domingo, 7 de diciembre de 2025

La larga tradición contra los impuestos de la oligarquía estadounidense


Vanessa Williamson, Sin Permiso

Las políticas arancelarias siempre cambiantes de Trump pueden parecer caóticas. Y, por supuesto, a menudo lo son. En un lapso de nueve meses, sus aranceles a China han pasado del 10 % al 145 % y luego al 50 %, y Trump ha amenazado con volver a subirlos al 100 %, antes de ceder una vez más. La irritación del presidente por un anuncio televisivo le llevó a aumentar los aranceles a Canadá, una política que anunció a través de una publicación en redes sociales. Y luego, por supuesto, estuvo aquella vez en que la Administración declaró aranceles a una isla habitada solo por pingüinos.

Pero, aunque estos aranceles son caprichosos y absurdos, forman parte de una agenda coherente. Los aranceles arbitrarios siguen un patrón con el intento de la Administración de destruir —mediante despidos masivos, cambios de liderazgo y politización— un Servicio de Impuestos Internos independiente. Trump está tratando de sustituir el sistema legislativo de impuestos para obtener ingresos por un sistema personalista de exacciones estatales para la dominación política.

Dejando a un lado a los pingüinos, las implicaciones de esta agenda no podrían ser más graves. La regularización de los impuestos es uno de los logros más monumentales de la historia política. Es inseparable del desarrollo del Estado de derecho y de las primeras afirmaciones de que la legitimidad del gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados. Es más, el esfuerzo por socavar el sistema tributario atenta contra la propia capacidad de actuar de un gobierno elegido democráticamente. A lo largo de la historia de Estados Unidos, los oligarcas han restringido el poder fiscal del Estado para garantizar que el Gobierno fuera demasiado débil como para controlar su poder. Las políticas fiscales de la Administración Trump son la última versión de esta larga tradición antitributaria y antidemocrática.

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El hecho de que el poder de recaudar impuestos esté limitado por el poder legistlativo tiene sus raíces en la Carta Magna de 1215, que afirmaba que el rey no podía aplicar impuestos a su antojo. En cambio, la imposición de impuestos requería «el consentimiento general del reino», que debía obtenerse convocando a los distintos señores. Aunque la Carta Magna original no logró establecer esta institución de autorización de impuestos, los reyes posteriores asumieron compromisos similares, especialmente cuando carecían de ingresos fiscales. Con el tiempo, Inglaterra desarrolló un sistema de consejos para autorizar la imposición de impuestos, y esos consejos evolucionaron hasta convertirse en el Parlamento británico moderno.

Cabría esperar que el requisito de obtener el «consentimiento del reino» limitara la imposición de impuestos. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario. Si bien la llegada de la representación limitó la autoridad personal del rey, también empoderó al gobierno en su conjunto. Era mucho más fácil recaudar impuestos de personas que tenían algo que decir sobre cómo se recaudaba el dinero y cómo se utilizaban los ingresos. Durante siglos, Inglaterra fue muy superior a Francia en su capacidad para recaudar impuestos, una capacidad que respaldaría siglos de victorias militares inglesas.

Juntos, los impuestos y la representación hacen que un gobierno poderoso rinda cuentas al público. Esa es precisamente la razón por la que los aspirantes a oligarcas odian un sistema fiscal eficaz: hace que un gobierno democrático sea demasiado poderoso. Como dice el sociólogo Rudolf Goldscheid, solo «a un Estado pobre se le puede permitir que caiga tranquilamente en manos del pueblo». En ningún lugar ha sido esto más evidente que en la historia de nuestro propio país, donde el poder de recaudar impuestos se ha entrelazado con las luchas más importantes por la igualdad de ciudadanía y el gobierno democrático. Como detallo en mi nuevo libro, los opositores a la democracia —desde los propietarios de esclavos hasta los industriales de la Edad Dorada y el actual Partido Republicano— han tratado constantemente de paralizar la capacidad de ingresos internos del gobierno.

Los esclavistas sureños comprendían que, incluso con el sufragio limitado a los hombres blancos con propiedades, un gobierno democrático podría, como dijo Patrick Henry, imponer un «impuesto gravoso y enorme» para «obligar a los propietarios a emancipar a sus esclavos». Por lo tanto, al redactar la Constitución, socavaron tanto la representatividad de las instituciones electorales como la capacidad del sistema federal de recaudación de ingresos. Por un lado, los esclavistas exigieron un límite al impuesto aplicado al comercio de esclavos, la única disposición de la Constitución que establece un nivel máximo de impuestos federales. La Constitución también consagró la «cláusula de los tres quintos», que infló de forma infame la representación del sur, pero también limitó drásticamente el poder del gobierno federal para aplicar impuestos directos, ya que exigía que «los impuestos directos se repartieran entre los distintos estados» según la misma proporción. (Cabe señalar que esta limitación sería utilizada por el Tribunal Supremo para derogar el impuesto federal sobre la renta a finales del siglo XIX y que hoy en día está siendo revivida por los conservadores, que argumentan que descarta la posibilidad de un impuesto federal sobre el patrimonio).

