Elon Musk está destrozando al gobierno de los Estados Unidos. Si leyera algo de teoría marxista del Estado, al menos entendería cómo funciona
David Calnitsky, Jacobin
Elon Musk y Donald Trump están intentando transformar la arquitectura del gobierno federal. Bajo su influencia, el Estado estadounidense no es simplemente un vehículo para una amplia gobernanza capitalista sino una herramienta para el enriquecimiento personal de las élites empresariales individuales.
Muchos de los recortes que hasta ahora le aplicó el Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés) al gasto público siguen siendo más performativos que transformadores, pero la intención es clara: destruir el aparato regulador, saquear los recursos públicos y erosionar una de las funciones básicas del Estado: proporcionar las condiciones para que el capitalismo se reproduzca. Un cambio verdaderamente transformador, como un recorte importante de Medicaid en el Congreso, marcaría un giro decisivo en esta trayectoria. Esto no es simplemente un ataque al estado administrativo; también es un intento de sustituir un sistema orientado al funcionamiento del capitalismo en su conjunto por otro que privilegia a capitalistas específicos.
Se pueden extraer lecciones de la teoría marxista, que, con su largo e inquebrantable historial de tener razón en este tipo de cuestiones, rara vez dejó pasar la oportunidad de enfatizar la diferencia entre el sistema capitalista en su conjunto y los agentes que actúan dentro de él.
El capitalismo, a pesar de su habitual salvajismo, requiere de un marco básico para funcionar: cierto grado de competencia, costosas inversiones públicas en educación y capital físico, la contención de externalidades, un sistema financiero semirregulado y el control de las prácticas comerciales más depredadoras. El Estado desempeñó tradicionalmente un papel crucial en el mantenimiento de estas condiciones, no por benevolencia sino por necesidad.
Las teorías marxistas del Estado reconocieron desde hace mucho tiempo que, para que el capitalismo se mantenga, el Estado debe actuar en nombre del capitalismo como sistema, y no simplemente a petición de los capitalistas individuales. Cuando el Estado abandona su función de supervisar la viabilidad a largo plazo del capitalismo y, en su lugar, atiende de forma limitada a empresas (o individuos) específicos, los resultados pueden ser ruinosos.
La teoría marxista del Estado, en su registro más opaco, denominó a esto como «autonomía relativa». Los marxistas tienen una cierta debilidad por lo que el teórico político griego Nicos Poulantzas llamó conceptos grandiosos y aterradores, pero la idea tiene su fuerza. Si un Estado no logra forjarse ni siquiera una modesta independencia de sus propios capitalistas de miras estrechas, descuida las condiciones mismas que el capitalismo necesita para perdurar.
Cuando los capitalistas gobiernan directamente, tienden a ser miopes, orientando al Estado a la ejecución de sus propios intereses estrechos e inmediatos. Los gobiernos que son directamente comandados por capitalistas tienden a vaciar las condiciones de acumulación. Con el tiempo, estos gobiernos se encuentran con una inmensa retroalimentación negativa y pueden ser eliminados de la historia. Para sobrevivir, el Estado requiere de cierta autonomía relativa respecto de los capitalistas.
En el Manifiesto Comunista, Karl Marx describió al Estado capitalista como «un comité para gestionar los asuntos comunes de toda la burguesía». Pero, ¿por qué «toda la burguesía» y no un sector reducido? La respuesta está en la durabilidad institucional. Cuando los gobiernos se convierten en herramientas para las ambiciones parroquiales de un puñado de excéntricos, se tambalean. Privados de su relativa autonomía, esos gobiernos toman malas decisiones y tienden a enfrentarse a presiones de selección. Cuando eliminan necesidades más generales de regulación, inversión y gasto, incurren en fuertes costos políticos y económicos, lo que a menudo convierte a sus Estados en regímenes estancados y políticamente frágiles. Esto puede obligarlos a adaptarse bajo presión. Sin embargo, si no corrigen el rumbo, corren el riesgo de ser reemplazados por rivales políticos. Incluso si perseveran, pueden ser marginados y, finalmente, superados por estados más estables y productivos en el escenario global. Tarde o temprano —muchas veces tarde—, la vida política y económica vuelven a realinearse en líneas generales.
Un poco de historia resumida aclara lo que está en juego. A principios del siglo XX, Argentina y Canadá eran economías de productividad relativamente alta con dotaciones de recursos similares. En aquel momento, no estaba nada claro qué nación se desarrollaría más rápidamente. Como muestran las estadísticas del PIB que figuran a continuación, en el primer tercio del siglo, Argentina parecía estar igual de preparada para convertirse en una potencia industrial a finales de siglo. Pero sus trayectorias políticas divergieron bruscamente.
