Tom Branble, Viento Sur
El hundimiento de la bolsa de valores china a lo largo de las últimas cuatro semanas confirma que por mucho que los adalides del capitalismo pretendan que este sistema crea riqueza para la mayoría, no deja de ser un sistema anárquico, responsable de la ruina de millones de personas. El pasado 12 de junio, el valor de las acciones alcanzó su punto máximo, tras un crecimiento del 150% durante los doce meses precedentes. Los precios de las acciones han caído ahora un 35%, al cundir el pánico entre los inversores.
Cuando cae el mercado, se lleva consigo los ahorros de toda la vida de muchas decenas de millones de trabajadores chinos y miembros de la clase media, que constituyen el 80% de los inversores. Estos inversores, que en su mayoría han tomado prestado dinero aportando el valor de las acciones como garantía (una práctica denominada “préstamos de margen” en la jerga financiera), están vendiendo ahora sus acciones en un mercado que desciende día a día. En algunos casos venden por miedo a que el precio siga cayendo. Más a menudo están obligados a vender porque los prestamistas insisten en cubrir sus pérdidas.
Estos son los que tienen suerte. Con cerca de tres cuartas partes del mercado de valores congelado debido a la suspensión de las cotizaciones y la activación de la limitación de pérdidas (la cotización se suspende cuando el precio de la acción desciende más del 10% a lo largo del día), muchos otros inversores no tienen más remedio que permanecer mirando desde la grada. El coste humano del estallido de la burbuja es tremendo: empobrecimiento y pérdida de la dignidad para muchos, angustia y suicidios cuando las víctimas se enfrentan a su futuro arruinado.
El timo de la estampita
Los inversores chinos han sido víctimas de un cruel engaño. El gobierno empujó a los trabajadores y ciudadanos de clase media a especular en el mercado de valores. En China no existe una seguridad social; la atención sanitaria, que antes era gratuita, ahora resulta cara. La vivienda, que antes estaba garantizada por el Estado y por empresas públicas, se halla ahora en manos del sector inmobiliario y de la construcción. El coste de la enseñanza crece rápidamente y las pensiones son bajas. De ahí que muchos trabajadores chinos hayan renunciado al gasto en productos y servicios cotidianos con ánimo de incrementar sus ahorros –que llegaron a sumar el equivalente al 30% del PIB–, simplemente para evitar la recaída en la pobreza. Han prescindido de algunas cosas buenas en la vida para asegurarse de que puedan pagar las facturas del hospital y evitar la indigencia cuando sean viejos.Los bancos no pagan muchos intereses sobre los depósitos, de manera que la gente busca otros mecanismos para incrementar sus ahorros. Durante varios años, el mercado inmobiliario estuvo en auge y las inversiones en él generaban beneficios, pero ahora se ha desinflado y el dinero ha huido del mercado inmobiliario a la bolsa. El gobierno chino y los medios de comunicación animaron a los inversores a adquirir acciones, afirmando que estas eran una vía segura para ganar dinero.
El programa del presidente Xi Jinping desde que asumió el cargo en 2013 ha consistido en promover el capitalismo chino por dos vías: integrar más profundamente el mercado financiero chino en el mercado mundial e impulsar el consumo interior. En relación con la primera vía, el gobierno permite ahora a los inversores occidentales adquirir acciones de empresas chinas a través de la bolsa de Hong Kong. En cuando al consumo interior, el gobierno anima a la gente a comprar acciones con la esperanza de que la proliferación de carteras de valores en manos de la clase media y de los trabajadores mejor pagados favorezca el consumo por parte de estos sectores, compensando de este modo el descenso de las exportaciones chinas y reequilibrando la demanda interior excesivamente escorada a la inversión. A ojos del gobierno, el auge del mercado de valores permitiría además a las empresas públicas endeudadas negociar préstamos para la financiación de su actividad.
El banco central, el llamado Banco Popular de China, ha hecho mucho por alimentar la burbuja convenciendo a millones de personas de que invirtieran sus ahorros en acciones. Rebajó los tipos de interés y relajó los niveles de reservas requeridos a los bancos, permitiéndoles prestar más. Facilitó el acceso de los bancos a fondos baratos, y a mediados de abril, en una traca final, permitió a los particulares abrir hasta 20 cuentas de negociación de acciones, provocando así una explosión de actividad negociadora y crediticia. Los préstamos de margen se dispararon, sextuplicándose en un periodo de 12 meses. Esta actividad no venía respaldada por un crecimiento de la economía productiva, que en realidad experimentaba la tasa de crecimiento más baja de muchos años. El gobierno reforzó asimismo la credibilidad de todo este ejercicio vinculando el mercado de valores a la solidez del liderazgo chino del presidente Xi. ¿Quién iba a apostar contra el poderío del Partido Comunista Chino, cuya mano alcanza hasta todos los rincones de la economía china?
