venganza tras destaparse la inexistencia de armas de destrucción masiva. Nada la justificaba, como tampoco en Libia el apoyo a grupos disidentes de Kadafi, quienes una vez en el poder se han mostrado como auténticos mercenarios a las órdenes de Estados Unidos. ¿Y qué decir de la guerra que desangra a Siria desde hace años?
Con o sin argumentos, mintiendo, produciendo informes falsos, escudándose en criterios civilizatorios o el poder de las armas, los países pertenecientes a la OTAN y Estados Unidos desarticulan pueblos, naciones e identidades culturales, llevándose por delante todo lo que encuentran a su paso. Han dejado países devastados, provocado la ira de quienes, bajo la excusa de vivir una guerra santa, impulsan acciones terroristas cuyas víctimas se acrecientan día tras día, sin contar, aquellos que buscan refugio y una salida a tanta muerte prematura. Huyen de Siria, Irak o Libia, de los bombardeos de las purgas étnicas, del fundamentalismo islámico y de los nuevos señores de la guerra. Viajan kilómetros buscando una oportunidad de reiniciar su vida. Sin embargo, la respuesta de la Unión Europea ha sido reprimir, acusarlos de ser falsos refugiados y ser infiltrados, avanzadilla del ejército yihadista cuyo objetivo es destruir la civilización occidental y los valores cristianos.
El aumento del racismo y la xenofobia en países como Francia, Alemania, España, Austria, Hungría, Rumania o Croacia son el caldo de cultivo para provocar el rechazo de quienes se sientes vejados, maltratados y considerados escoria. Los atentados en París muestran que el problema no se soluciona bombardeando territorios en manos del Estado Islámico o practicando redadas en barrios populares. La salida supone asumir las responsabilidades de una política de guerra en Oriente Medio que lleva décadas fracasando y cuyos verdaderos hacedores insisten en mantenerla. La paz está lejos.
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