Las élites sureñas no solo temían los impuestos de la mayoría nacional. Las constituciones de sus estados también limitaban los impuestos sobre los esclavos y otorgaban una representación política desproporcionada a la clase esclavista. Como argumentó un esclavista de Virginia en la convención constitucional estatal de 1829, estas medidas eran necesarias para evitar «una ley fiscal que privara al amo del poder de mantener a su esclavo». Los esclavistas también se aseguraron de que no existiera una burocracia eficaz para la evaluación de impuestos. En Georgia, por ejemplo, los propietarios simplemente declaraban el valor de sus bienes y, por ley, los funcionarios fiscales no podían cuestionar la estimación del propietario. Como era de esperar, esto daba lugar a estimaciones muy bajas, al tiempo que situaba explícitamente a los miembros de la clase de los «amos» por encima del Estado de derecho.

Del mismo modo, los «Redeemers» (redentores), los supremacistas blancos que derrocaron las democracias multirraciales del Sur durante el periodo de la Reconstrucción socavaron la capacidad del Estado para recaudar ingresos. A medida que los gobiernos de la Reconstrucción imponían impuestos para financiar la construcción de escuelas y poner tierras a disposición de los libertos, los tasadores fiscales se convirtieron en el principal objetivo de la violencia política del Ku Klux Klan y otros grupos paramilitares. Y una vez en el poder, los Redeemers recortaron el gasto público y los impuestos que pagaban los ricos y las empresas, al tiempo que exigían tasas y multas onerosas a los ciudadanos pobres y negros. También instituyeron requisitos de mayoría cualificada para las subidas de impuestos, asegurándose de que, incluso si se celebraban elecciones justas, la mayoría no pudiera revertir sus exenciones fiscales.

Para que ningún lector del norte estadounidense empiece a sentir una sensación de superioridad regional, cabe recordar que la tendencia antidemocrática y contraria a los impuestos no se ha limitado a los oligarcas del sur. En 1877, los industriales ricos intentaron, y casi lograron, derogar el sufragio universal masculino en la ciudad de Nueva York. La «Asociación de Contribuyentes de Nueva York», que representaba, según The New York Times, «una notable demostración de la sólida riqueza y respetabilidad de la metrópoli», propuso una enmienda constitucional estatal que habría puesto todas las decisiones relativas a los impuestos municipales, el gasto y la deuda en manos de una «Junta de Finanzas», elegida por aquellos que cumplían un alto umbral de pagos de impuestos o alquileres. La enmienda, que habría privado del derecho al voto a más de un tercio de los votantes de Nueva York, fue rechazada gracias a una campaña concertada de los trabajadores de la ciudad para defender sus derechos de sufragio. Sin embargo, en esa época se intentaron campañas similares, que en ocasiones tuvieron éxito, en otras ciudades del norte.

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Es con esta historia en mente con la que debemos reflexionar sobre el enfoque de la Administración Trump en materia tributaria. Una y otra vez, los opositores a la democracia han tratado de privar de ingresos al Estado, eliminar la administración tributaria independiente y neutral, y arrebatar el poder del dinero al pueblo estadounidense. Este año, el IRS ha perdido más de una cuarta parte de su plantilla, con pérdidas especialmente importantes en las secciones de la agencia que se encargaban de hacer cumplir las normas fiscales para los estadounidenses más ricos. Los economistas coinciden en que los aranceles de Trump han limitado claramente el potencial de ingresos, pero los ingresos no son realmente el objetivo. Al igual que las amenazas de la Administración al estatus de exención fiscal de las universidades y las fundaciones filantrópicas, el sistema arancelario es principalmente un mecanismo para castigar a los enemigos identificados por el presidente. Un paso más en el camino hacia un sistema financiero personalista ha sido la obtención de donaciones privadas para la destrucción del ala este de la Casa Blanca y para el pago de las tropas.

Históricamente, en la doble estrategia de debilitamiento fiscal y supresión del voto, el componente tributario siempre ha sido el aspecto menos evidente. Y eso ha tenido consecuencias perniciosas. Incluso cuando se ha ampliado el acceso de los estadounidenses a las urnas, han sobrevivido las limitaciones tributarias antidemocráticas. Los requisitos de mayoría cualificada de la era Jim Crow en materia de impuestos siguen vigentes en algunos estados del sur, lo que significa que, incluso cuando la mayoría de los votantes quieren recaudar más ingresos para sus escuelas, carreteras u hospitales, esos ingresos no están disponibles. Y aunque la 16ª Enmienda otorgó al gobierno federal la autoridad para recaudar un impuesto sobre la renta, el límite constitucional sobre los impuestos directos mencionado anteriormente sigue vigente en la Constitución, lo que constituye una conveniente excusa para poder declarar como inconstitucional el impuesto federal sobre el patrimonio.

Si un futuro gobierno logra revertir los esfuerzos de la administración actual por consolidar el poder, pero no logra reconstruir nuestra capacidad tributaria nacional, será una victoria vacía. Para que una democracia prospere, debe contar con los recursos necesarios para actuar. Sin impuestos, no hay representación.


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