lunes, 30 de diciembre de 2024

Misiles occidentales y su efecto


Nahia Sanzo, Slavyangrad

“Hace más de un mes, Ucrania obtuvo a bombo y platillo permiso para disparar misiles occidentales de largo alcance contra objetivos militares rusos. Pero tras disparar inicialmente una ráfaga de ellos, Ucrania ya ha ralentizado su uso”, escribía ayer The New York Times en uno de los muchos artículos que tratan la situación militar de la guerra centrándose en un único aspecto y sin aportar el más mínimo contexto sobre la situación en el frente. Como guerra proxy entre Occidente y Rusia, la efectividad de las armas de uno y otro origen es uno de los aspectos a tener en cuenta especialmente para la prensa, que ha ejercido durante este tiempo de correa de transmisión de la idea de la superioridad absoluta del equipamiento occidental sobre el ruso.

A ello ha contribuido especialmente el Gobierno ucraniano, que en ningún momento ha dudado en enaltecer las capacidades de las armas occidentales por encima de cualquier lógica, en ocasiones otorgándoles los éxitos que, en realidad, se habían conseguido con el uso de armas propias o la utilización combinada de armamento occidental y soviético. Es el caso, por ejemplo, de la destrucción del puente Antonovsky, el único de los puentes sobre el Dniéper destruido en esta guerra y que era clave para el suministro de las tropas rusas en la margen derecha del río, territorio que Moscú se vio obligado a abandonar sin ofrecer resistencia. La necesidad de alabar a sus proveedores era más importante que enaltecer las capacidades propias, un incentivo más para que Occidente continuara y aumentara el suministro de armas. En momentos de mayor necesidad, Ucrania decidió cambiar de discurso para abrazar la idea de la guerra proxy y ofrecer el país como laboratorio para que sus aliados pudieran probar sus armas contra las defensas rusas en situación de combate.

Cada fase de la guerra ha estado marcada por un arma milagrosa, todas ellas occidentales: los sistemas antitanque Javelin fueron el principal deseo de la fase en la que Ucrania temía una irrupción terrestre en Donbass; los HIMARS fueron el sistema más codiciado en los tiempos en los que Kiev quería detener el avance ruso para iniciar el proceso de presionar a Rusia; los Leopard fueron la exigencia de la preparación de la contraofensiva de 2023 y los F-16, la solución a su fracaso. La consolidación del frente y la cronificación de la guerra de trincheras hicieron inviable la idea de ganar la guerra recuperando una parte importante del territorio perdido, obligando a Rusia a ceder aún más. El plan B apareció rápidamente, de la misma forma que lo habían hecho versiones anteriores de las armas milagrosas. Atacar con misiles occidentales la retaguardia rusa conseguiría lo que dos años de guerra y el régimen de sanciones más severo del momento no habían podido hacer: impedir que Rusia continuara luchando de forma normal.

Durante los meses que se prolongó la campaña para conseguir que Joe Biden permitiera el uso de ATACMS, Storm Shadow y Scalps en territorio ruso más allá de Crimea, el principal argumento fue el efecto que habían tenido en la península, donde según medios como Foreign Policy los ataques han conseguido limitar el control ruso. El efecto de las armas no se mide en destrucción o muertes causadas, sino en su capacidad para conseguir los objetivos. No hay ninguna métrica con la que pueda argumentarse que el control ruso sobre Crimea se ha reducido, pero el tiempo y la necesidad de medidas drásticas para lograr mejorar rápidamente la posición de Ucrania en el frente durante los meses anteriores a la llegada de Donald Trump y su agenda pacifista fueron suficientes para garantizar a Zelensky lo que pedía. Ahora, el mismo medio que desveló la noticia de que los ataques en Rusia eran inminentes, pone en cuestión la capacidad de Ucrania de provocar el efecto deseado.

Desde que Kiev consiguió que el presidente de Estados Unidos levantara el veto al uso de misiles en territorio ruso, la situación en el frente no solo no ha cambiado, sino que incluso ha empeorado para Ucrania. Según la inteligencia británica, poco dada a publicar noticias desfavorables a su aliado, Kiev ha perdido alrededor de la mitad del territorio capturado en su ofensiva sorpresa de agosto. Y aunque retener cualquier parte de ese territorio en el momento en el que Trump tome posesión de su cargo el 20 de enero va a ser presentado como un éxito -doble, ya que, según Ucrania, no solo se enfrenta a Rusia sino a la República Popular de Corea-, las dificultades de Kursk se traducen también en pérdidas en Donbass, el frente principal. Pese a las buenas palabras de The New York Times, que incluso achaca la reducción en el uso de misiles en Rusia al intento de no alienar a Donald Trump, la realidad es que los bombardeos de territorio ruso no han minado la capacidad de las tropas rusas de continuar con sus ataques según el plan.

