Robert Fisk, La Jornada
Supe justamente lo que en realidad significó el asesinato de Jamal Khashoggi en el contexto de Medio Oriente cuando me di cuenta de a quién tendría que llamar para que me explicara. A quién iba a llamar por teléfono para enterarme de qué estaba pasando. Pues desde luego, hubiera tenido que llamar a Jamal Khashoggi y por eso es que su muerte es tan importante; porque era, como él mismo sabía, un solitario e importante periodista árabe que no escuchaba –ya no más– la voz de su amo. Ese fue su problema.
Este repugnante, peligroso, aterrador y sucio asesinato –porque no me van a decir que un hombre de 60 años que muere en una pelea a puños con otros 15 hombres no es un asesinato– no sólo muestra al gobierno saudita tal y como es, sino que nos muestra a nosotros tal como somos. ¿Por qué nos seguimos enamorando de los estados árabes –como también lo hace Israel– y después gritamos aterrados cuando resultan ser extremadamente desagradables y muy violentos?
Para responder a esta pregunta ya hay varias pistas. La reacción inicial de Trump al decir que la versión saudita era creíble –cuando claramente no lo era– fue el comienzo. Después, el asesinato se convirtió en el peor en la historia de los encubrimientos. Fue la calidad del asesinato lo que le pareció perturbador, como pueden ver. Estos fulanos no sabían cómo borrar sus rastros. Ya había admitido que no quería renunciar a la venta de armas estadounidenses a Arabia Saudita. Nuestra querida primera ministra (británica) Therea May, además, se refirió a la horrenda muerte de Jamal diciendo que lo habían matado y no que fue asesinado.
Posteriormente –y esto es un indicador puesto que nadie lo contradijo– tuvimos al ministro del Exterior saudita, Adel al Jubeir, quien describió el asesinato como un enorme y grave error. Error. Déjenme repetirlo: ¡ERROR¡
Al Jubier, ex embajador saudita en Washington que alguna vez se dijo víctima de un intento de asesinato en Estados Unidos, estaba hace un año dando lecciones a la prensa sobre la guerra contra Yemen y afirmó que Arabia Saudita respeta las leyes humanitarias internacionales. Pues por lo visto lo que ignoran son las leyes diplomáticas internacionales. Pero esperen un minuto; Al Jubier –a quien conocí muy bien hace muchos años– es un hombre muy elocuente y bien educado. Su inglés es impecable. No se equivocó al usar la palabra error. Lo que quiso decir –más bien creo que quiso decir– es que Jamal Khashoggi no debió haber muerto.
Jamal no debió haberse enfrascado en la famosa pelea a puñetazos. Algo salió mal. Quizá los asesinos no entendieron qué debían hacer. Debió haber una rendición, no un asesinato. Quizá una plática amigable se salió de control. No estaban conscientes de sus propias fuerzas, Antes de darse cuenta, Jamal se estrelló contra sus puños, o el puño de uno de ellos. Ellos cometieron un error y por esta razón nos podemos olvidar del equipo de 15 golpeadores; eso sin mencionar al doble de Jamal que fue captado saliendo del consulado –aparentemente vestido con la ropa de Jamal, por amor de Dios– quien después tiró esa misma camisa, pantalones y saco en un basurero. Olvídense del científico forense y de la misteriosa camioneta negra. Y las dos semanas de negación de los hechos que cubrieron una descarada y total mentira desde el primer día. ¿Y esto fue un Error?
No debía extrañarnos, claro. Esta semana el error fue minimizado y se convirtió en un lamentable incidente, según el ministro saudita, en una conferencia internacional de empresarios en Riad para la que numerosas compañías occidentales disminuyeron el rango de su representación al enviar a directivos secundarios en vez de principales al encuentro.
Mohamed bin Salmán –¿lo vieron sonriente con sus invitados y bromeando con el rey Abdullah de Jordania?– está totalmente limpio; eso debemos creer. Intocable e inocente. Puro como la nieve recién caída del cielo. Pero después de su guerra vil en Yemen, su arresto de los más importantes príncipes y nabobs (hombres muy adinerados de Oriente. N. de la T.) de Riad, su secuestro del primer ministro libanés y su asalto contra Qatar –con la exigencia de cerrar la cadena Al Jazeera (que ahora debe estar disfrutando mucho el torpe proceder saudita), ¿sería de extrañar que Mohammed bin Salmán se hubiera mezclado en algo que se salió de control aun cuando eso hubiera ocurrido y ahora nos digan que nada pasó? Un error, por ejemplo.
Si la guerra en Yemen puede salirse de control –incluso resultar un error–bueno, ¿qué puede esperarse cuando un grupo de golpeadores son llevados a Estambul a bordo de jets sauditas? Por cierto, me encantó el detalle de que volaron hacia distintos aeropuertos de Estambul, eso realmente confundió a los turcos ¿verdad? Quizá no fue el peor encumbrimiento de la historia.
