sábado, 20 de abril de 2024

Capitalismo financiero. O de la usura legalizada

Diego Fusaro, Posmodernia

En el marco del capitalismo financiero los mercados especulativos dominan la economía. La Finanza, que en la fase precedente del capitalismo estaba conectada a la producción y era funcional a su desarrollo, se vuelve autónoma y se convierte en un fin en sí misma, subyugando a la propia producción y, en general, a lo que se ha denominado «economía real» (al objeto de distinguirla de aquella otra puramente ficticia y fetichista característica de la finanza).

Mediante la posibilidad de la creatio ex nihilo del dinero se ha incentivado la práctica de la especulación integral en la esfera financiera; práctica que, para encuadrarla conceptualmente, puede ser calificada como el comercio del dinero autorreferencialmente establecido como un fin en sí mismo y emancipado de cualquier finalidad productiva.

Un ejemplo emblemático, entre los muchos disponibles, nos lo ofrece el modus operandi del financiero apátrida y heraldo liberal-progresista de la Open Society, George Soros. En 1992 perpetró un ataque especulativo contra la lira italiana y la libra esterlina, gracias al cual ganó, en una sola noche, una inmensa fortuna. En concreto, pidió prestados diez mil millones de libras esterlinas y las convirtió en marcos alemanes. Esperó a que la libra se depreciara en los mercados un 15% y, en ese momento, revendió los marcos y obtuvo en el cambio casi doce mil millones de libras. De este modo pudo devolver los diez mil millones que había pedido prestados, con los intereses correspondientes, y quedarse el resto, con un beneficio de cerca de dos mil millones de libras esterlinas.

El de Soros puede tomarse como un ejemplo “de manual” de esa especulación financiera que, en síntesis, consiste en “apostar” y obtener beneficios «jugando” con la diferencia de precios en el tiempo y en el espacio de los instrumentos financieros, mercancías y monedas, sin aportar ningún valor añadido. Para que la especulación sobre la economía y sobre la sociedad se haga hegemónica, son condiciones indispensables el monopolio de la moneda y la completa libertad de los capitales. Y es con miras a este resultado que el capitalismo financiero se desarrolló, especialmente tras el final de los acuerdos de Bretton Woods y mediante los sucesivos procesos de desregulación financiera.

La especulación, como elemento consustancial al sistema financiero de los “banksters” y de Wall Street (o mejor, “War Street”), confirma la tesis de Keynes; en su opinión, si no está regulado, el capitalismo financiarizado es lo más parecido a un casino. Para ser exactos, se trata de una casa de apuestas verdaderamente sui generis, basada en una regla muy simple: si sale cara, gana la banca; y si sale cruz, pierden los contribuyentes. O, para decirlo con el título del libro de Sheldon Emry, “Billones para los banqueros, deudas para el pueblo” (Billions for bankers, debts for the people, 2017).

Algunos inversores pueden ganar fácilmente formidables cantidades de dinero en muy poco tiempo, pero la mayoría de la población pierde y la economía productiva cae en la ruina. Así lo ha escrito Susan Strange en su estudio Casino Capitalism (1997): «la enorme diferencia entre la casa de juego normal, que se puede visitar o no, y la casa del juego global de la alta finanza, es que en los juegos que se despliegan en esta última estamos todos involuntariamente involucrados”.

La definición keynesiana del Capitalismo de Casino resulta también convincente porque, en el orden liberal-financiero, el objetivo no es reducir el riesgo tanto como sea posible sino que, de manera diametralmente opuesta, se asume conscientemente, ya que es el elemento que permite obtener ingentes ganancias, dejando “generosamente” que sean los demás los que siempre pierdan. De otro lado, la prevalencia sobre los mercados financieros de la actividad especulativa a corto plazo –principalmente en el ámbito del comercio automatizado de valores– ha potenciado de forma exponencial la irresponsabilidad social de las inversiones.

Tal irresponsabilidad endémica se debe también al hecho de que el casino especulativo del neocapitalismo se rige, a su manera, bajo una lógica rigurosa o, parafraseando las palabras del Hamlet shakesperiano, se manifiesta como una locura dotada de su propio método, que se puede condensar así: cuanto más arriesgas, más puedes ganar o perder. Y como corresponde a su finalidad de maximizar el rédito, superando todo posible límite, la finanza especulativa se aventura en operaciones cada vez más acrobáticas y más arriesgadas, aprovechándose muy frecuentemente de los depósitos de los ahorradores para crear dinero y generar beneficios. Es, por ejemplo, la lógica–ilógica de los hedge funds (fondos de cobertura), con los que se especula tomando dinero prestado.

La mecánica de la finanza especulativa pone en marcha, además, una paradoja digna de mención: los ahorradores, a pesar de no querer correr riesgos, confían sus ahorros a un banco que, au contraire, puede utilizar ese patrimonio –de hecho sin su conocimiento– para embarcarse en operaciones especulativas arriesgadas. Entre otras cosas, de aquí se puede inferir que las asimetrías coesenciales al modo financiero capitalista de la valorización son también de orden cognitivo: las instituciones financieras y las grandes agencias de especulación disponen de un volumen de información inaccesible para los pequeños y medianos inversores, y no digamos para los vulgares ahorradores.

