Paul Walder, Rebelión
El mundo alcanza los primeros 15 años del nuevo milenio y los chilenos cumpliremos en marzo 25 años bajo la “democracia” instalada por Augusto Pinochet. Un cuarto de siglo, tiempo suficiente para más de un capítulo de nuestra breve historia, un periodo escasamente relatado y aún menos reflexionado. Un tiempo aún innombrado y cuyas denominaciones, tales como transición, democracia binominal, tutelada o posdictadura, quedan suspendidas y reemplazadas por otras nuevas. Bajo esta aparente movilidad del tiempo político permanecen unas instituciones oxidadas, corroídas como una obsoleta maquinaria pesada.
25 años de transición al vacío. Un proceso que se ha diluido en su propia retórica repetitiva y circular. Expresiones, conceptos y preceptos como justicia, igualdad, progreso y desarrollo han terminado borrados y reemplazados por otras realidades traducidas como injusticia, desigualdad, abuso o lucro. El sueño neoliberal de libertades políticas y económicas inaugurado aquel 11 de marzo de 1990 ha terminado convertido en un corral electoral y financiero. Las libertades, reducidas a la oferta de un mercado concentrado y monopolizado.
Posdictadura, democracia tutelada, pero básicamente democracia neoliberal. Más que transición, permanencia y consolidación del Estado instaurado desde 1973 y sellado en la Constitución de 1980. La ratificación de ese espurio texto legal durante el gobierno de Ricardo Lagos es, además de un acto de sumisión, una constatación y una cristalización de ese proceso. La transición de la dictadura desembocó en la democracia neoliberal. El objetivo del golpe de Estado halla su sentido desde marzo de 1990.
Lo que observamos a partir de entonces está bien registrado y documentado. La Concertación y su paréntesis aliancista certifican desde los orígenes el objetivo del golpe, que ha sido una regresión a estructuras de propiedad propias o equivalentes al siglo XIX. Es éste el modelo, con rapiñas denominadas privatizaciones, que transita desde la dictadura a la acotada y torcida democracia.
A un cuarto de siglo del fin de esa transición y de la posterior conversión neoliberal de toda la clase política podemos observar cómo se asienta sobre esa herrumbrosa maquinaria estatal una sociedad en permanente crisis. Porque desde los albores de este proceso, desde eventos tan impresentables y dramáticos como un Pinochet en el Senado, un MOP Gate y un caso Chispas, desde las últimas privatizaciones y concesiones a las colusiones, desde La Polar al lucro universitario y al caso Penta, las instituciones creadas en dictadura permanecen a costa de una sociedad desorientada y en crisis.
Los hoy dueños del aparato político y económico, desde los directores de empresas y financistas a parlamentarios y gobernantes, se han esforzado por mantener sus privilegios y ganancias pese a toda la miseria social creada.
Han sido 25 años bajo las extremas contradicciones del modelo neoliberal. Un proceso que ha llevado no sólo a configurar una sociedad desigual e injusta sino a consolidar sus distorsiones y corrupciones en un modelo y una institucionalidad pétrea. Porque sólo bajo esas condiciones se ha podido mantener desde la dictadura un sistema de doble explotación, que bajo la ilusión de la compra a crédito nos aprieta como trabajadores y como endeudados consumidores.
En este trance que transcurre sobre los hombros del ciudadano, el modelo se defiende y autorregenera. Cambios que son apariencias, reformas retóricas, nuevos decorados para reforzar las estructuras y mantener inmutables las impúdicas tasas de ganancias. Un proceso incómodo de nuestra reciente historia, que ya ha desgastado y perdido a más de una generación. Un periodo que ante el evidente malestar ciudadano se empecina en esconder las llaves y cerrar las puertas y ventanas. Los dueños del capital y la elite privilegiada han puesto guardianes en las salidas en un momento que la desesperación y la rabia auguran una estampida histórica.
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