Ciertamente fue un error.
Y todos debimos de haber notado, ¿no es cierto? la repulsiva e hipócrita cascada de indignación de parte de nuestros valientes y morales líderes occidentales ante el asesinato de Jamal. Han estado titubeando durante dos años sobre la guerra en Yemen, inventándole excusas y evitando la responsabilidad por ella, es muy obvio que les importa mucho, mucho más la muerte de Jamal que los 5 mil civiles que han perecido en el conflicto en Yemen. ¿Cuánto vale la muerte de un niño o de todos los asistentes a una boda comparados con el asesinato de Jamal? Supongo que siempre podremos encontrar excusas para las bajas en Yemen – daños colaterales, escudos humanos, investigación a fondo, pero el asesinato de Jamal fue demasiado obvio, demasiado envuelto en mentiras, demasiado lleno de matones. Nosotros, al igual que el príncipe heredero –alabado sea su nombre– nos quedamos sin excusas. Dios nos libre pero ¿qué haríamos si se descubriese que el famoso cuchillo –siempre suponiendo que hubo un cuchillo y que Jamal fue desmembrado– y que éste fue fabricado en Scheffield?
Naturalmente, todos esperamos que Jamal no haya sido desmembrado. Si Adel al Jubier no lo sabe, y el cónsul saudita no lo sabe –y dado que ahora está a salvo, de vuelta en Riad, nunca lo sabremos– y si Mohammed bin Salmán tampoco lo sabe (porque él no puede saber nada de esta atrocidad) entonces todos esperamos que se le haya dado a Jamal un solemne y digno funeral musulmán; que se hayan dicho todas la plegarias de rigor para su alma y que su cuerpo haya sido sepultado –en secreto, desde luego– amortajado, sobre su lado derecho y con la cabeza en dirección a la Meca; la ciudad santa de la cual es protector el rey, padre de Mohamed bin Salmán.
Esto no habría sido fácil de hacer si, en efecto, Jamal fue partido en pedazos por nuestro científico forense favorito y llevado a la residencia consular o al bosque –como indica la versión oficial turca– para enterrarlo clandestinamente. Los perpetradores pensaron, debido a lo piadoso de su país y a su fe, que debían darle un funeral musulmán. Sin embargo, para entonces, deben haberse dado cuenta de que cometieron un grave y terrible error. Según la ley islámica, un cuerpo mutilado debe ser cosido con sus partes en su lugar antes de ser amortajado. ¿Habrán cosido a Jamal? ¿Le habrán puesto una mortaja?
Por supuesto, se nos atora en el pescuezo el hecho de que el hombre que ha filtrado cada detalle de la impactante muerte de Jamal sea el mismo sultán Erdogan, quien ha encarcelado a 245 periodistas y tiene entre 50 mil y 60 mil presos políticos. Erdogan debe estar sacando provecho de esta macabra y terrible historia. Bueno, al menos él no los mutila a todos; asegura que fueron excarcelados tan pronto entraron a prisión, para luego admitir que no sabe dónde están sus cuerpos.
Y sí, este asesinato va a afectar a Turquía y a Arabia Saudita, a Egipto y Siria –y a Israel, que suspira con cariño por Mohamed bin Salmán– y desde luego afectará a Trump. Pero volvamos a la pregunta inicial de cómo es que los buenos acaban siendo malos. ¿Cómo es que agradables y moderados líderes que garantizan la estabilidad de Medio Oriente –y naturalmente incluyo aquí a los sauditas– acaban siendo tan horrendos? No me refiero a sus pueblos sino a sus autócratas y dictadores, reyes, príncipes y tiranos a quienes les sonreímos, a quienes halagamos, admiramos y ante quienes nos arrodillamos.
Ahora todos amamos al moderado y estabilizador régimen del presidente y mariscal de campo Sisi de Egipto. Pero, ¿quién recuerda ahora al estudiante italiano de la Universidad de Cambridge, Giulio Regeni, torturado con cuchillos y asesinado en El Cairo, quien fue hallado tirado a un lado del camino hace apenas dos años? Los italianos sospechan que los policías de Sisi cometieron el asesinato, incluso hubo en el caso una cámara de vigilancia que no funcionó. Estas cosas siempre pasan en el peor (mejor) momento. Los egipcios saben el nombre del principal policía sospechoso, pero el régimen ordenó olvidar el caso. Por lo tanto Roma y El Cairo han hecho las paces y los turistas italianos siguen llegando a Egipto sin preocuparse por los 40 mil o 50 mil o hasta 60 mil presos políticos que se pudren en las cárceles del país. El cuerpo de Regeni tenía heridas de arma blanca. Qué chistoso es que los instrumentos con filo parecen ser los favoritos de los regímenes árabes.
