La contrarrevolución en economía casi se ha completado. El coqueteo con el pensamiento alternativo duró lo que los seis meses entre el casi colapso del sistema bancario a finales de 2008 y la cumbre del G-20 en Londres en abril de 2009. Desde entonces, las fuerzas de la ortodoxia económica se han reagrupado y han contraatacado.
Tenía que registrarse en algún momento un contragolpe contra políticas más intervencionistas, porque quienes creen fervientemente que los mercados nunca mienten, que los presupuestos deben cuadrar siempre y que el gobierno es malo siempre estaban bien atrincherados en campus universitarios, en ministerios económicos y en algunos bancos centrales.
Aun contando con eso, el mundo ha vuelto a una mentalidad anterior a la crisis a una velocidad notable. En 2008, los responsables políticos recetaron una fuerte dosis de John Maynard Keynes para conjurar un coagulo a gran escala. Hoy la solución para Grecia, abrumada por deudas que no tiene esperanza de poder pagar, consiste en apretarse el cinturón y privatizar. La manera de rebajar el desempleo global, que se eleva a más de 200 millones, es la flexibilidad salarial. El manual de instrucciones para la reforma del sector financiero consiste en hacer lo menos posible para no disuadir a los cambistas de que vuelvan al templo. En algunos lugares, la resistencia continúa. Barack Obama persiste en su visión herética de que los Estados Unidos deberían devolverle la salud a su economía antes de recortar el déficit. La Reserva Federal y el Banco de Inglaterra resisten el clamor de tasas de interés más altas para abordar la inflación. Pero las perspectivas de un giro fundamental en la política económica, que parecían prometedoras, se han difuminado.
¿Por qué ha sucedido esto? Se trata de una historia compleja, pero su explicación resida acaso en el hecho de que a los keynesianos renacidos de 2008-2009 les llevó un rato horrorosamente largo reconocer sus errores. Después de tragarse el consenso del libre mercado, no recibieron mucho crédito que digamos por el hecho de abandonar el viejo dogma cuando el derrumbe de Lehman Brothers amenazó con hacernos volver a la década de 1930.
Giro en redondo
En Gran Bretaña existe un precedente de esto. Entre 1990 y 1992, John Major insistió en que la libra esterlina tenía que seguir en el Sistema Monetario Europeo, aunque ajustar la libra al marco alemán hiciera más profunda la recesión y la prolongara. Cuando la libra se vio obligada a salir de del SME europeo en septiembre de 1992, las tasas de interés se recortaron, la libra se depreció en un 15% y la recuperación económica comenzó casi de inmediato. Pero debido a que se había visto obligado a cambiar de sentido, Major recibió ladrillazos más que ramos de flores.
Sospecho que lo mismo vale para Gordon Brown y el Partido Laborista, que redescubrieron las virtudes del activismo gubernamental sólo después de una década de hacerle la pelota de modo mayúsculo a la City.
Hay que reconocer asimismo que las fuerzas de la ortodoxia han hecho auténticas virguerías. Han elaborado un relato que culpa a Bill Clinton de la crisis de las hipotecas subprime (obligó a los bancos a prestar dinero con el fin de extender la propiedad de viviendas a los pobres), y a los gobiernos derrochones antes que a las finanzas descontroladas de la peor recesión desde la Segunda Guerra Mundial. En la elaboración de este argumento ha colaborado la debilidad de los partidos progresistas, que han dado la impresión de que también ellos estarían más cómodos volviendo a la "situación habitual de los negocios" (o algo que se le acercara enormemente) lo más rápidamente posible.
En cierto sentido, los argumentos de la escuela ortodoxa son correctos en lo que respecta al dinero. La crisis de 2007-08 la causó el exceso de deuda, así qué, sostienen ellos, ¿porqué tendría una mayor deuda que ser la solución a la crisis? A los votantes parece gustarles la idea de que no hay manera fácil de salir de estos apuros, y en países con exceso de apalancamiento, como los EE.UU. y el Reino Unido, tienen razón respecto a eso. Pero fue interesante comprobar la semana pasada que la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) –hasta ahora un bastión de rectitud fiscal y apoyo número uno de George Osborne– empieza a arrepentirse ante el ritmo de los recortes presupuestarios en el Reino Unido. La OCDE ha recortado sus previsiones de crecimiento del Reino Unido para este año y el próximo; si el centro de análisis lleva razón, Gran Bretaña tendrá la recuperación más débil de una recesión desde la década de 1920.
