Miguel Urban, El Salto
Hay pocos momentos donde el capitalismo global se muestre públicamente en toda su obscenidad y poderío como ocurre cada año en Davos. En el Foro Económico Mundial todo acompaña: el lugar (un complejo lujoso en una lujosa ciudad fuertemente vigilada de un paraíso fiscal situado en pleno corazón de Europa), el decorado (fuerzas de seguridad, lobbistas y periodistas se entremezclan con una de las mayores densidades de poder económico y político que pueden contemplarse en el mundo, con sus reuniones y cenas privadas y los precios desorbitados que acompañan cualquier servicio), los contenidos y, sobre todo, las compañías. Por si fuera poco, este año el cierre corre a cargo de Donald Trump, el “peligroso populista antiglobalización” que después de la ventajosa reforma fiscal para las multinacionales y los multimillonarios es recibido en Davos como el hijo pródigo. Ni en las mejores distopías cinematográficas habría salido un guión tan rotundo.
Los poderosos allí reunidos, que no son precisamente tontos, se cuidan muy mucho de amortiguar la obscenidad de la cita. Por eso insisten continuamente en el carácter informal y no vinculante de la reunión, se incluyen ponencias sobre la economía verde -¡bienvenido mister Capitalismo Verde!-, se ofrece la posibilidad de conocer en primera persona durante unos minutos el drama de las personas refugiadas(como si de un zoológico humano se tratase), se juega al feminismo neoliberal y hasta se incorpora al diagnóstico muchas de las críticas que, desde hace varias décadas, vienen haciendo los movimientos sociales sobre el paradigma de crecimiento incontrolado y sus nefastas consecuencias sobre las personas, los pueblos y el planeta. Pero precisamente porque no son tontos, una vez cumplido con el decoro, los papeles se mojan, las anteojeras reaparecen y las recetas vuelven a su cauce habitual.
Davos es también una excusa para que otros actores aprovechen, aprovechemos, el momento obsceno para denunciar a quienes allí se reúnen y las consecuencias de sus decisiones. Es lo que hace, por ejemplo, Oxfam cada año, publicando su informe sobre la desigualdad social en el mundo. Los datos confirman una y otra vez que la brecha entre ricos y pobres no solo no se cierra, sino que no deja de aumentar. Y que lo hace precisamente a raíz de la supuesta “salida de la crisis” de la que en 2018 se cumplen 10 años. Cifras que vuelven a desmontar la tan manida “recuperación económica” con la que día tras día nos bombardean desde tribunas oficiales y oficialistas. Porque claro que la economía española está aumentando, como ocurre en Europa y en el resto del mundo. Pero, como allí, ese crecimiento no se reparte por igual. En 2017 el 1% más rico capturó el 40% de toda la riqueza creada en España, mientras que el 50% más pobre -sí, la mitad de la población española- apenas recogió el 7%.
Esta tendencia ha reforzado una desigualdad en el reparto de la riqueza acumulada de la que no hablan los grandilocuentes discursos sobre la recuperación: hoy en España el 10% más enriquecido tiene más que el 90% restante. Y dentro de ese selecto club, el 1% más privilegiado acumula por sí solo el 25% de toda la riqueza del país. Si lo traducimos al lenguaje corriente las palabras se vuelven aún más hirientes: apenas un puñado de personas tienen tanto como varios millones. Y esta desigualdad no para de crecer. Gracias a ella, ya son 25 los españoles en la lista de multimillonarios de Forbes. Y sí, “multimillonarios” significa que, al menos, tienen 1.000 millones de euros.
A lo mejor no entendimos bien y por “recuperación” se referían únicamente a las cuentas corrientes de quienes se pasean por Davos y otros foros similares. Visto que no se comen ni dan calor, ¿no será que con los “brotes verdes” querían hablarnos en realidad de los billetes de 100 que cada día abultan más en las carteras de los de siempre? Porque aquí solo salen de la crisis quienes nunca entraron y esa famosa “luz al final del túnel” empieza a parecerse a la de la hoguera donde se queman los derechos de muchos para que unos pocos sigan alimentando su maquinaria de guerra económica.
En tiempos marcados, especialmente en Occidente, por la centralidad de la identidad y la seguridad como nuevos paradigmas, la combinación de escasez y desigualdad emergen a la vez como resultado, causa y eje central del nuevo ciclo histórico que viven tanto Europa en general como España en concreto. De ahí que ningún proyecto transformador que se precie puede dejar de colocar en el centro de su acción el combate contra la desigualdad. No habrá otra Europa ni ningún cambio político que merezca ese nombre si, en su gestación, no han hecho de la desigualdad, de todas las desigualdades crecientes, plurales e interconectadas, su principal bandera y razón de ser. Cualquier Plan B para Europa pasa por señalar con el dedo acusador lo que ocurre en Davos y las cifras que arrojan las consecuencias de las decisiones que allí se cuecen, pero no basta.
Hay que lanzar propuestas para que esa otra Europa empiece a dibujarse en el horizonte de lo posible. Y hay que hacerlo interviniendo en las realidades que son fuente y reflejo de esa desigualdad, como la fiscalidad, la precariedad o la austeridad. De lo contrario, dejaremos el tablero libre para que unos, se llamen Macron o Felipe VI, sigan cacareando la recuperación de la confianza popular en el proyecto europeo basada en una recuperación económica de cartón piedra y, otros, por su parte, se queden con el monopolio del desmontaje de la mentira para proponer menos derechos, menos libertades, más xenofobia y más lucha de los últimos contra los penúltimos.
Sin ese Plan B contra la desigualdad, el debate sobre Europa seguirá encerrado en la trampa que nos obliga a elegir entre neoliberalismo o racismo, entre austeridad o exclusión, entre la globalización de las élites de Davos y el repliegue nacional excluyente de los Le Pen y Trump de turno. Esa dicotomía se rompe atacando su flanco más débil y evidente: la desigualdad depredadora que unos y otros proponen y alimentan. Porque nuestro combate es contra las élites que provocan desigualdad y contra quienes se aprovechan de ella para convertir a los más golpeados en chivos expiatorios y exculpatorios de las primeras. Ambos nos encontrarán de frente en la lucha por otra Europa que tenga en el combate contra la desigualdad uno de sus pilares fundadores y fundamentales.
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