Robert Skidelsky, Project Syndicate
El establishment republicano se apresuró raudamente a presentar al presidente electo Donald Trump como una garantía de continuidad. Por supuesto, no es eso en absoluto. Hizo campaña contra el establishment político y, como dijo en un mitin preelectoral, una victoria para él sería un "Brexit plus, plus, plus". Con dos terremotos políticos en el lapso de unos meses, y otros que seguramente vendrán, bien podríamos coincidir con el veredicto del embajador de Francia ante Estados Unidos: el mundo como lo conocemos "se está desmoronando frente a nuestros ojos".
La última vez que parecía estar sucediendo lo mismo fue la era de las dos guerras mundiales, 1914 a 1945. La sensación entonces de un mundo "que se venía abajo" fue capturada por el poema de William Butler Yeats de 1919 "El segundo advenimiento": "Todo se desmorona; el centro cede; la anarquía se abate sobre el mundo". En un momento en que las instituciones de gobierno tradicionales estaban absolutamente desacreditadas por la guerra, el vacío de legitimidad iba a ser ocupado por demagogos poderosos y dictaduras populistas: "Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad". Oswald Spengler tuvo la misma idea en su obra La decadencia de Occidente, publicada en 1918.
El pronóstico político de Yeats estaba moldeado por su escatología religiosa. Creía que el mundo tenía que transitar una "pesadilla" hacia "Belén para nacer". En su época, tenía razón. La pesadilla que discernía se prolongó a lo largo de la Gran Depresión de 1929-1932 y culminó en la Segunda Guerra Mundial. Eran preludios del "segundo advenimiento", no de Cristo, sino de un liberalismo construido sobre cimientos sociales más firmes.
¿Pero acaso las pesadillas de la depresión y la guerra eran preludios necesarios? ¿El horror es el precio que debemos pagar por el progreso? El mal muchas veces ha sido, en efecto, el agente del bien (sin Hitler, no habría Naciones Unidas, ni Pax Americana, ni Unión Europea, ni tabú sobre el racismo, ni descolonización, ni economía keynesiana y mucho más). Pero esto no quiere decir que el mal sea necesario para el bien, mucho menos que deberíamos desearlo como un medio para alcanzar un fin.
No podemos abrazar la política del levantamiento, porque no podemos estar seguros de que producirá un Roosevelt en lugar de un Hitler. Cualquier persona decente y racional anhela un método más tranquilo para alcanzar el progreso.
¿Pero el método más tranquilo -llamémoslo democracia parlamentaria o constitucional- debe colapsar periódicamente de manera desastrosa? La explicación habitual es que un sistema fracasa porque las elites pierden de vista a las masas. Pero si bien uno podría esperar que esta desconexión ocurriera en las dictaduras, ¿por qué el desencanto con la democracia se afianza en las propias democracias?
Una explicación, que se remonta a Aristóteles, es la perversión de la democracia por la plutocracia. Cuanto más desigual es una sociedad, más divergen los estilos de vida y los valores de los ricos con respecto a la gente "común". Llegan a habitar comunidades simbólicamente cerradas en las que sólo un tipo de conversación pública es considerado decente, respetable y aceptable. Esto representa en sí mismo una privación de derechos considerable. Para los seguidores de Trump, sus metidas de pata no fueron tales o, si lo fueron, a sus seguidores no les importó.
Pero es la economía, no la cultura, lo que le asesta un golpe a la legitimidad. Cuando las recompensas del progreso económico recaen principalmente sobre quienes ya son ricos es que la disyuntiva entre valores culturales de las minorías y las mayorías se torna seriamente desestabilizadora. Y esto, en mi opinión, es lo que está sucediendo en el mundo democrático.
El segundo advenimiento de liberalismo representado por Roosevelt, Keynes y los fundadores de la Unión Europea ha sido destruido por la economía de la globalización: la búsqueda de un equilibrio ideal a través del movimiento libre de bienes, capital y mano de obra, con su tolerancia conjunta de delincuencia financiera, recompensas dadivosas para unos pocos, altos niveles de desempleo y subempleo y reducción del papel del estado en la asistencia social. La desigualdad resultante de la producción económica corre el velo democrático que esconde de la mayoría de los ciudadanos los verdaderos mecanismos del poder.
La "apasionada intensidad" de los populistas transmite un mensaje simple, fácil de comprender y hoy resonante: las elites son egoístas, corruptas y a menudo criminales. Se le debe devolver el poder al pueblo. Sin duda no es una coincidencia que las dos principales sacudidas políticas del año -el Brexit y la elección de Trump- se hayan producido en los dos países que más fervientemente abrazaron la economía neoliberal.
Las opiniones geopolíticas y económicas de Trump deberían ser juzgadas en este contexto de desencanto, no por un estándar moral o económico ideal. En otras palabras, el trumpismo podría ser una solución para la crisis de liberalismo, no un augurio de su desintegración.
Visto de esta manera, el aislacionismo de Trump es una manera populista de decir que Estados Unidos necesita dar marcha atrás con compromisos que no tiene ni el poder ni la voluntad de cumplir. La promesa de trabajar con Rusia para poner fin al conflicto salvaje en Siria es sensata, aunque implique la victoria del régimen de Bashar al-Assad. Desentenderse de manera pacífica de responsabilidades globales manifiestas será el mayor desafío de Trump.
El proteccionismo de Trump recuerda una tradición norteamericana más antigua. La economía de manufactura de salarios altos y rica en empleos de Estados Unidos se ha ido a pique con la globalización. ¿Pero cómo se vería una forma viable de proteccionismo? El desafío será alcanzar controles más estrictos sin perjudicar a la economía mundial o enardecer las rivalidades nacionales y el sentimiento racista.
Trump también ha prometido un programa de inversión en infraestructura de 800.000 millones a 1 billón de dólares, que será financiado con bonos, así como un recorte masivo del impuesto a la renta, con el objetivo de crear 25 millones de nuevos empleos y estimular el crecimiento. Esto, junto con una promesa de mantener los beneficios sociales, representa una forma moderna de política fiscal keynesiana (aunque, por supuesto, no identificada como tal). Su mérito es su reto frontal a la obsesión neoliberal por la reducción de los déficits y la deuda, y a la dependencia de la flexibilización cuantitativa como la única herramienta -ahora agotada- de gestión de la demanda.
Mientras Trump pasa del populismo a las políticas, los liberales no deberían mirar hacia otro lado con disgusto y desesperación, sino más bien confraternizar con el potencial positivo del trumpismo. Sus propuestas necesitan ser cuestionadas y perfeccionadas, no descartadas como desvaríos ignorantes. La tarea de los liberales consiste en asegurar que un tercer advenimiento de liberalismo llegue con el menor costo para los valores liberales. Y habrá un cierto costo. Ese es el significado del Brexit, de la victoria de Trump y de cualquier victoria populista futura.
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