Emir Sader, Público
Ningún país puede quedar igual después de una crisis tan profunda y prolongada como la que vive Brasil. Es una crisis que en su dimensión directamente política puede tener su desenlace incluso este mes de abril, en el caso de que el pleno la Cámara de Diputados no logre el quórum que necesita la oposición para seguir con el proceso de ‘impeachment’ contra la presidenta Dilma Roussef.
Brasil ya ha cambiado mucho en este último año y medio y va a cambiar más, sea por un triunfo de la derecha o porque la izquierda derrote la asonada golpista de la oposición. Los que observaron las calles de todo el país durante los días 18 y 31 de marzo ya pudieron ver los cambios, no solo por las inmensas marchas y concentraciones populares en todo el país, con gente pobre, con jóvenes, mujeres, ancianos, con personas de todas las clases sociales y de todas las etnias, mezcladas, de forma alegre y espontánea, como no se había visto en Brasil desde la campaña a favor de elecciones directas, en la salida de la dictadura, hace más de 30 anos.
Los que, precipitadamente, una vez más, dieron por muerta a la izquierda brasileña, agotado el gobierno, terminado el liderazgo de Lula y el PT (Partido dos Trabalhadores), se han quedado de nuevo sin palabras para describir lo que pasa en Brasil en este momento, porque no han entendido todo lo que el país ha vivido desde 2003 y vive actualmente.
El vigor y la capacidad de movilización que ha demostrado la izquierda brasileña y el liderazgo de Lula demuestran la fuerza y el potencial que tiene siempre el campo popular en Brasil. Mientras la derecha pierde fuerza y apela en su repliegue a las acciones violentas, la crisis brasileña llega a su punto de inflexión, con la izquierda a la ofensiva, ocupando las calles, movilizando a un amplio espectro de entidades civiles – de universidades a asociaciones de artistas, de religiosos a movimientos hip-hop -, que demuestran cómo la izquierda ha madurado y se ha fortalecido a lo largo de la crisis.
De la consigna “Fuera Dilma”, con la que la derecha llegó a movilizar a amplios sectores de clase media derechizada, se ha pasado al “No habrá golpe/habrá lucha”, que ahora domina en todas las calles del país.
Si ganara la derecha, se instauraría simplemente en Brasil el proceso de deconstrucción del Estado, de las políticas sociales, de Petrobras y del Pre-sal, de la política exterior soberana que actualmente tiene este país. Se sumaría a Argentina como un gran polo de restauración conservadora, pero al igual que en aquel país, con un fuertísimo movimiento popular organizado y movilizado para resistir a ese proceso. Brasil no se volvería más estable que actualmente sino todo lo contrario. Nadie puede imaginar lo que sería un gobierno nacido de un golpe blanco hoy en Brasil.
Pero en el caso de que la derecha resulte derrotada, lo cual puede darse este mes, por incapacidad para conseguir los dos tercios de los votos que necesita en la Cámara de Diputados para el ‘impeachment’ contra Dilma, la izquierda tendría una nueva y gran posibilidad de imponer una salida progresista a la crisis brasileña, porque el país ha cambiado.
Tanto los partidos de la derecha, el PSDB y el PMDB, como los grandes medios de comunicación se lo han jugado todo para tumbar al gobierno. Si no lo logran, los dos partidos tradicionales prácticamente desaparecerán como fuerzas políticas, desprestigiados, sin candidatos y sin propuestas.
Lula, por su parte, reapareció con toda la fuerza, con el gran mitin del 18 de marzo en Sao Paulo y con viajes por todo el país. Este sábado ha participado en un mitin en Fortaleza, en el nordeste de Brasil, región en la que cuenta con el mayor apoyo, como inicio de otras manifestaciones, con las que intenta recuperar el respaldo al gobierno y promover las tesis de la izquierda para la crisis brasileña.
Lula a la vez ya ha empezado a actuar como coordinador político del Gobierno, dirigiendo una reforma ministerial para la próxima semana. Actuará directamente como Ministro de la Casa Civil, si el Supremo Tribunal de Justicia decide a favor de su petición, o como simple asesor político de Dilma, lo cual sólo cambiaría formalmente su lugar central en el Gobierno.
La crisis demuestra sobradamente además el agotamiento del sistema político, que permite la proliferación de partidos, que viven de su comercialización, así como de un Congreso que se permite, entre otras aberraciones, la imposición de gastos para uso de los parlamentarios sin ningún tipo de control.
Aunque el próximo Congreso ya se elegirá sin financiación privada será necesario un gran proceso de democratización. Al igual que el poder judicial, que en esta crisis ha jugado un papel arbitrario, con decisiones que solo puede asumir un órgano sin control democrático, con jueces con mandatos eternos.
Una derrota de la derecha abre camino también para el rescate de la economía brasileña, retomando la vía del desarrollo, con distribución de rentas, expansión del mercado interno del consumo popular, con un nuevo impulso de las políticas sociales. Estas van a quedar bajo la responsabilidad de Lula dentro del Gobierno, así como los grandes proyectos de infraestructuras.
En resumen, en las próximas semanas y días Brasil decide la fisonomía que el país va a tener en toda la primera mitad del siglo XXI, con consecuencias directas para todo el continente.
La crisis ha puesto de manifiesto que el país no puede seguir como ha estado hasta ahora. La lucha política decide el camino que va a tomar Brasil.
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