Alejandro Nadal, La Jornada
Para la teoría económica, el capitalismo es la forma más acabada en la historia de las organizaciones sociales, y como tal, casi no ofrece horizontes de mayores transformaciones, pues la perfección no tolera cambios. Muchos analistas, incluso críticos del capitalismo, comparten esta visión (o falta de visión) histórica.
Sin embargo, algunas características sobresalientes de la economía mundial hoy invitan a pensar que estamos frente a transformaciones que implican cambios esenciales del capitalismo. Por ejemplo, el dominio del sector financiero y la nueva ola de automatización en todo tipo de actividades aparecen como rasgos emergentes que podrían anunciar una nueva formación en el devenir del capitalismo. ¿Somos testigos de una monumental metamorfosis social y económica de dimensiones históricas?
Para responder esta interrogante no es ocioso examinar los orígenes del capitalismo. Y una de las primeras sorpresas que se lleva mucha gente cuando se confronta al tema de los inicios del capitalismo es que éste no nace en las ciudades y no tiene nada que ver con lo que se denomina la burguesía citadina. En efecto, desde hace miles de años existieron grandes concentraciones urbanas, pero en ellas no surgió algo que se pareciera al capitalismo. Esas urbes coexistieron con intrincadas redes comerciales, pero no engendraron el capitalismo. Incluso en las ciudades del norte de Italia, con una clara vocación mercantil, sofisticados instrumentos de crédito y donde se inventó el sistema de contabilidad por partida doble, no se encuentra la cuna del capitalismo. Y es que la lógica del comportamiento mercantil, comprar barato para vender caro, no está interesada en transformar los medios de producción para maximizar ganancias.
La historia del capitalismo es breve (no tiene más de 250 años), pero siempre sorprende a más de uno saber que esta forma de organización social tiene orígenes agrarios. El análisis de la historiadora Ellen Meiksins Wood demuestra que el nacimiento del capitalismo se produce en la matriz de relaciones agrarias en Inglaterra hacia finales del siglo XVII. Ahí los grandes latifundios existentes dieron lugar a relaciones de mercado que hicieron lo que el capitalismo sabe hacer muy bien: transformar las condiciones de producción para maximizar ganancias.
La propiedad de la tierra en Inglaterra había estado altamente concentrada desde tiempo atrás y eso obligó a que vivieran en ella trabajadores rurales que no siendo propietarios debían pagar una renta. La centralización del poder político en ese país se tradujo en una peculiar combinación de hechos. Por un lado el Estado estaba al servicio de la clase terrateniente y le garantizaba la estabilidad en su propiedad. Pero por el otro, los dueños de la tierra no tenían grandes medios extra-económicos (militares o de servidumbre política) para explotar a los trabajadores que vivían en sus tierras. Éstos ya se habían convertido desde mucho tiempo atrás en verdaderos inquilinos rurales y para hacerlos más productivos los grandes propietarios de tierras comenzaron a descansar cada vez más en la coerción del mercado.
Desde el siglo XVI los propietarios de tierra empezaron a obligar a sus inquilinos a competir entre sí en lo que se convirtió en un mercado de acceso a la tierra. Los trabajadores rurales tenían entonces que introducir mejoras en los terrenos para obtener más productividad y así poder pagar una mayor renta. Las rentas sobre la tierra se determinaron cada vez más por las presiones del mercado, en contraste con otras partes de Europa donde la renta era fijada por la costumbre y las tradiciones. Los trabajadores rurales que salieron derrotados en esta competencia perdieron el acceso a la tierra y se convirtieron en proletarios asalariados, aun antes de las grandes expulsiones ligadas a los cercamientos de las tierras (enclosures). Así se consolidó una compleja relación de coerción por las fuerzas del mercado que forzaba la introducción de mejoras en los medios de producción para maximizar ganancias. La transición hacia el despliegue completo de relaciones capitalistas de producción no tardó mucho.
Hoy la financiarización y la automatización amenazan desde ángulos diferentes la racionalidad pura de la producción capitalista. La lógica de las finanzas está fincada en la diferencia cuantitativa entre inversión y rendimiento: no está interesada en transformar los medios de producción. Y si su racionalidad es absorbida por las empresas no financieras, lo que sucede al interior del proceso de producción le tiene sin cuidado.
Por su parte, la automatización entraña un desafío inédito para el capitalismo: lleva al extremo las presiones del mercado coercitivo para transformar los medios de producción al grado de hacer peligrar la base misma del cálculo del excedente y la explotación. Los complejos mecanismos microeconómicos por los cuales estas mutaciones llevarán a una transformación esencial todavía no terminan de desplegarse.
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