La caída
Ahora el castillo de naipes se ha hundido. Los intentos del gobierno de evitar el colapso del mercado de valores no han servido de nada. Cada una de las medidas no parece sino convencer a los inversores de que el gobierno ha perdido el control y de que lo peor todavía está por llegar. En efecto, estas medidas, temerarias como son, casi garantizan que lo peor está por llegar. El hundimiento agravará los problemas de la economía productiva, y es probable que la destrucción de la noche a la mañana de una inmensa riqueza de los hogares haga que descienda el consumo y por tanto frene todavía más el crecimiento chino. Preocupa también la posibilidad de que el colapso del mercado de valores repercuta también en los bancos cuando se liquiden las acciones que servían de garantía de los préstamos bancarios. El mercado inmobiliario, que de por sí ya está deprimido, se verá afectado negativamente por los problemas de la banca.El gobierno chino todavía cuenta con una serie de instrumentos fiscales y monetarios para limitar la repercusión del descalabro de la bolsa en la economía en general. Sin embargo, cuando se combinan con otros problemas de difícil solución, como las enormes deudas de los ayuntamientos y la capacidad excedentaria crónica en la industria y el sector inmobiliario, el viento en contra arrecia. Siendo China actualmente la segunda economía más grande del mundo y el mercado principal de numerosos países, la volatilidad de su economía preocupa como nunca antes. Los mercados de materias primas ya se encontraban en fase descendente antes de que estallara esta crisis. En estos momentos están acelerando la caída porque los inversores chinos venden todos los activos que pueden con el fin de obtener liquidez para hacer frente a los pagos y porque la desaceleración del crecimiento chino mermará la demanda de recursos y de energía. El precio del mineral de hierro ha descendido a menos de 45 dólares la tonelada, y los del cobre, el níquel, el aluminio y el cinc también descienden, mermando las perspectivas de Australia y otros países exportadores de materias primas.
La información periodística de la prensa financiera destaca por su indiferencia ante los millones de personas que se enfrentan ahora a un crudo futuro. Los mercados suben, los mercados bajan: nada fuera de lo normal. Sin embargo, la cobertura de China contrasta con la de Grecia. La caída de las acciones ha supuesto una pérdida de valor de 3,4 billones de dólares del mercado de valores de China, poco menos que el equivalente al valor total del PIB de Alemania, pero la cobertura en los medios se limita a las páginas económicas. La deuda de Grecia, en cambio, asciende a 354 000 millones de dólares, que solo representan una décima parte de las pérdidas chinas.
El desastre de los mercados chinos tiene sus propias características, pero no augura nada bueno para Occidente. Pese a las diferencias concretas, en Norteamérica, Europa y Japón se ha aplicado el mismo programa gubernamental de inflación de activos -empujando al alza el valor de las acciones y los bonos en un intento de estimular la economía real- desde que estalló la crisis financiera mundial. En Occidente, este programa se denomina “expansión cuantitativa” y ha sido responsable de la reducción de los tipos de interés a los niveles más bajos de la historia, del crecimiento de los mercados bursátiles y de la acumulación de fortunas por parte de las entidades financieras y los inversores acaudalados. En la vertiente de la inversión productiva, en cambio, el efecto ha sido casi nulo.
En Occidente, el desmantelamiento del Estado de bienestar y el mayor recurso a los fondos de pensiones privados en vez de las pensiones públicas también han llevado a que la suerte de cientos de millones de trabajadores dependa ahora de los vaivenes de los mercados de valores. Las caras demacradas de ciudadanos chinos que asisten actualmente a la disipación de sus perspectivas de futuro podrán verse también, pronto o tarde, en los países occidentales.
El hundimiento de la bolsa tendrá consecuencias políticas en China. La burbuja bursátil era un plan consciente urdido por el presidente Xi para reequilibrar la economía, y con el colapso del mercado de valores, la credibilidad de Xi ante otros dirigentes rivales del partido estará por los suelos, lo que estimulará las batallas fraccionales en el seno de la clase dominante. Y fuera de la clase dominante, entre los millones de personas desesperadas que han perdido sus ahorros, cundirá el resentimiento. La gente estará enfadada con el gobierno, que hace apenas unas semanas todavía afirmaba que invertir en acciones eras una apuesta segura. También se percatarán de que muchos de los grandes inversores se descolgaron del mercado algunas semanas antes del colapso. Aunque esta rabia no se exprese en manifestaciones callejeras (que de todos modos no cabe descartar), en las mentes de muchos chinos cundirá la idea de que la elite dirigente no se preocupa para nada de su suerte.
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