Quién recuerda lo mucho que queríamos a Muamar Khadafi cuando derrocó al rey Idris, en Libia, y cómo lo odiamos después, cuando ayudó al ERI, y luego volvimos a quererlo cuando renunció a sus instalaciones nucleares y Tony Blair le dio un beso. Después, ayudamos a que los opositores a Khadafi se rindieran para que el dictador libio pudiera torturarlos en sus prisiones de muerte.
Y qué decir de Saddam Hussein, a quien apoyamos en su guerra contra Irán –aunque usara armas químicas– hasta que invadió Kuwait, y después, cuando supuestamente tenía armas de destrucción masiva, fue derrocado por nosotros y ejecutado.
Después está Bashar al Assad, quien recibió honores en París el Día de la Bastilla como el rostro de la Siria moderna, y cuyo padre asesinó a 20 mil personas en 1982, durante la rebelión de Hama, y después fue acusado de la muerte de medio millón de personas durante la guerra civil siria en la que miles fueron ultimados, tanto por el régimen como por islamitas pagados –sí– por Arabia Saudita.
El régimen de Assad fue sinónimo de horcas, el Isis se caracterizó por sus postes de crucifixión y bloques de decapitación. Nuevamente las armas blancas. Por supuesto, los sauditas niegan todo esto. Porque es impensable que los sauditas apoyen a un culto asesino de la misma manera que es impensable que ese mismo gobierno mande a un escuadrón de la muerte a Estambul.
Nunca cometerían semejante acto terrorista –o error– de la misma forma en que no ejecutarían masivamente a sus enemigos en el territorio saudita. Después de todo, la decapitación del líder religioso jeque Nimr al Nimr (y otras 46 personas) ocurrió antes de que Mohamed bin Salmán fuera príncipe heredero.
Lo mismo ocurrió en el caso del escándalo por millones en sobornos que tenían que ver con el contrato por armamento de Al Yamamah, que la policía británica investigó hasta que los interrogatorios policiales terminaron cuando Tony Blair se arrodilló ante la presión saudita y puso fin a tan inconveniente investigación.
Sí. Todo se trata de dinero y riqueza y poder: y porque esta gente se ha mantenido en el poder gracias a las locuras, mentiras, corrupción e hipocresía de nuestros líderes políticos. Permitimos que nuestros sátrapas lleven a cabo actos de corrupción y asesinatos masivos dignos del rey Creso de Lidia ¿pues qué esperábamos? Los creamos, sostuvimos, apoyamos, besamos y amamos. ¿Qué es una invasión o dos entre amigos? ¿Acaso no es Arabia Saudita vital para la seguridad de Gran Bretaña? Se supone que esa es una de las razones por las que abandonamos la investigación del caso Al Yamamah, y volveremos a escuchar este mismo argumento de los lacayos de Arabia Saudita en Gran Bretaña en los próximos días o semanas. ¿Qué pasaría si los británicos dejáramos de recibir toda esta información sobre el terror islamita de los sauditas? Bueno, esperemos que no nos envíen a 15 tipos a Heathrow, incluido un científico forense.
Jamal Khashoggi sabía todo sobre el poder y el peligro. Hace un cuarto de siglo se apareció en mi hotel en Jartum y condujo el vehículo que me llevó por el desierto sudanés para reunirme con Osama bin Laden, a quien él conoció durante la guerra entre Afganistán y la Unión Soviética. Nunca se ha reunido con un periodista occidental, me dijo mientras pasábamos velozmente por las ruinas de unas pirámides sudanesas. Esto va a ser muy interesante. Khashoggi se estaba divirtiendo con sicología aplicada, ¿cómo respondería Bin Laden a un infiel?
Pobre de quien interpretara que los anteojos redondos y el sarcástico sentido del humor de Khashoggi eran indicio de laxitud espiritual. Llamaba a Bin Laden jeque Osama.
Conocí a Khashoggi en 1990 y hablé con él por última vez por teléfono desde Beirut a Washington hace un par de meses. Aun cuando fungió como asesor de la familia real, y trabajó como editor y periodista en Arabia Saudita, hablaba de lo que llamaba los hechos de la vida. En privado, descartaba cualquier rumor de una revolución dentro del palacio en el reino, pero siempre hablaba del cinismo y la facilidad para el soborno de las potencias occidentales que apuntalaban a los regímenes árabes para después destruirlos si no obedecían; y de cómo los pueblos árabes, en general, no son libres.
Esto es verdad, y quizá me lo hubiera repetido si hubiera yo podido hablar con él antes del error ocurrido en Estambul. Pero los muertos no hablan y los sauditas deben estar muy complacidos por ello.
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