Paul Krugman, The New York Times
En aproximadamente un mes, si no se hace nada, el Gobierno federal alcanzará su límite legal de deuda. Habrá consecuencias nefastas si este límite no se eleva. En el mejor de los casos, sufriremos una desaceleración económica; en el peor, nos volveremos a hundir en las profundidades de la crisis financiera de 2008 y 2009.
Entonces, ¿es impensable que no se eleve el tope de la deuda? En absoluto. Muchos expertos siguen satisfechos con el límite de la deuda; según ellos, la gravedad de las consecuencias que tendría el no elevar el tope garantiza que, al final, los políticos harán lo que tienen que hacer. Pero esta complacencia no tiene en cuenta dos hechos importantes respecto a la situación: el extremismo del actual Partido Republicano y la acuciante necesidad de que el presidente Obama ponga coto a la extorsión de ahora en adelante.
Hablemos de cómo hemos llegado a esta situación. El límite de la deuda federal es una extraña singularidad de la ley presupuestaria estadounidense: puesto que la deuda es consecuencia de las decisiones relacionadas con los impuestos y el gasto, y el Congreso ya toma esas decisiones sobre los impuestos y el gasto, ¿por qué se necesita una votación adicional en relación con la deuda? Históricamente, el límite de la deuda se ha considerado un detalle sin importancia. Durante la Administración del expresidente George W. Bush (que sumó más de cuatro billones de dólares a la deuda nacional), el Congreso, sin demasiada ostentación, votó a favor de elevar el tope de la deuda al menos siete veces.
De modo que usar el límite de la deuda para obtener concesiones políticas mediante amenazas es algo nuevo en la política estadounidense. Y parece que a Obama le ha pillado completamente por sorpresa. El pasado diciembre, después de que Obama accediese a ampliar las bajadas de impuestos de Bush (una medida que muchos, entre los que me incluyo, considerábamos a todos los efectos una concesión al chantaje republicano), Marc Ambinder, de The Atlantic, preguntaba por qué el pacto no había incluido una elevación del límite de la deuda, a fin de anticiparse a otra encerrona (son palabras mías, no de Ambinder).
La respuesta del presidente parecía poco sabia incluso entonces. Aseguró que "nadie, demócrata o republicano, está dispuesto a ver cómo se hunden por completo la fe y el crédito del Gobierno de Estados Unidos", y que estaba seguro de que John Boehner, como presidente de la Cámara de Representantes, aceptaría sus "responsabilidades de gobierno".
Bueno, ya hemos visto cómo ha salido aquello.
Ahora bien, Obama estaba en lo cierto respecto a los peligros de no elevar el límite de la deuda. De hecho, subestimó el problema al centrarse únicamente en la confianza financiera. No es que el problema de la confianza sea banal. El no elevar el límite de la deuda -que, entre otras cosas, afectaría a los pagos de la deuda actual- podría convencer a los inversores de que Estados Unidos ya no es un país serio y responsable, lo cual tendría consecuencias desastrosas. Además, nadie sabe lo que una suspensión de pagos de Estados Unidos le haría al sistema financiero mundial, que parte de la premisa de que la deuda del Gobierno de Estados Unidos es el activo seguro por excelencia.
Pero la confianza no es lo único que está en juego. El no elevar el límite de la deuda también obligaría al Gobierno a hacer recortes del gasto drásticos e inmediatos, a una escala que haría parecer pequeña la austeridad que actualmente se le está imponiendo a Grecia. Y no se crean las tonterías sobre las ventajas de recortar el gasto que se han apoderado de gran parte de nuestra retórica pública: recortar drásticamente el gasto en un momento en el que la economía está profundamente deprimida destruiría cientos de miles, y muy posiblemente millones, de puestos de trabajo.
Por consiguiente, el no alcanzar un acuerdo sobre la deuda tendría consecuencias muy negativas. Pero el problema es este: Obama debe estar preparado para hacer frente a esas consecuencias si quiere que su presidencia sobreviva.
Tengan en cuenta que a los dirigentes republicanos les da exactamente igual el grado de endeudamiento. Por el contrario, están utilizando la amenaza de una crisis de la deuda para imponer un programa ideológico. Si tenían alguna duda sobre esto, la rabieta de la semana pasada debería haberles convencido. Los demócratas que participaban en las negociaciones sobre la deuda sostenían que, dado que se supone que estamos en graves dificultades fiscales, deberíamos hablar de limitar las deducciones fiscales para los aviones de empresa y los administradores de fondos de cobertura, del mismo modo que hablamos de recortar drásticamente la ayuda a los pobres y desfavorecidos. Y los republicanos, en respuesta, abandonaron las conversaciones.
Así que lo que realmente se está produciendo es una extorsión pura y dura. Tal como lo expresa Mike Konczal, del Instituto Roosevelt, lo que el Partido Republicano ha hecho en la práctica es volver con sus bates de béisbol en mano y decir: "Bonita economía tenéis. Sería una verdadera lástima que le ocurriese algo".
Y el motivo por el que los republicanos hacen esto es que deben de creer que funcionará: Obama dio su brazo a torcer en los recortes de impuestos y ellos esperan que vuelva a haberlo. Creen que llevan la delantera porque la opinión pública culpará al presidente de la crisis económica que ellos amenazan con provocar. De hecho, es difícil evitar la sospecha de que los dirigentes republicanos en realidad quieren que la economía vaya mal.
En resumen, los republicanos creen que tienen cogido a Obama, que puede que él siga viviendo en la Casa Blanca pero que, a efectos prácticos, su presidencia ya ha terminado. Es hora -y desde hace ya mucho- de que les demuestre que se equivocan.
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