Ya no parece tan seguro el blindaje de la mayoría republicana en el Senado, que será, a la postre, el órgano de poder que decida la suerte del presidente
Juan Antonio Sacaluga, Nueva Tribuna
Lo que no consiguió el informe Mueller lo ha puesto en marcha la denuncia anónima y en origen discreta de un miembro de los servicios de inteligencia. Si en el caso del Rusiagate no pareció encontrarse la pistola humeante, la prueba fatal que pusiera al turbulento presidente en el disparadero de su posible impeachment (destitución), en esta conexión ucraniana todo ha ido más rápido. Lo que no quiere decir que Trump tenga los meses contados, ni mucho menos. Pero ya no parece tan seguro el blindaje de la mayoría republicana en el Senado, que será, a la postre, el órgano de poder que decida la suerte del presidente.
Un anónimo denunciante (whistleblower), perteneciente al servicio interior de la Casa Blanca, ejerció la prerrogativa legal (casi una obligación ciudadana) de informar de unos comentarios, que él estimó no apropiados, vertidos por el Presidente durante una conversación telefónica con su colega de Ucrania, a finales de julio. Según revelaciones periodísticas, Trump habría presionado al joven y neófito Zelensky para que los servicios secretos ucranianos investigaran los negocios en aquel país del hijo del exvicepresidente norteamericano y precandidato presidencial Joe Biden y el papel que éste pudiera haber jugado en ellos, ya que Obama lo había encargado de seguir de cerca la situación en Ucrania. Entretanto, la Casa Blanca había congelado un paquete de ayuda de 400 millones de dólares al gobierno de Kiev, aprobado previamente por el Legislativo. La Casa Blanca asegura que esa decisión había sido adoptada antes de las conversaciones entre los presidentes. ¿Fue así?
EL DILEMA RECURRENTE DE LOS DEMÓCRATAS
Nada más saltar a la luz estos detalles, volvió a plantearse el debate sobre la capacidad y la honestidad de Trump para ejercer el cargo. No tardó en resurgir la opción del impeachment, alentada por un sector de la oposición demócrata. Pero su líder legislativo, la octogenaria presidenta de la Cámara de Representantes (tercer cargo del país en el escalafón institucional) se mostraba renuente. Como había hecho durante la trama rusa, incluso después de hacerse público el informe Mueller.
Pelosi estaba arropada por un nutrido sector de congresistas demócratas, recelosos ante una operación política muy arriesgada. Guiados por el cálculo coste-beneficio más que por consideraciones de moral política, estimaban que no estaba garantizado que la conducta delictiva del presidente pudiera queda completamente esclarecida y sabían que los republicanos, mayoritarios en el Senado, protegerían a Trump, por muy hartos que algunos estuvieran de él.
Los demócratas siempre han estado divididos sobre cómo había que tratar las maniobras torticeras de Trump para hacerse con la presidencia. Los más moderados consideraban que un intento de echarlo por una vía que no fuera la electoral podría convertirse en un boomerang político y terminar por reforzarlo. El ala progresista, reforzada tras las elecciones legislativas de medio mandato de 2018, pugnaban por una actitud de máxima beligerancia. Pelosi siempre estuvo del lado de los primeros
Cuando estalló este escándalo ucraniano, la semana pasada, tampoco Pelosi se sintió inicialmente muy inclinada a usar ese botón nuclear de la política norteamericana que es la destitución de un presidente. No creía que, pese a tratarse de un asunto más sencillo, más fácilmente comprobable que el Rusiagate, sus rivales republicanos fueran a modificar su actitud protectora del presidente.
Pero el empecinamiento del equipo presidencial en despreciar al legislativo modificó la tradicional posición cautelosa de los demócratas. La Casa Blanca se negó durante varios días a que los responsables de inteligencia informaran al Congreso de las conversaciones entre Trump y Zelinsky y de las actuaciones posteriores.
En la tarde del martes, la remisa Nancy Pelosi giraba por fin el pulgar hacía abajo y anunciaba el inicio del procedimiento del impeachment o destitución del presidente. La conexión ucraniana anuncia un pulso tremendo entre la Mansión de los Horrores en que se ha convertido la Casa Blanca y el Templo de las indecisiones a que ha quedado reducido el Capitolio.
EL HEDOR DEL DESPACHO OVAL
Un intenso olor a podrido se desprende de estas conexiones ucranianas. Un país, Ucrania, sumido en una profunda crisis económica, social y política por una guerra de secesión que parece lejos de resolverse satisfactoriamente. Un presidente inexperto, Zelensky, actor de profesión, pretendidamente renovador pero enfeudado a los intereses económicos de su patrón, protector y financiador.
Un exvicepresidente y precandidato, Biden, sobre el que pesa la sospecha de actuar como protector de los negocios inexplicables de su hijo Hunter, en un país corroído por el poder informal pero inmenso de los oligarcas herederos del comunismo en ruinas.
Un presidente norteamericano en ejercicio, Trump, que podría haber presionado a otro jefe de Estado para que investigara a un ciudadano estadounidense que además es uno de los políticos más destacados de su país y su posible rival electoral en 2020, cuando todavía no se ha esclarecido su responsabilidad en la manipulación de 2016, con la presunta cooperación de otra potencia, Rusia, enemiga bélica de la que ahora aparece implicada.
Al Congreso se le ha regateado (¿hurtado?) información, lo que convierte el escándalo en un potencial conflicto institucional explosivo y destructivo hasta límites solo imaginables para guionistas desesperados por crear historias de ficción que superen de nuevo a la realidad.
Cuando parecía haberse diluido en las brumas del río Potomac la sombra del impeachment presidencial precipitada por los lazos rusos (Russia links) del presidente hotelero, emerge de las aguas turbias de los aparatos de inteligencia otro monstruo igualmente devorador de titulares y pantallas. ¿Ha pretendido el candidato-presidente recabar material comprometedor para el exvicepresidente-candidato como ya hiciera con Hillary? ¿Estamos ante otro caso de juego sucio en el pestífero entorno poder/dinero de Washington?
Por la Avenida de Pennsylvania se puede intuir ya el desfile de todos los fantasmas políticos de la reciente historia norteamericana, con sus etiquetas bien visibles colgadas del cuello: Nixon (Watergate), Reagan (Irán-Contras), Bill Clinton (Whitewater, Lewinsky)... Trump ha comprado muchos boletos para unirse al cortejo.
El escándalo no sólo arroja sombras espesas sobre la Casa Blanca. También altera las previsiones electorales. Sea destituido o no, es previsible que el presidente sufra un serio desgaste en este proceso. Y Biden, hasta hace poco el front-runner (favorito) demócrata, puede ver arruinadas sus opciones si la investigación del caso arroja datos comprometedores sobre su conducta. El otoño político norteamericano promete cotas máximas de intensidad.
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