En este contexto, vale la pena mencionar un artículo escrito para The Times por Keynes en mayo de 1933 – una copia del cual me envió amablemente un lector del Guardian. Demostrando que pocas cosas cambian en los debates políticos, Keynes expresa su preocupación por la economía pese a un repunte de la actividad desde el abandono por parte de Gran Bretaña del patrón oro en 1931. Escribe Keynes: "Se ha recuperado la confianza y se ha establecido dinero barato tanto a corto como a largo plazo [el equivalente de las tasas cero de interés y el ajuste cuantitativo del Banco de Inglaterra hoy en día]. Sin embargo, no ha descendido el desempleo. ¿Dónde hay que buscar la explicación? En la esfera internacional, no, pues nuestra posición de comercio exterior neto, aunque todavía mala, ha mejorado mucho [el equivalente del aumento de las exportaciones netas provocado por la depreciación del 25% de la libra esterlina desde 2007].
"No podemos encontrarla en ningún lado, sugiero, salvo en el declive de los gastos de préstamos, como resultado de que ya no pedimos prestado para el paro y de que restringimos la inversión de capital de todas las autoridades públicas".
Keynes defendió los recortes fiscales y el gasto en infraestructuras para impulsar el crecimiento y reducir el desempleo. Dejó claro que no tenía mucho tiempo para masoquismos fiscales, e hizo notar secamente: "Por desgracia, cuanto más pesimista es la política del canciller [de Exchequer, el ministro de Economía] más probabilidad hay de que se realicen las anticipaciones pesimistas y viceversa. ¡Sea lo que fuere que el canciller sueñe, se hará realidad!"
Aviso
Las comparaciones con los años 30 pueden ser un tanto excesivas. Las finanzas públicas de Gran Bretaña se encontraban entonces en un estado mucho más saludable de lo que están hoy, mientras que la base industrial era mucho más amplia. Pero el ensayo de Keynes constituye un claro aviso a los ministros de finanzas que creen que pueden recorrer a base de recortes el camino hacia la prosperidad. Una crítica más contemporánea de la actual configuración política apareció la semana pasada en boca de uno de los discípulos modernos de Keynes, Joe Stiglitz. En el prólogo a un libro elaborado por el European Trade Union Institute [Instituto Sindical Europeo] (Exiting from the crisis: towards a model of more equitable and sustainable growth [Salir de la crisis: hacia un modelo de crecimiento más equitativo y sostenible]), Stiglitz sostiene que las consolidaciones fiscales casi siempre llevan a recortes en los servicios para los trabajadores y trabajadoras, mientras que la austeridad lleva a un desempleo todavía mayor, ejerciendo mayor presión sobre los salarios y, por tanto, sobre la demanda en conjunto en la economía.
La posición, vista desde esta perspectiva, es la siguiente. Durante la primera mitad del período de postguerra, la fortaleza de los sindicatos garantizó que los aumentos salariales los compartieran todos los estratos sociales y disminuyese la desigualdad de renta. Desde la década de 1970, los salarios reales de quienes se encuentran en la mitad y en la base de la distribución de la renta se han visto duramente exprimidos. La desigualdad de la renta ha aumentado a medida que ha ido disminuyendo la influencia de los sindicatos. El retroceso de la equidad frente a los precios inmobiliarios en ascenso y unos niveles mucho más elevados de deuda llenaron el hueco que dejó el estancamiento de los salarios reales hasta el verano de 2007, pero las presiones sobre esa "mitad exprimida" son hoy intensas. Esas presiones no se verán aliviadas sin políticas macroeconómicas favorables al crecimiento, estrategias de activismo industrial, sindicatos más fuertes, mayores ingresos reales en toda la escala y una actuación más contundente contra la desigualdad. Una vuelta al modelo anglosajón llevará al estancamiento, a un mayor desempleo y a déficits aun mayores del sector público.
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