Napoleón Gómez Urrutia, La Jornada
El crecimiento de la economía global durante los pasados 30 años ha generado una mayor desigualdad y en muchas naciones pobreza extrema. Es importante analizar esta situación con una mayor profundidad para obtener explicaciones, al mismo tiempo que generar propuestas acerca de cómo podemos cambiar este modelo de crecimiento y promover una mayor prosperidad entre los grandes núcleos de la población. Es necesario sin duda reformar el sistema de impuestos, la política monetaria, así como diseñar nuevos métodos para obtener una distribución del ingreso más justa, a través de medidas directas, sencillas y concretas que puedan adoptar los políticos, los administradores y los gobiernos.
El futuro de un país no puede apoyarse únicamente en las manos de unos pocos individuos, grupos o familias. Ello no solamente se basa en razones de justicia social, sino también en criterios de racionalidad y eficiencia económicas. He afirmado en otros escritos que una estrategia que no permite mejorar el nivel de vida de la población, garantizar un poder adquisitivo más elevado, que a su vez estimule la demanda y el mercado, es una política económica que va al fracaso.
Por lo tanto, es urgente formular propuestas que generen diferentes alternativas para el crecimiento nacional y global de la economía, al mismo tiempo que se obtenga una distribución del ingreso más eficiente, racional y justa. La investigación y el análisis modernos deben propiciar programas que sean entendibles y atractivos para cualquier persona, pero que también puedan ser adoptados y aplicados por todos aquellos que son responsables de tomar decisiones y desarrollar una política económica más accesible para todos.
El peso de la crisis económica de las décadas recientes no sólo presiona cada vez peor sobre los desempleados y sus familias, sino que se extiende más allá a las capas más amplias de la sociedad, como se observa en México, por ejemplo. Las técnicas de medición de la desigualdad reflejan lo que todos vemos a nuestro alrededor, en el sentido de que los ricos cada vez se vuelven más ricos exhibiendo su excesos y sus lujos, mientras que un creciente número de trabajadores es afectado severamente por el empleo precario, los salarios reales estancados o decrecientes, los beneficios sociales en rápido proceso de desaparición, como la educación profesional, y la reducción en los servicios médicos, de salud y en los beneficios y prestaciones de los asalariados.
Hace unos días el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz afirmó, durante su participación en el foro mundial de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), en Guadalajara, Jalisco, que la prosperidad no significa igualdad. Que podemos tener crecimiento pero no necesariamente ello reduce la brecha de la desigualdad, si no se garantiza que el aumento de la capacidad productiva de la economía distribuya sus beneficios llegando equitativamente a todos los grupos poblacionales y generando la igualdad de oportunidades.
La propia OCDE señaló que en México, después de 20 años de Tratado de Libre Comercio, celebrado entre Canadá, Estados Unidos y México, los resultados obtenidos son mediocres, porque no han permitido mejorar la calidad del empleo, la educación y la seguridad. La desigualdad que existe en el país se manifiesta no sólo entre los diferentes grupos sociales, sino también a escala regional, y la propia organización destaca el ejemplo de que en Chiapas tres de cada cuatro personas viven en la pobreza, mientras que en Nuevo León uno de cada cinco habitantes del estado son los que están en esa situación.
Los riesgos que vive un país en las condiciones presentadas suponen un reto fundamental si se busca evitar que un sistema de desigualdad basado en la explotación y las injusticias pueda crear graves peligros de inestabilidad social y de desajustes entre los factores de la producción. Actualmente México no tiene la seguridad adecuada para propiciar un sano crecimiento con reducción de la pobreza. El modelo de desarrollo vigente no propicia la responsabilidad compartida ni el sentido de solidaridad y entrega a la nación, sino a los intereses personales o de grupo. Esto se evidencia con una proporción muy elevada de la población, más de 50 por ciento, que vive en la pobreza, la frustración y el abandono.
La economía global y los nuevos tratados de libre comercio, como el Acuerdo Transpacífico, aumentarán los retos y dificultades a muchas de las economías por medio de competencias desleales, mayor concentración del ingreso, prácticas y vicios de saturación de mercados. Esto se dará en una situación en la que, por una parte, tendrán que competir los salarios más bajos, las diferencias en educación, capacitación, y por la otra, el acercamiento a las fuentes de poder, los ingresos elevados de los propietarios, todo lo cual acentuará cada día más la distancia entre los marginados y los grandes beneficiarios.
El tiempo para corregir esta grave desigualdad cada día se reduce más. Sin embargo, nunca es tarde para aplicar un nuevo sistema de mayor justicia y dignidad, como lo demuestran diversas inclinaciones electorales en varios países como Gran Bretaña, Canadá y otras naciones en Europa. Como Thomas Piketty lo ha señalado, es muy difícil establecer o consolidar un sistema democrático cuando se tiene una desigualdad extrema, particularmente en términos de la influencia política de los que más tienen, así como del desarrollo del conocimiento y la información, el cual es muy asimétrico entre los sectores pobre y rico de la sociedad.
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