Alejandro Nadal, La Jornada
Las crisis del capitalismo son como el cambio de piel de una serpiente. Cuando el animal ha crecido, la vieja piel que estorba debe ser abandonada. En los ofidios, la capa córnea de la epidermis es abandonada como un manto viejo que conserva la forma de su último ocupante. Pero la operación es regulada por cambios hormonales endógenos. La vieja camisa queda atrás como vestigio de una etapa de crecimiento mientras, emerge un animal revestido de una nueva y más eficaz envoltura.
El capital tiene una gran capacidad de adaptación que le permite abandonar las obsoletas estructuras epidérmicas cuando ya no le son funcionales. Por ejemplo, durante los años dorados de expansión capitalista (1945-1975) el capital no tuvo problema en adaptarse a una situación de bonanza para la clase asalariada. El aumento de salarios que acompañó al incremento de productividad sustentó el dinamismo de la demanda agregada. La inversión tuvo incentivos robustos porque la demanda se anunciaba estable y fiel. Pero al mismo tiempo el metabolismo profundo del capital llevó la tasa de ganancia al estancamiento y después al decrecimiento.
En la década de los años setenta se presentan todas las condiciones que exigen una muda de piel. El estancamiento en esos años se acompañó de un proceso inflacionario que el capital identificó como la peor amenaza. La coyuntura fue aprovechada para transformar el régimen de acumulación de la posguerra porque el capital ya lo percibía como obsoleto e incluso peligroso. El objetivo aparente fue terminar con la inflación, pero la intención era más profunda.
El trabajo es el contrario del capital. Pero mientras el capital encuentre espacios de rentabilidad adecuados en un esquema de acumulación apuntalado por una demanda agregada sólida, tolerar al contrario con salarios al alza no le representó mayor problema. Todo cambió cuando la tasa de ganancia decreció entre 1966 y 1978. En un contexto en el que las ganancias sufren, el capital no tuvo empacho en desmantelar el régimen de acumulación anterior. Para cuando la tasa de ganancias se recuperó en los años ochenta la serpiente ya ostentaba otra envoltura.
El explosivo aumento en las tasas de interés decretado por la Reserva Federal (bajo la dirección de Paul Volcker) en 1979 estuvo dirigido inicialmente a frenar las presiones inflacionarias. Pero el brutal incremento en los tipos de interés desencadenó una recesión mundial y provocó la crisis de la deuda de los años ochenta. Dicha crisis fue aprovechada para comenzar a cambiar las prioridades de política macroeconómica y para desmantelar las instituciones que habían sido funcionales en la posguerra. Muy pronto el capital se percató de que podía despojarse de la piel que había servido en la posguerra y que ahora era un estorbo.
La destrucción del estado de bienestar es la muda de piel que desemboca en el neoliberalismo. El proceso es complejo y ha sido distinto en cada país y ha estado marcado por las características de su historia. Por ejemplo, en México la destrucción arranca puntualmente en 1982 al declararse la insolvencia. La destrucción de las instituciones del Estado mexicano continúa hasta nuestros días. En Estados Unidos se dejaron en pie muchas instituciones ligadas al régimen de acumulación de la posguerra pero a partir de 1973 se frenó el aumento de los salarios. A partir de 1975 el endeudamiento de las familias se convirtió en uno de los pilares para sostener la demanda agregada y el salario dejó de ser el referente central para la reproducción de la fuerza de trabajo.
En Europa el proceso arranca en los años noventa. El Tratado de Maastricht no sólo convirtió a la Comunidad Económica Europea en Unión, sino que entronizó las prioridades neoliberales en la política macroeconómica. En 1999 se establece la unión monetaria y se consolida la victoria del capital financiero. Hoy el afianzamiento neoliberal es tan completo que puede imponer una gran falsificación histórica: la crisis financiera del sector privado es presentada hoy como una crisis de endeudamiento público. Los datos desmienten esta torcida visión de las cosas, pero los medios moldean la opinión pública a su antojo.
El cambio de piel le permite a la serpiente sobrevivir y crecer. Es igual con el capital. Pero ¿qué clase de criatura emerge de esta muda de piel? Por el momento parece ser que el capital financiero seguirá marcando el derrotero de la política económica. Sus prioridades han moldeado la respuesta a la crisis. Por un lado la austeridad y la consolidación fiscal profundizaron la recesión y el desempleo. Por el otro, la llamada flexibilidad monetaria sólo ha beneficiado a los bancos, al impedir que se desplome el sistema de pagos con dinero emitido por los bancos.
El capitalismo mundial en su nuevo ropaje enfrenta grandes desafíos. Pero entre sus tareas pendientes no se encuentra eliminar la desigualdad, ni abrir nuevas oportunidades a los desposeídos. Las clases trabajadoras tendrán que arrancarle al capital las condiciones para alcanzar esos objetivos.
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