Robert Skidelsky, Project Syndicate
En 1935, John Maynard Keynes escribió a George Bernard Shaw: “Creo estar escribiendo un libro sobre teoría económica que revolucionará en gran medida – supongo que no enseguida, pero sí en el curso de los próximos diez años – el modo de pensar del mundo acerca de los problemas económicos”. Y, de hecho, la obra más destacada de Keynes, La teoría general del empleo, el interés y el dinero, publicada en febrero de 1936, transformó la economía y la formulación de políticas económicas. Ochenta años más tarde planteo la siguiente pregunta: ¿Se mantiene aún viva la teoría de Keynes?
Dos elementos del legado de Keynes parecen estar asegurados. En primer lugar, Keynes inventó la macroeconomía – la teoría de la producción en su conjunto. Denominó a su teoría con la palabra “general” para distinguirla de la teoría pre-keynesiana, que asumía un nivel único de producción – el pleno empleo.
Al mostrar cómo la economía podría permanecer atrapada en un equilibrio de “subempleo”, Keynes desafió la idea central de la economía ortodoxa de su tiempo: que indicaba que los mercados de todas las materias primas, incluyéndose entre ellas a la mano de obra, se equilibran de forma simultánea y automática mediante los precios. Además, el desafío planteado por Keynes implicó una nueva dimensión para la formulación de políticas: los gobiernos pueden tener la necesidad de incurrir en déficits para mantener el pleno empleo.
Las ecuaciones agregadas que sustentan la “teoría general” de Keynes aún están ampliamente presentes en los libros de texto de economía y dan forma a la política macroeconómica. Incluso aquellos que insisten que las economías de mercado gravitan hacia el pleno empleo se ven obligados a defender su posición dentro del marco teórico que Keynes creó. Los banqueros de los bancos centrales ajustan las tasas de interés para garantizar un equilibrio entre la demanda total y la oferta total, ya que gracias a Keynes, se sabe que el equilibrio podría no producirse de manera automática.
El segundo gran legado de Keynes es la noción de que los gobiernos pueden y deben prevenir las depresiones. La aceptación generalizada de este punto de vista se puede ver en la diferencia entre la fuerte respuesta en la forma de políticas al colapso ocurrido durante el período 2008-2009 y la reacción pasiva que se dio ante la Gran Depresión de 1929-1932. Tal como el premio Nobel Robert Lucas, quien es contrario a Keynes, admitió en el año 2008: “Supongo que en la trinchera todo el mundo es keynesiano”.
Habiendo dicho esto, se debe indicar que la teoría del equilibrio del “subempleo” de Keynes ya no es aceptada por la mayoría de los economistas y formuladores de políticas. La crisis financiera mundial del año 2008 lo confirma. El colapso desacreditó la versión más extrema del enfoque que señala que la economía se autoajusta óptimamente; sin embargo, no restauró el prestigio del enfoque keynesiano.
Sin lugar a dudas, fueron las medidas keynesianas las que detuvieron el desplazamiento a la baja de la economía mundial. Sin embargo, también cargaron a los gobiernos con grandes déficits, que pronto llegaron a ser vistos como obstáculos para la recuperación – lo contrario de lo que Keynes enseñó. Ya que el desempleo aún era elevado, los gobiernos volvieron a la ortodoxia pre-keynesiana, recortando el gasto para reducir sus déficits – y socavaron la recuperación económica en el proceso.
Hay tres razones principales para este retroceso. En primer lugar, nunca se invalidó completamente la creencia en el poder que tienen los precios dentro de una economía capitalista para equilibrar el mercado laboral. Por lo tanto, la mayoría de los economistas llegaron a considerar que la persistencia del desempleo era una circunstancia extraordinaria que surge sólo cuando las cosas van muy mal, y que ciertamente no es el estado normal de las economías de mercado. El rechazo al concepto de incertidumbre radical de Keynes se encontraba en el corazón de esta reversión hacia el pensamiento pre-keynesiano.
En segundo lugar, las políticas keynesianas de posguerra sobre la “gestión de la demanda”, a las cuales se otorgó el mérito de haber producido el gran auge posterior al año 1945, se encontraron con problemas de inflación a finales de la década de 1960. Alertados sobre el empeoramiento del trueque entre inflación y desempleo, los formuladores de políticas keynesianos trataron de sostener el auge a través de la política de ingresos – controlar los costos salariales mediante la firma de acuerdos nacionales con los sindicatos.
A partir de la década de 1960 hasta finales de la década de 1970, se intentó aplicar esta política de ingresos en muchos países. A lo sumo, se lograron éxitos temporales, pero las políticas siempre fallaron. Milton Friedman proporciona una razón que cuadraba con el creciente desencanto respecto a los controles de precios y salarios, y que reafirmó el punto de vista pre-keynesiano sobre cómo funcionan las economías de mercado. La inflación, dijo Friedman, sobrevino debido a los intentos de los gobiernos keynesianos por obligar a reducir el desempleo por debajo de su tasa “natural”. La clave para recuperar la estabilidad de los precios fue abandonar el compromiso de pleno empleo, debilitar a los sindicatos, y desregular el sistema financiero.
Y, de esta forma renació la vieja ortodoxia. El objetivo de pleno empleo fue sustituido por un objetivo de inflación, el desempleo fue dejado a que por sí solo busque su tasa “natural”, fuera la que fuese. Con este equipo de navegación defectuoso los políticos tuvieron que navegar a todo vapor para enfrentar a los témpanos del año 2008.
La última razón para que el keynesianismo caiga de su pedestal fue el desplazamiento ideológico hacia la derecha que comenzó con la primer ministro británica Margaret Thatcher y el presidente estadounidense Ronald Reagan. Este desplazamiento se debió más a la hostilidad existente hacia el Estado agrandado que surgió después de la Segunda Guerra Mundial y menos al rechazo de las políticas keynesianas propiamente dichas. La política fiscal keynesiana quedó atrapada en fuego cruzado, ya que muchos en la derecha la condenaron como una manifestación de la “excesiva” intervención del gobierno en la economía.
Dos reflexiones finales sugieren un papel renovado, aunque más modesto, para la economía keynesiana. Para la ortodoxia pre-2008, un shock aún mayor que el colapso per se fue la revelación del poder corrupto del sistema financiero y el grado en que los gobiernos posteriores al colapso permitieron que sus políticas sean redactadas por los banqueros. Controlar los mercados financieros en favor de los intereses de la justicia social y el pleno empleo se asienta directamente en la tradición keynesiana.
En segundo lugar, para las nuevas generaciones de estudiantes, la relevancia de Keynes puede situarse en menor magnitud en sus remedios específicos para el desempleo en comparación con la mayor prominencia que pudiese tener la crítica de Keynes a su profesión en cuando a modelados construidos sobre la base de supuestos irreales. Los estudiantes de economía deseosos de escapar del mundo esquelético de agentes optimizadores hacia un mundo de seres humanos plenos e integrales que se sitúan dentro de sus historias, culturas e instituciones se darán cuenta que la economía de Keynes es inherentemente comprensiva de dichos deseos. Esa es la razón por la que espero que Keynes tenga presencia viva dentro de 20 años, cuando se cumpla el centenario de la Teoría General, y que, posteriormente, se mantenga por mucho tiempo más.
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Project Syndicate. Traducción de Rocío L. Barrientos.
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