Santiago Alba Rico, Público
Lo mejor y lo peor que puede decirse de la polémica y aclamada película de Adam McKay, No mires arriba, es que es brillante y entretenida. Es lo mejor porque, en efecto, pasas un buen rato gracias al ingenio de unos guionistas que vuelcan en ella todas las verdades que habitualmente se nos ocultan y todas las denuncias a las que en otros formatos nadie hace ningún caso: el populismo electoralista de los gobernantes, la colusión entre el poder político y el económico, las fantasías de los gurús tecnológicos, el negacionismo interesado de los plebeyos, la frivolidad cómplice de los medios de comunicación. Es lo mejor, pero también lo peor, porque el único efecto que introduce en el mundo es el de confirmar las fronteras impermeables entre la enunciación y la acción. La verdad, por así decirlo, nos divierte tanto como el magufismo, el adefesio y la estupidez.
He hablado de "las verdades que nos ocultan". No es una frase acertada, porque lo cierto es que ya nadie nos oculta nada. Al igual que "The Daily Rip", la famosa emisión televisiva de la película, con sus carismáticos e inescrupulosos presentadores, todos los días, desde hace años, nuestros medios de comunicación, entre la noticia de un divorcio y la de un fichaje futbolístico, nos cuentan la verdad acerca del mundo. Hace años que nada permanece en la oscuridad. Si hubo un período clásico del capitalismo en el que el "sistema" se reproducía sobre la ignorancia inducida de la gente, hoy se reproduce de manera transparente, sin recodos ni secretos, a partir del conocimiento aireado, exhibido y hasta orgulloso de sus bajezas y sus peligros. Es lo que, frente al negacionismo, yo llamaría "reconocionismo", un fenómeno del que No mires arriba es la culminación cinematográfica y, si se quiere, el cierre categorial. Hace setenta años no se hubiera podido hacer esta película o se hubiera perseguido a sus autores, como el FBI y la CIA persiguen al doctor Mindy y a la doctora Dibiasky. Hoy la película reconoce sin ambages lo que nos está ocurriendo y todos, aún más, nos reconocemos en lo que relata sin que se ondule siquiera la superficie del mundo exterior amenazado. Ya lo dijo hace veinte años el siempre sabio Berlusconi, tras la muerte de Nicola Calipari: "la verdad no cambia nada". Conformémonos con que sea "entretenida".
El reconocionismo, en definitiva, es la otra cara del negacionismo en un mundo en el que la ignorancia ha sido sustituida por una impotencia a veces cínica y a veces llorona. Ya no hace falta el engaño ni la manipulación; lo sabemos todo, pero no podemos hacer nada. Es como esos insectos provistos de aguijón que inyectan anestesia a las víctimas de las que se alimentarán sus larvas; mientras son devoradas, estas despensas vivas conservan la vista y la sensibilidad; asisten lúcidas, pero sin poder moverse, a su propia destrucción. Eso es lo que cuenta la película y eso es lo que hace la película. Nos cuenta por qué no podemos movernos, pero sin introducir en nuestras vidas movimiento alguno. Escenifica, mientras contemplamos sedentes la pantalla, el expediente irreversible de nuestra inmovilidad. En definitiva: en términos políticos y antropológicos -en términos, si se quiere, de placer- entre la película No mires arriba y el programa "The Daily Rip" en ella satirizado no hay ninguna diferencia. Es solo su prolongación.
"Reconocionismo" es, pues, esta permanente enunciación parapolítica de los peligros que se ciernen sobre el planeta. Todos reconocemos, por ejemplo, la catástrofe del cambio climático o la intimidad orgánica entre la pandemia y la explotación capitalista de la naturaleza. Las reconocemos y nos convertimos en sus heraldos supersticiosos. Se trata de un reconocimiento un poco vicioso, pues se formula en paralelo a los peligros así nombrados y cuyo nombre mismo, en la medida en que nos produce placer, parece ponernos a salvo. Los negacionistas se rebelan contra la verdad; son al menos rebeldes. Los reconocionistas proclamamos y aceptamos las dos verdades: la de la destrucción de la especie y la de nuestra impotencia para evitarla. Al proclamarla, porque la proclamamos, nos hacemos la ilusión de estar fuera de peligro. El reconocionismo, como el negacionismo, nos tranquiliza.
El reconocionismo, forma superior de la reproducción capitalista, tiene estos efectos recreativos. Si los pasajeros de tercera del Titanic hubiesen conocido ya la historia del Titanic -arquetipo catastrófico- se habrían sentido aterrorizados al oír música de danza en la cubierta superior: "bailan, luego nos hundimos". Pero también, junto al terror y contra él, podrían haber sentido el impulso de unirse en espíritu a la primera clase: "nos hundimos, luego bailemos". En otra época de crisis global, el poeta Bertolt Brecht escribió: "cuando la rama está a punto de quebrarse, todo el mundo se pone a inventar sierras". No todo el mundo. También podría decirse: cuando la rama está a punto de quebrarse, todos se ponen a inventar pasos de baile. O también: cuando la rama está a punto de quebrarse todos se ponen a contar en voz alta los crujidos. Cada uno escoge su ansiolítico.
No mires arriba lo resume todo y después se autodestruye limpiamente. Como producto es bueno; como lección impecable; como intervención nula. Salvo porque nos recuerda las razones por las que merecería la pena conservar la humanidad ya condenada: la dignidad, el amor y la risa. Ninguna de los tres desviará el meteorito, entre otras razones porque ya cayó. Somos casi 8000 millones de supervivientes y con la dignidad, el amor y la risa tendremos que hacer algo más que películas como No mires arriba. O artículos como éste.
No pasa de ser un gracioso y exitoso decir de como son las cosas, pero sin decir porque son así porque eso no se puede decir, para todo siga igual. Luego, negociantes y celebridades alegremente se reparten las ganancias. Nada nuevo.
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