A menudo imaginamos que el poder se forja en los silenciosos pasillos del gobierno, en las sombras de los gabinetes ministeriales o bajo la sombra de los palacios. Sin embargo, a veces existen fuerzas más discretas, corrientes intelectuales que, como ríos subterráneos, moldean lenta pero inexorablemente el paisaje ideológico de una nación. Así es como Alexander Dugin, un pensador nacionalista ruso relegado durante mucho tiempo a los márgenes de la vida académica, está encontrando ahora un eco inesperado en la derecha estadounidense, hasta el punto de dar forma a los discursos de los funcionarios de la administración Trump.
Balbino Katz, Voxnr.fr
Durante décadas, Dugin ha estado construyendo un sistema de pensamiento político en el que el Occidente liberal, percibido como decadente y corrosivo, se enfrenta a un eje euroasiático liderado por Moscú. Su libro de 1997 Los fundamentos de la geopolítica fue recomendado en su día a la Academia del Estado Mayor ruso. En él esboza un programa expansionista para la Rusia postsoviética, que va desde la manipulación de las tendencias aislacionistas de Estados Unidos hasta la absorción gradual de las antiguas repúblicas soviéticas. Ignorado durante mucho tiempo por los círculos de poder occidentales, este conjunto de ideas disfruta ahora de una segunda vida tan brutal como inesperada en los círculos conservadores estadounidenses.
Es cierto que no existe ningún documento oficial que demuestre que Dugin inspira directamente a la Casa Blanca. Sin embargo, sus tesis se infiltran en el discurso de personalidades influyentes. Por ejemplo, Marco Rubio, actual Secretario de Estado, utilizó recientemente el término «multipolaridad» para describir el orden mundial futuro, un concepto central en el pensamiento duginiano, asumido desde hace tiempo por Vladimir Putin. Del mismo modo, J.D. Vance, vicepresidente estadounidense, denunció recientemente el «colapso de los valores occidentales» en una retórica que recuerda a las diatribas del teórico ruso.
La influencia de Dugin no se limita al ámbito académico. En 2018 se reunió con el estratega de Donald Trump, Steve Bannon, quien le sugirió que abogara por una alianza entre Rusia y Occidente basada en valores ultraconservadores. Más recientemente, la antigua estrella de Fox News Tucker Carlson viajó a Moscú para entrevistarle. Estos puentes ideológicos, antaño inconcebibles, se están tendiendo lenta pero inexorablemente.
Un hombre en particular parece desempeñar el papel de contacto entre Dugin y la derecha estadounidense: Jack Posobiec, un activista cercano a Trump, que recientemente acompañó a Pete Hegseth, secretario de Defensa, en una gira europea. Posobiec no oculta su admiración por Los fundamentos de la geopolítica, que promociona en sus redes sociales. Y ahí reside el meollo del fenómeno: Dugin no se dirige directamente a las cancillerías, sino que se infiltra en el pensamiento de quienes influyen en la toma de decisiones, a través de medios de comunicación alternativos y de obras traducidas y publicadas por editoriales disidentes.
Pero esta fascinación americana por el ideólogo ruso no debe ocultar otra realidad: la de su implantación intelectual en Europa y más concretamente en Francia. A finales de 1980 Alexandre Dugin fue acogido por ciertos pensadores de la derecha revolucionaria francesa, en particular los del GRECE (Groupement de Recherche et d'Études pour la Civilisation Européenne). Trystan Mordrelle, entre otros, le proporcionó un apoyo material inestimable, incluido su primer ordenador. En aquella época Dugin era todavía un joven intelectual ruso que buscaba estructurar su pensamiento y fue en Francia donde encontró algunas de las herramientas que necesitaba para desarrollar sus primeros trabajos.
Sin embargo, las afinidades juveniles no siempre resisten la prueba del tiempo. A medida que Dugin desarrollaba su visión de una Europa euroasiática, unida a Rusia en una vasta alianza continental opuesta al mundo anglosajón, sus primeros partidarios franceses se fueron distanciando. Las diferencias se centraban en un punto crucial: la naturaleza y la identidad de Europa. Mientras que algunos identitarios europeos veían Europa como una herencia grecolatina y pagana que había que preservar Dugin se decantó por una visión euroasiática de un espacio orgánico que integraba a Rusia, Siberia y las diversas antiguas repúblicas soviéticas, con sus poblaciones musulmanas y budistas, que debían refundarse bajo la égida de Moscú y su Iglesia ortodoxa. Estas posiciones ideológicas acabaron por distanciar a Dugin de sus primeros partidarios occidentales.
