domingo, 17 de noviembre de 2019

Del Chile volcánico a la nueva constitución


Mauro Basaure, El Mostrador

Chile se parece a un volcán, según Clotario Blest: aparentemente calmo, pero con explosiones recurrentes de protesta social violenta. Hoy es un volcán en plena erupción y que libera una energía de protesta que había sido resistida y reprimida por años —por siglos dicen aquellos que decapitan estatuas de colonizadores y “pacificadores”. Este modelo volcánico de sociedad no solo perpetua el carácter destructivo del conflicto social, sino que además desaprovecha su potencial constructivo y democratizante. Mirado desde un punto de vista histórico todo esto parece como una condena, no muy distinta al hecho de ser uno de los países más telúricos del mundo.

No es un misterio para nadie que en todas las sociedades hay conflictos. Las sociedades capitalistas, en particular, los producen con un alto potencial de erosión de la cohesión social. Lo interesante no es tanto eso, como sí el hecho de que no todas las sociedades tratan esos conflictos del mismo modo. ¿Dónde reside la diferencia? ¿cómo se ha relacionado la sociedad chilena con los conflictos que ella misma produce? ¿qué tiene que ver esto con el cambio constitucional?

Hay dos tipos de sociedades a este respecto. Algunas son capaces de procesar conflictos, desactivando su poder destructivo y, al mismo tiempo, activando su poder de construcción democrática de la sociedad. Para ello es clave una institucionalidad cuya amplitud y profundidad permita el procesamiento de dichos conflictos de modo que sus contenidos sean inputs para producir cambios sociales. Inputs para una mayor democracia social cuando se aprovechan los conflictos redistributivos; para una mayor democracia política cuando se hacen fructificar los conflictos sobre el orden institucional y; por último, para una mayor democracia cultural cuando se trata de procesar y utilizar conflictos sobre el reconocimiento de la diversidad.

Estos procesos no necesariamente son producto de consensos y acuerdos, pueden serlo también del disenso y la hegemonía; clave es que se diriman de modo parlamentario, políticamente, mediante el uso de la palabra. De este modo, cohesión y conflicto se conjugan en una relación virtuosa según la que la institucionalidad procesa reflexivamente las demandas provenientes de una ciudadanía organizada.

Otro tipo de sociedades, como la chilena, están muy distantes de lo arriba descrito. Chile expresa una gran pobreza institucional a este respecto, partiendo por la ilegitimidad de su carta fundamental. Esa pobreza significa en concreto que los conflictos, propios a una sociedad capitalista, en vez de ser procesados y aprovechados, son resistidos y reprimidos. La conflictividad social, sin embargo, es como la energía: los esfuerzos por eliminarla solo hacen que ellos se transformen y terminen expresándose de modo extrainstitucional, disipándose hacia las calles, y muchas veces con tácticas violentas y de modo destructivo. Se agrega a ello que la respuesta represiva hace escalar la protesta y los grados de violencia.

Hay varios estudios que permiten evidenciar esto. En su artículo The democratic class struggle revisted, Edlund y Lindh (2015), muestran —mediante un análisis comparativo— que las sociedades con Estados de Bienestar han mostrado mayor capacidad de procesar constructivamente conflictos que aquellas con modelo económico y social de tipo liberal. Mientras las primeras producen más conflicto político (aquél procesado en las instituciones parlamentarias, mediante la palabra), las segundas producen más conflicto social (aquél que tiende mayormente a la tensión y la violencia). Se deriva de esto que el primer producto de estas sociedades, centradas en la cohesión social, no son tanto los derechos sociales, como una institucionalidad política de la que dichos derechos, su ampliación y profundización, son producto de conflictos tratados políticamente.

En contraste con ello, en el estudio (también comparativo) del PNUD en 2009, La Protesta social en América Latina, Chile aparecía en un lugar excepcional: con la menor cuantía en protestas sociales respecto de sus vecinos, pero acompañada de mucha mayor radicalidad en ellas, en el sentido de enfrentamiento y violencia. ¡Cuando la ciudadanía lograba organizarse y luchar se veía involucrada la violencia! Desde el 2011 esa ha sido la tónica.

Por último, un estudio del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES) muestra que en Chile se viene sucediendo una protesta social —primeramente, en materias distributivas, aunque también a nivel de la institucionalidad política y de orden cultural— cuya permanencia en el tiempo muestra que no había logrado permear el cierre de una institucionalidad que se limita, en lo fundamental, a resistirla y reprimirla. Esto hasta el estallido social de octubre de 2019, cuya fuerza explosiva logró traspasar todas las resistencias institucionales y sobrepasar sus respuestas represivas. Todo ello a un alto costo material y personal.

Chile aparece ahí como un volcán, según lo describiese Clotario Blest: aparentemente calmo, pero con explosiones recurrentes de protesta social violenta. Hoy es un volcán en plena erupción y que libera una energía de protesta que había sido resistida y reprimida por años —por siglos dicen aquellos que decapitan estatuas de colonizadores y “pacificadores”. Este modelo volcánico de sociedad no solo perpetua el carácter destructivo del conflicto social, sino que además desaprovecha su potencial constructivo y democratizante. Mirado desde un punto de vista histórico todo esto parece como una condena, no muy distinta al hecho de ser uno de los países más telúricos del mundo.

En la contribución a terminar con esa condena reside la relevancia de un cambio constitucional. Seguramente no es la panacea, pero la evidencia empírica —como la citada más arriba, entre otra— muestra que un cambio en la institucionalidad democrática (en orden a mejorar el procesamiento y aprovechamiento social de los conflictos), no solo conducen a mayor justicia social sino también mayor paz social, al menos en lo que respecta a la violencia política. Es esto lo que está en juego.

La clave de una constitución orientada a la cohesión social es en primer lugar político deliberativa; es decir de autonomía pública. La cuestión de los derechos sociales y un sistema de solidaridad viene por añadidura lógica. No hay nada de conservador, ni colectivista, ni menos nostálgico en ello, como lo sugiere Carlos Peña en su último desacierto (la columna “La hija en Blanco”.

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