No hace falta señalar que la constelación del sistema bancario, el orden financiero y la dinámica de la especulación constituyen –por su esencia y no per accidens– un inmenso amplificador de las desigualdades sociales. Y ello sobre la base de la propia estructura de la lógica financiera, ya que el dinero posibilita múltiples oportunidades para generar más dinero (marxianamente, D-D1-D2) y, por tanto, quien más tiene, más puede enriquecerse.

Por esta razón, las protestas de Occupy Wall Street, a partir de 2011, aunque presentaban una peculiar estética de la impotencia, contaban con un fundamento irrefutable: gracias al capitalismo financiero, la mayor parte de los habitantes del planeta han sido literalmente expropiados de los frutos de su trabajo y su tierra por una minoritaria élite plutocrática borderless. En términos técnicos, se suele definir como «profundización financiera«: locución que indica, por un lado, la capilar penetración generalizada de los mercados financieros en todas las esferas del mundo de la vida y, por otro, la estrategia del empobrecimiento de masas o, más precisamente, la redistribución de la renta desde abajo hacia arriba (concebida, por tanto, como un momento esencial de la lucha de clases redefinida como masacre unívoca de los dominados por parte de los dominantes).

A corroborar esta tesis filosófico-política acuden los datos. Basta considerar el hecho de que alrededor de 1980 (por lo tanto, antes de la horquilla de la masiva financiarización turbocapitalista), la nación más rica del mundo detentaba una riqueza equivalente a 88 veces la del país más pobre. Pues bien, con la llegada del nuevo Milenio la disparidad ha ascendido a 270 veces. Cabría añadir que los mil individuos más ricos del mundo poseen un patrimonio neto ligeramente inferior al doble del patrimonio total de los 2.500 millones de personas más pobres.

Para traer a colación otro dato relevante, los salarios de los top managers de las grandes empresas, en 1980, ascendían en promedio a 40 veces el salario bruto medio del trabajador; con el nuevo Milenio han crecido hasta representar entre 350 a 400 veces esta referencia. La tesis marxiana de la «centralización del capital«, enunciada en el libro primero de Das Kapital, parece adherirse a la realidad factual, sobre todo si se considera que la clase turbocapitalista dominante, líquida y posburguesa, se cifra actualmente en alrededor de diez millones de personas en un planeta poblado por más de ocho mil millones de habitantes.

Por otra parte, es de general conocimiento que el mercado financiero occidental está dominado por tres gigantes americanos, que responden a los nombres de Black Rock (que gestiona más de 10 billones de dólares), Vanguard (que administra unos 7 billones) y State Street (que controla alrededor de 4 billones).

Estos colosos globocráticos, además, no sólo confirman la tesis marxista de la centralización del capital sino que, al mismo tiempo, demuestran cómo ésta genera también, sin solución de continuidad, una consecuente centralización política: el poder de estas instituciones financieras es tal, que se transforman en una fuerza política capaz de situarse por encima de los Estados y condicionarlos, convirtiéndolos muy frecuentemente en simples ejecutores de su voluntas económica. De hecho, si los gigantes bancarios y financieros revocan la confianza a los Estados que no siguen sus recetas económicas –puntualmente orientadas en sentido liberal-progresista, desregulador e imperialista– entonces el precio de sus títulos de Deuda Pública se desplomará. Y, de tal guisa, los gobiernos se verán obligados de facto a ofrecer rendimientos más altos para que los inversores decidan financiar su Deuda.

La fabula docet es que, merced a la centralización del capital y a la concentración oligopólica de la moneda, los señores sans frontières de la finanza cosmopolita ejercen un poder prácticamente autocrático incluso sobre los Estados Unidos y, con mayor razón, sobre la economía de los países financieramente más frágiles.

En este mismo horizonte de sentido debe ser interpretada la forma de operar de las Agencias de Rating, que reflejan en su máxima expresión la hipocresía del orden capitalista y su esencia intrínsecamente no democrática. Agencias de Calificación, como Moody, Fitch y S&P Global Ratings, evalúan la fiabilidad de los valores y representan, por así decirlo, los «barómetros» de las finanzas globales. En otras palabras, juzgan si las empresas y los bancos, los entes públicos y los Estados (todos indistintamente tratados y sin escapatoria posible), están en condiciones de pagar sus deudas.

Dejando de lado el hecho de que los criterios de evaluación utilizados por las Agencias de Rating parecen decididamente opacos y a menudo discrecionales, y que, además, a veces dan lugar a groseros errores de cálculo en la atribución de sus calificaciones (por ejemplo, incomprensiblemente asignaron las célebres «3 A» a sociedades como Lehmann Brothers y Enron), no se debe pasar por alto su ineludible politicidad: es decir, el hecho de que, con sus juicios, son capaces de mediatizar fuertemente incluso a los Estados nacionales, amenazándolos o castigándolos si se atreven a desviarse del canon neoliberal. El spread es la medida de la credibilidad de un país a la hora de pagar su Deuda; y así, las Agencias de Rating están en posición de atacar a los Estados rebajando su calificación, como hacen con cualquier otra empresa. Hay quienes, con razón, acuñaron la fórmula «Dictadura del Spread«. El hecho mismo de que estas Agencias de Rating sean norteamericanas las hace decididamente poco neutrales con respecto a los intereses de la finanza estadounidense, por no hablar, en última instancia, del vínculo «incestuoso» con sus clientes. En resumen, más que ante el genérico finanz-capitalismo teorizado por Luciano Gallino, nos hallamos frente a la Dictadura de la Usura Cosmopolita como culminación del propio capitalismo.

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