lunes, 17 de febrero de 2025

La economía dominante, catálogo de horrores


James K. Galbraith, Sin Permiso

En un notable catálogo de horrores publicado en The New York Times, el periodista Ben Casselman detalla los «principios centrales» de la economía dominante que han caído políticamente en desgracia: libre comercio, fronteras abiertas, impuestos sobre el carbono, austeridad fiscal. En su cobertura de la reciente reunión anual de la American Economic Association celebrada en San Francisco, Casselman señala los problemas que los economistas no han resuelto: la desindustrialización, el crac de 2008 y la consiguiente recesión, o la ralentización del crecimiento a largo plazo. Y subraya sus mayores fallos de previsión: la crisis financiera de 2007-09, la crisis de precios de 2021-22 y la naturaleza transitoria de la inflación resultante, que hasta ahora ha retrocedido sin desencadenar una recesión.

Con admirable moderación, Casselman informa de la opinión de Jason Furman de que los economistas tienen que «hacer mejor su trabajo... comprendiendo los problemas que les preocupan a la gente», y de la observación de Glenn Hubbard de que hay demasiados profesionales que se han mostrado «desdeñosos e insensibles» ante tales preocupaciones. No es broma.

No es de extrañar que un periodista se encontrara con semejante conglomerado de fracasos -y con casi nadie con una opinión discrepante- en esta reunión de economistas «de primera fila». Por supuesto, hay economistas que han abrazado ideas contrarias sobre los aranceles y el desarrollo, los fraudes y la crisis financieras, las raíces de la desindustrialización en los años 80, la política industrial y medioambiental, y el dinero, el déficit y la deuda. Pero, cuando estos expertos asisten a las reuniones - firmemente controladas por la corriente dominante – se ven marginados en pequeñas habitaciones de hoteles satélites. No hay error que pueda avergonzar a los economistas «de primera fila» como para que renuncien a los puestos de honor.

El control por parte de lo convencional está profundamente arraigado en las normas institucionales. Para ser un economista «de primera» hay que ser titular en un departamento de economía «de primera», lo que a su vez exige publicar en una revista «de primera», un ojo de aguja estrechamente controlado por los ortodoxos. La única vía aparte al prestigio profesional está en un nombramiento para un puesto de alto nivel en la Casa Blanca, la Reserva Federal, el Tesoro estadounidense o, tal vez, el Fondo Monetario Internacional. Las figuras académicas heterodoxas están dispersos, sus departamentos están infradotados y muy abajo en las clasificaciones. Mantener una opinión discrepante coherente -sobre todo si es acertada en cuanto a los méritos- les impide asistir al tipo de reunión a la que asistió Casselman como observador.

Pero nada de esto explica por qué el historial de la economía dominante es tan pobre y por qué produce medidas políticas pésimas y a menudo políticamente imposibles. Respecto al tema de la inflación, la ex presidenta del Consejo de Asesores Económicos Christina Romer comentó: «Estamos aquí todos sentados tratando de diagnosticar qué es lo que salió mal». Su comentario se podría haber aplicado a todos los temas del catálogo de Casselman.

Oren Cass, talentoso polemista conservador que sirvió de contrapunto a los economistas de la corriente dominante, mayoritariamente moderados y liberales, reunidos en San Francisco, da en el clavo cuando sugiere que «ha ido todo mal». Cass nombra con razón la teoría de la ventaja comparativa como uno de los principales errores de la disciplina, aunque dista mucho de ser «el error más básico», y no funciona «estupendamente en el aula», como él afirma.

La ventaja comparativa, un ejercicio sobre el papel sin aplicación en el mundo real, la inventó David Ricardo, un corredor de bolsa británico de principios del siglo XIX, para impulsar y justificar una política de libre comercio que él ya apoyaba. La teoría de Ricardo servía a los intereses nacionales -el libre comercio beneficiaba a la potencia económica dominante, que era Gran Bretaña- y a la clase comercial-industrial en ascenso.

En los Estados Unidos de aquella época, el libre comercio era la política de los plantadores y agricultores. No se afianzó hasta mediados del siglo XX, cuando los Estados Unidos substituyeron a Gran Bretaña como primera economía industrial del mundo. Antes de eso, la protección comercial constituía «el sistema norteamericano», paralelo en Alemania y ampliamente emulado en Asia.

Hay una explicación más profunda que puede llegar a inquietar hasta a Cass. Los economistas derivan sus teorías de la parábola del intercambio y del supuesto de que los mercados son la institución económica clave. Esto les permite tratar la producción como algo secundario -organizada en pseudomercados de trabajo, capital, tecnología, etc.- y aferrarse a una ilusión de equilibrio. La reconfortante idea en la que se basan los modelos de los economistas es que -aparte de todos los problemas, como el monopolio- los mercados, en algún escenario ideal, resolverán las cosas.

En todos los demás campos del conocimiento humano, las teorías del equilibrio desaparecieron después de mediados del siglo XIX, cuando la evolución y la termodinámica pasaron a dominar el pensamiento científico. Los economistas dominantes son los únicos que se resisten, prefiriendo las verdades triviales de los modelos matemáticos autocontenidos al compromiso con el mundo real.

Una visión termodinámica entiende que lo primordial es la producción, no el intercambio. Sin producción, no hay nada que intercambiar. Adquirir y movilizar los recursos necesarios para la producción requiere una inversión fija, realizada por las organizaciones con la esperanza de obtener beneficios. Todas estas inversiones son inciertas. Y toda actividad debe regularse, igual que la tensión arterial o la temperatura del motor del coche.

No hay mercado sofisticado - en realidad, no hay mercado - sin gobierno, y no hay gobierno sin fronteras y límites que determinen su jurisdicción. Ya sólo por eso la globalización estaba destinada a acabar en caos.

No resulta difícil ajustar el pensamiento a este paradigma bien establecido, con el que se enfrentaron hace mucho tiempo todas las demás ramas de las ciencias naturales y sociales. Muchas cuestiones políticas - comercio, desigualdad, energía, tipos de interés y de descuento, déficit y deuda, poder monopolista - pasan a primer plano. Pero no se puede esperar que se registren progresos mientras una escuela de pensamiento anticuada monopolice los recursos que sustentan las universidades, las revistas, las promociones, los fondos de investigación y los primeros puestos en las reuniones anuales de economía.

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