“Kiev se está quedando sin misiles”, se lamenta The New York Times, que añade también que “puede estar quedándose sin tiempo: el presidente electo Donald Trump ha afirmado públicamente que permitir el uso de misiles de largo alcance de fabricación estadounidense ha sido un grave error”. “Hasta el momento, los misiles han sido efectivos en algunas formas”, continúa el medio, que solo es capaz de nombrar un efecto positivo logrado por los bombardeos: obligar a Rusia a alejar parte de su infraestructura militar, algo que, en realidad, ya había comenzado desde el momento en el que Moscú dio por hecho que Kiev conseguiría que Estados Unidos permitiera el uso de los misiles que ya estaba suministrando a Ucrania para objetivos en Crimea y los territorios del sur. Esa previsión -lógica, ya que esta guerra ha demostrado que, con el tiempo, Kiev tiende a conseguir las armas que exige a sus aliados- eliminó el efecto sorpresa y limitó los daños que podían hacer los bombardeos. Es más, son los drones, mucho más abundantes, los que más capacidad han demostrado para causar daños a Rusia en infraestructuras que, como las refinerías, no puede trasladar a regiones interiores del país. The New York Times achaca el limitado efecto de los bombardeos a la escasez de misiles y el retraso en la toma de decisiones.

“En primavera, el presidente Biden cedió”, explica el medio. “La administración envió a Ucrania hasta 500 misiles de las reservas del Pentágono, afirman oficiales estadounidenses”, añade dando una cifra de una cantidad importante con la que se habría esperado algún resultado tangible que no se ha producido. “Aunque Ucrania no podía usarlos en Rusia, fueron disparados contra objetivos en los territorios del este de Ucrania controlados por Rusia y Crimea, capturada por Rusia en 2014, dirigidos a endurecer los puestos de mando y control, puntos de almacenamiento de tropas y otros búnkeres”, escribe el artículo, incapaz de explicar por qué las tropas rusas continuaron avanzando en su captura de territorio y Kiev ha tenido que elevar la apuesta para intentar mantener estable un frente que ha tambaleado en sus partes más fortificadas en el último año. Al final, el único problema que encuentra The New York Times para justificar por qué no hay resultados a la vista es el mismo que alega Ucrania: la lentitud en la toma de decisiones, que mina las capacidades ucranianas.

La conclusión es siempre la misma: las últimas armas milagrosas no han surtido el efecto deseado al no disponer de suficientes -aunque 500 misiles son una cantidad respetable, especialmente teniendo en cuenta que durante meses han estado fundamentalmente destinados a un territorio tan acotado como Crimea-, llegar demasiado tarde o suponer un dilema ante la llegada de Donald Trump. En cualquier caso, hay que insistir siempre en otra idea básica: pese a las amenazas, los bombardeos con armas occidentales en territorio ruso no han escalado la guerra.

“Dos oficiales estadounidenses explicaron que creen que Rusia intenta evitar una escalada de operaciones militares en Ucrania, especialmente con la elección del señor Trump, escéptico de la guerra desde hace tiempo, y teniendo en cuenta los recientes éxitos rusos en el campo de batalla”, añade el artículo, admitiendo, de facto, que los bombardeos no han causado el efecto deseado y que Rusia no ha intensificado la guerra porque no lo ha necesitado. The New York Times menciona el lanzamiento de un misil balístico de medio alcance, un Oreshnik disparado sin carga explosiva contra un objetivo habitual pero que Moscú sabe que no puede destruir con facilidad -la Unión Soviética construía su industria estratégica con capacidad para soportar este tipo de guerra-, pero insiste en que, en el resto de los casos, ha respondido a los ataques utilizando únicamente drones o misiles habituales.

El ejercicio de presión a las autoridades para aprobar el envío de nuevas armas o incrementar el flujo de las que ya se estaban suministrando exige catalogar cualquier acción del oponente como escalada -la presencia de tropas norcoreanas en Kursk- mientras se niega que cualquier efecto causado por esos envíos -como el uso de misiles hipersónicos y el anuncio de su producción masiva a modo de advertencia- sea en realidad una escalada. La secuencia de los hechos muestra que, desde que Ucrania invadió el oblast de Kursk y se autorizaron los ataques con misiles contra territorio ruso, la destrucción de infraestructuras civiles críticas para la supervivencia de la población han aumentado, un ejemplo objetivo de intensificación de la guerra como respuesta a la actuación ucraniana y occidental. Sin embargo, para quienes pretenden continuar con la espiral y defienden un cada vez más rápido suministro de armas, cualquier reacción que no implique una explosión nuclear puede ser tranquilamente utilizada como argumento para alegar que Ucrania ha invadido Rusia o bombardeado el territorio con armas de la OTAN y Rusia no ha hecho nada.


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