La presidencia de Jimmy Carter se vio profundamente limitada por las crisis económicas y políticas. Su falta de voluntad para adoptar una postura radical lo obligó a responder a estos acontecimientos imponiendo medidas de austeridad y haciendo poco por fortalecer el sector laboral.
Sean T. Byrnes, Jacobin
Digan lo que digan sobre la presidencia de Jimmy Carter, estaba claro que él mismo quería que fuera transformadora. Desde una toma de posesión discreta en 1977 (Carter se saltó la comitiva de automóviles y los bailes de etiqueta en favor de un atuendo formal y un paseo al aire libre por la Avenida Pensilvania) hasta promesas posteriores de restaurar la independencia energética estadounidense, reformar el sistema de bienestar social e incluso superar el “inmenso miedo al comunismo” que había dominado la política exterior estadounidense desde los años 40, el trigésimo noveno presidente se puso muchas cosas en la mesa.
Elegido presidente tras la catastrófica intervención estadounidense en Vietnam y en medio de tensiones raciales divisivas y una crisis económica generalizada, Carter esperaba, como lo expresó en su discurso inaugural, “reavivar el compromiso con… los principios [morales] básicos” y establecer un gobierno “competente y compasivo”.
Aunque Carter logró más de lo que generalmente se le reconoce —y sigue siendo uno de los hombres más decentes que han ocupado el cargo— su presidencia no logró generar la transformación fundamental que buscaba. En cambio, su mandato ayudó a establecer un patrón mucho más dudoso: presidentes demócratas con agendas políticas admirablemente ambiciosas que se vieron obstaculizados por la incapacidad de formar una coalición duradera o de frenar la erosión del apoyo a su partido entre las clases trabajadora y media.