Sin embargo, su obra nunca ha dejado de difundirse en Francia, donde sigue alimentando una corriente de pensamiento contestatario que existe entre la derecha radical y los círculos disidentes. Sus libros, junto con los de su hija Daria, los publica ahora Christian Bouchet en Éditions Ars Magna (www.editions-ars-magna.com), una editorial especializada en teorías alternativas y pensadores inconformistas.
Como estoy en Argentina, debo decir que la influencia de Alexander Dugin no se limita a los círculos intelectuales europeos o americanos: se extiende también a Hispanoamérica, donde encuentra un terreno fértil con ciertas corrientes nacionalistas y antiliberales. En Argentina, el filósofo peronista Alberto Buela, gran figura del pensamiento nacional y ponente en un simposio del GRECE, desempeñó un papel clave en la difusión de las ideas de Dugin. Próximo a la poderosa Confederación General del Trabajo (CGT), Buela organizó varios coloquios en los que invitó al ideólogo ruso a exponer su visión geopolítica y sus críticas al mundo unipolar dominado por Washington. Esta convergencia entre el neo-eurasianismo de Dugin y el nacionalismo popular argentino se explica por su común rechazo al liberalismo económico y a la hegemonía estadounidense, una postura que resuena con fuerza en una Argentina marcada por una larga tradición de desconfianza hacia Estados Unidos.
Este fenómeno ilustra la extraña ubicuidad ideológica de Dugin, capaz de influir tanto en el trumpismo estadounidense, apegado a una visión nacional y conservadora de Occidente, como en los movimientos peronistas de Argentina, históricamente antiimperialistas y defensores de un cierto socialismo nacional. Esta aparente paradoja no es más que una prueba más de la plasticidad de su pensamiento: detrás de su intransigente nacionalismo ruso, Dugin propone ante todo un marco de ruptura con el orden mundial liberal, un marco lo suficientemente amplio como para apelar a un amplio abanico de sensibilidades políticas. Antes demonizado como extremista eslavófilo, ahora se le cita tanto en los think-tanks de la derecha estadounidense como en los círculos nacional-populares de América Latina. Una prueba, por si hiciera falta, de que en el tumulto ideológico de nuestros tiempos, las líneas divisorias tradicionales se desvanecen para dar paso a nuevas e inesperadas alianzas.
Resulta tentador ver esta fascinación europea, hispana y occidental por Dugin como una mera curiosidad exótica, una moda pasajera. Sin embargo, la historia nos enseña que las ideas, incluso las marginales, acaban configurando la realidad cuando se abren camino hasta el corazón de las élites. Ayer habría sido absurdo imaginar que un republicano de alto rango pudiera tomar prestado un concepto forjado en círculos intelectuales próximos al Kremlin. Hoy ocurre lo impensable.
Este fenómeno recuerda a otra convulsión ideológica que ha tenido lugar en los últimos años: el paso de las élites conservadoras estadounidenses a fuentes alternativas de información. Donde antes confiaban exclusivamente en The New York Times o The Washington Post ahora beben de Breitbart, The Federalist o podcasts de figuras radicales. El ostracismo de las ideas ya no funciona.
Dugin, como otros antes que él, está prosperando en esta brecha. Se difunde, no porque esté aprobado oficialmente, sino porque se lee, se traduce y se comenta. Es como si, en Francia, Bruno Retailleau citara a Alain de Benoist o a Guillaume Faye en una columna de Le Figaro. Relegadas durante mucho tiempo a los márgenes, estas ideas entran ahora en los silenciosos salones del poder, modificando imperceptiblemente el software mental de los dirigentes.
A veces, la vida de una idea es tan complicada como la de su creador. Dugin es una prueba de ello. Y mientras algunos siguen considerándole un ideólogo fantasioso, otros saben que en los recovecos de la política mundial, a menudo es en la sombra donde toman forma las revoluciones del mañana.
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