En Canadá, el Estado mantuvo cierta autonomía relativa respecto al capital, lo que le permitió proporcionar la estructura básica de inversión, regulación y gasto estatales, condiciones esenciales para una expansión capitalista sostenida. Argentina, por el contrario, vio cómo su Estado era capturado por completo por facciones capitalistas específicas, que lo saqueaban en busca de ventajas a corto plazo, sin preocuparse por la estabilidad del sistema a largo plazo. Sus instituciones políticas se convirtieron en instrumentos de clientelismo, lo que frenó cualquier perspectiva de acumulación dinámica.
Esta lógica encontró su expresión más clara en el Tratado Roca-Runciman, un acuerdo entre Argentina y Gran Bretaña que favoreció en gran medida los intereses comerciales británicos (especialmente en la industria cárnica) y a los agroexportadores argentinos (especialmente a los grandes ganaderos). La economía argentina siguió encadenada a las exportaciones de materias primas, lo que benefició a algunos de los grandes terratenientes, pero ahogó la industrialización. Este es solo un ejemplo, pero cuanto mayor era la influencia directa de élites económicas específicas, más débil se volvía la autonomía del Estado. Y los resultados fueron evidentes: Argentina se sumió en una disfunción económica, atrapada en un modelo político frágil, mientras que Canadá avanzaba con dificultad, creciendo a un ritmo constante.
El punto de ruptura para Argentina llegó en 1930 con su primer golpe militar. Esto marcó el fin del gobierno democrático y sentó un precedente para la intervención militar que se repetiría a lo largo del siglo XX. Antes de 1930, la democracia en Argentina y Canadá, según los datos de Varieties of democracy que se muestran a continuación, era más o menos comparable. Pero después del golpe, las instituciones democráticas de Argentina se derrumbaron. No se recuperaron hasta el final de la última dictadura militar, a principios de la década de 1980.
Los datos económicos mostrados anteriormente cuentan una historia paralela: el PIB per cápita en los dos países había evolucionado casi al unísono hasta esta divergencia. Si bien el PIB es un indicador imperfecto del nivel de vida, sigue siendo una medida instructiva, y aquí su lección es clara: la trayectoria económica de Argentina flaqueó al igual que sus instituciones políticas, mientras que la de Canadá siguió al alza. El mecanismo de selección de la teoría marxista del Estado encuentra apoyo empírico en esta historia: los Estados cuyas superestructuras políticas descuidan las necesidades del capitalismo tienden a flaquear. En la jerga marxista, cuando la superestructura dejó de reforzar a la base, la base se derrumbó. Desde esta perspectiva, los sucesivos golpes de Estado de Argentina pueden interpretarse como un proceso de ensayo y error que solo se estabilizó cuando la gobernanza de la élite superó el dominio exclusivo de una sola facción económica.
Esta divergencia en las trayectorias nacionales no fue accidental. Refleja un mecanismo de selección que a menudo se pasa por alto en la teoría marxista del Estado: un Estado que no logra asegurar las condiciones para la acumulación capitalista corre el riesgo de desmoronar al propio sistema. El saqueo a corto plazo puede enriquecer a algún sector de la élite, pero sabotea la reproducción más amplia del capitalismo. Aunque la larga historia del capitalismo sugiere que las superestructuras políticas tienden a adaptarse a las bases económicas, no hay garantía de que sean funcionales en un momento dado. Como ocurre con cualquier mecanismo de selección, algunos organismos prosperan, otros se marchitan y son desechados.
Estados Unidos se enfrenta ahora a un punto de inflexión similar. Con Musk y Trump al mando, el Estado se está convirtiendo en un juguete para una pequeña parte de la élite. Si la historia sirve de guía, esta no es una receta para profundizar en el capitalismo estadounidense sino una fórmula para su desmantelamiento. Las teorías marxistas del Estado son atractivas precisamente porque son lo suficientemente ambiciosas como para ofrecer predicciones. En mi opinión, una versión de la teoría puede dar cabida a una inmensa democratización y reforma socialista. Pero un pronóstico directo que los teóricos marxistas del Estado le ofrecerían a los Estados Unidos de Trump es que es una fantasía creer que un Estado estrecho de clientelismo puede garantizar indefinidamente los amplios requisitos del capitalismo contemporáneo. La teoría sugiere que la disfunción —y el eventual fracaso del DOGE y proyectos similares— es el resultado más probable.
Como señaló recientemente el historiador Adam Tooze, Musk está lejos de ser el primero en destinar sumas colosales a causas políticas. La diferencia es que, históricamente, el retorno de esas inversiones políticas era más difuso. Al menos en la historia de EE. UU., ningún capitalista había tenido hasta ahora la inteligencia orgánica para simplemente instalarse como copresidente. Tal vez las élites anteriores hayan tenido razones para dudarlo.
Sospecho que este proyecto acabará desmoronándose: el retroceso democrático, junto con una contundente respuesta económica, impedirá un destino similar al de la Argentina de los años treinta. Pero incluso si el estado capitalista acaba por volver a alinearse con los requisitos funcionales de la economía, nada impide la existencia de un período prolongado e idiota de disfunción mientras se gestione el Estado a instancias de una pequeña comunidad de empresarios.
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