Bradford DeLong, Project Syndicate
A través de un sinuoso recorrido por Internet –Paul Krugman, de la Universidad de Princeton, citó a Mark Thoma, de la Universidad de Oregon, en su lectura del Journal of Economic Perspectives– llegué a una copia de un artículo escrito por Emmanuel Saez, cuya oficina está a 15 metros de la mía sobre el mismo corredor, y el premio Nobel de Economía Peter Diamond. Saez y Diamond proponen que la tasa impositiva marginal que las sociedades del Atlántico Norte deben imponer a sus ciudadanos más ricos es del 70%.
Es una afirmación fascinante, dada la manía de recortes impositivos que ha prevalecido en esas sociedades durante los últimos 30 años, pero la lógica de Diamond y Saez es clara. Los superricos controlan y disponen de tantos recursos que realmente están saciados, aumentar o disminuir su riqueza no afecta su felicidad. Por lo tanto, sin importar cómo ponderemos su felicidad en relación a la de los demás –ya sea que los consideramos loables industriales que merecen sus encumbradas posiciones, o como ladrones parásitos– sencillamente no podemos hacer nada que la afecte a través de aumentos o disminuciones de sus impuestos.
La consecuencia inevitable de este argumento es que cuando calculamos la tasa impositiva para los superricos no debemos considerar el efecto de sus variaciones sobre su felicidad, ya que sabemos que es cero. Por el contrario, la pregunta central debe ser el efecto de un cambio en sus tasas impositivas sobre el bienestar del resto de nosotros.
De esta simple concatenación lógica deriva como conclusión nuestra obligación moral de gravar a nuestros superricos en la cima de la curva de Laffer: cobrarles impuestos para obtener la mayor cantidad de su dinero posible, hasta llegar al punto más allá del cual su reasignación de energía y talento para evitar impuestos y protegerse implicaría que cualquier gravamen adicional no elevaría sino reduciría los ingresos.
La lógica económica utilitarista es clara. Sin embargo, probablemente más de la mitad de nosotros rechacemos la conclusión alcanzada por Diamond y Saez. Creemos que es incorrecto gravar a nuestros superricos, exprimiéndolos como a frutos maduros hasta el punto en que más impuestos solo nos dejarían con menos semillas. Y pensamos así por dos motivos, ambos planteados hace más de dos siglos por Adam Smith –no en su obra más famosa, La riqueza de las naciones, sino en un libro mucho menos comentado, La teoría de los sentimientos morales.
El primer motivo corresponde a quienes viven de rentas. Según Smith,
«Alguien ajeno a la naturaleza humana, quien viese la indiferencia de los hombres a la miseria de sus subordinados y la forma en que se lamentan e indignan por las desgracias y sufrimientos de sus superiores, podría imaginar que el dolor debe ser más atroz y las convulsiones de la muerte más terribles para las personas de mayor rango que para los de puestos más mediocres...»
Pensamos así, cree Smith, porque simpatizamos naturalmente con los demás (si escribiese hoy, seguramente recurriría a los «neutrones espejo»). Y cuanto más agradables son nuestros pensamientos sobre las personas o los grupos, más tendemos a simpatizar con ellos. Que el estilo de vida de los ricos y famosos «parezca casi la idea abstracta de una situación perfecta y feliz» nos lleva a «lamentar [...] que algo pueda echar a perder y corromper una situación tan agradable! Hasta podríamos desearles la inmortalidad...».
El segundo motivo se aplica a los ricos trabajadores, personas del tipo que
«se dedica siempre a perseguir riqueza y grandeza [...] Con la diligencia más implacable trabaja día y noche [...] sirve a quienes odia y es obsequioso con quienes desprecia... En los últimos instantes de vida, con su cuerpo desgastado por el esfuerzo y las enfermedades, su mente amargada y alterada por la memoria de mil injurias y desilusiones [...] finalmente comienza a descubrir que la riqueza y la grandeza son meras baratijas de nimia utilidad [...] El poder y riquezas [...] alejan el chubasco de verano, no la tormenta de invierno, y lo dejan tan expuesto como antes, y a veces más aún, a la ansiedad, el miedo y el dolor; a las enfermedades, el peligro y la muerte...».
En resumen: por un lado, no deseamos interrumpir la felicidad perfecta del estilo de vida de los ricos y famosos; por otra parte, no queremos sumar problemas a los de quienes han agotado su posesión más preciosa –su tiempo y energía– en perseguir chucherías. Los dos argumentos no guardan coherencia, pero eso no importa. Ambos inciden sobre nuestra forma de pensar.
A diferencia de los actuales economistas especializados en finanzas públicas, Smith entendía que no somos calculadores racionales utilitarios. Ciertamente, ese es el motivo de nuestro desastroso desempeño colectivo hasta el momento, que hemos presenciado durante la última generación con relación al enorme aumento de la desigualdad entre la clase media industrial y los superricos plutocráticos.
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