viernes, 5 de agosto de 2011

La política perversa de las crisis financieras

Luigi Zingales, Project Syndicate

Si tratamos de entender el patrón de las intervenciones gubernamentales y sus tiempos durante una crisis financiera, probablemente llegaremos a la conclusión de que, parafraseando al filósofo francés Blaise Pascal, la política tiene incentivos que la economía no es capaz de entender.

Desde un punto de vista económico, el problema es simple. Cuando la solvencia de un deudor soberano se ha deteriorado lo suficiente, su supervivencia depende de las expectativas de mercado. Si todos esperan que Italia sea solvente, le prestarán a tipos de interés bajos. Roma podrá cumplir con sus obligaciones actuales y, muy probablemente, también con sus obligaciones futuras.

Pero si muchos comienzan a dudar de la solvencia italiana y exigen primas altas en sus créditos, su déficit fiscal nacional empeorará, y muy probablemente entre en suspensión de pagos.

Que un deudor como Italia aterrice en la tierra de las buenas expectativas o se hunda en un escenario de pesadilla a menudo depende de ciertas noticias de coordinación. Si todos esperan que una calificación crediticia negativa convierta a la deuda italiana en insostenible, seguramente Italia entre en suspensión de pagos después de la revisión, sin importar los efectos económicos reales del nuevo estado de su deuda.

Ésta es la maldición que los economistas llamamos equilibrios múltiples: si espero a que los demás corran hacia la salida, correr también resulta un óptimo para mí; pero si todos mantienen la calma, no tengo incentivos para hacer algo distinto a la mayoría.

Dada esta dinámica económica, dos recetas de política parecen obvias. En primer lugar, es demasiado peligroso para cualquier país acercarse, incluso remotamente, al punto en que la insolvencia puede depender de una mancha solar. Si bien nadie sabe exactamente cuál es este nivel de peligro, resulta claro cuando la alarma comienza a cundir. Dado el enorme costo de una suspensión de pagos, todos los Gobiernos deberían mantenerse alejados de la zona de peligro.

La segunda prescripción asume que si, por cualquier motivo, un país se encuentra en la zona de peligro, sólo dos respuestas tienen sentido económico: o bien los funcionarios reconocen inmediatamente la inevitabilidad de la suspensión de pagos y no malgastan recursos intentando evitarla, o creen que puede evitarse y utilizan todos los recursos a su alcance lo antes posible. Como en muchas guerras, una escalada en una crisis financiera a menudo conduce al peor resultado posible: una derrota con grandes pérdidas.

Menos de lo esperado
Ésa, desafortunadamente, es la historia de la intervención de las autoridades estadounidenses durante la crisis financiera de 2008. Tras el colapso de Bear Stearns, estaba claro que se avecinaban más problemas. Sin embargo el Gobierno estadounidense no hizo nada. En julio de 2008, cuando se descubrió que Fannie Mae y Freddie Mac (las agencias de créditos hipotecarios respaldadas por el Gobierno) eran insolventes, Hank Paulson, por entonces secretario del Tesoro, prometió un bazooka y entregó lo que resultó ser un tirachinas.

Tan sólo después del colapso de Lehman Brothers, Paulson recurrió al Congreso en busca de 700 millardos de dólares para estabilizar el sistema financiero. Incluso eso resultó insuficiente.

La misma farsa parece estar teniendo lugar en Europa. Si los funcionarios europeos pensaban que Grecia debía ser salvada, una intervención europea inmediata en su favor hubiera minimizado los recursos necesarios. Si creían que Grecia debía caer en bancarrota, una decisión inmediata en ese sentido hubiera también minimizado los costos. Ya nos encontramos en el segundo paso de la intervención y no parece haber un final a la vista. Mientras tanto, Italia se hunde.

Incentivos perversos
Se puede argumentar que los políticos se comportan de este modo porque no entienden la naturaleza económica de la crisis. No estoy de acuerdo. Creo que lo que los lleva a comportarse en esa forma no es la falta de conocimiento, sino los incentivos perversos.

En primer lugar, incluso para alguien con los mejores incentivos, es difícil elegir un costo menor que se debe pagar ahora en vez de un costo mayor que tal vez llegue en el futuro. Para un político electo que probablemente no esté en su cargo (o ni siquiera vivo) cuando los mayores costos se materialicen, la elección es clara. Por eso, los países se endeudan hasta niveles que los colocan en la zona de peligro.

En segundo lugar, no existen recompensas políticas por combatir en una guerra preventiva, mientras que hay un gran capital político en juego cuando se actúa frente a problemas que ya han estallado. Si Franklin Roosevelt hubiese tenido éxito en advertir el ataque a Pearl Harbor con una intervención preventiva contra Japón, aún estaríamos discutiendo si la guerra contra el país nipón era inevitable. Roosevelt esperó hasta después de la catástrofe y ha sido reverenciado como un salvador. Para actuar, los políticos necesitan consenso, que a menudo no aparece hasta que los costos de la inacción se hacen extremadamente visibles. A esa altura, a menudo es demasiado tarde para evitar un resultado mucho peor.

Estos incentivos existen en todas las democracias. No pueden ser eliminados, pero sí atenuados. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento Europeo fue un esfuerzo para lograr exactamente eso: crear incentivos para que los países de la eurozona se mantuviesen fuera de los parámetros de peligro en términos de su endeudamiento. Desafortunadamente, fracasó de manera rotunda. Pero si el euro ha de sobrevivir -y si otros países han de evitar sus propias crisis de deuda soberana- aún necesitamos reglas a prueba de políticos.

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