Emir Sader, La Jornada
La izquierda occidental tuvo siempre un fuerte acento eurocentrista. Las mismas definiciones de izquierda y de derecha de Europa se han difundido por todo el mundo.
La izquierda europea fue básicamente socialista –o socialdemócrata– y comunista. Tenía como componentes esenciales sindicatos y partidos políticos –con representación parlamentaria, disputando elecciones, aliados entre sí. Y grupos más radicales, en general trotskistas, que eran parte del mismo escenario político e ideológico.
Como uno de sus componentes –que se volvería un problema–, el nacionalismo fue clasificado como una ideología de derecha, por su modalidad chovinista en Europa. La responsabilidad atribuida a los nacionalismos en las dos guerras mundiales ha consolidado esa clasificación.
En otros continentes, especialmente en América Latina, esa clasificación aparecía como esquemática, mecánica. La inadecuación de ese esquema se fue volviendo cada vez más clara, conforme surgían fuerzas y liderazgos nacionalistas.
Ocurre que en Europa la ideología de la burguesía ascendente fue el liberalismo, oponiéndose a las trabas feudales para la libre circulación del capital y de la mano de obra. El nacionalismo se ubicó a la derecha del espectro político e ideológico, exaltando los valores nacionales de cada país en oposición a los de otros países y, más recientemente, oponiéndose a la unificación europea, porque debilita a los Estados nacionales.
Mientras que en la periferia del capitalismo el nacionalismo y el liberalismo tienen rasgos distintos, hasta opuestos a los que tienen en Europa. El liberalismo fue la ideología de los sectores primario exportadores, que vivían del libre comercio, expresando los intereses de las oligarquías tradicionales, del conjunto de la derecha. El nacionalismo, al contrario de Europa, siempre tuvo un componente antimperialista.
La izquierda europea tuvo grandes dificultades con el nacionalismo y el liberalismo en regiones como América Latina. Como uno de los errores provenientes de la visión eurocéntrica, líderes como Perón y Vargas alcanzaron a ser comparados por PCs de América Latina con dirigentes fascistas europeos –como Hitler y Mussolini– por su componente nacionalista y antiliberal. A la vez, varias fuerzas liberales latinoamericanas fueron aceptadas en la Internacional Socialista porque estarían defendiendo sistemas políticos democráticos (en realidad, liberales) en contra de dictaduras, que serían protagonizadas por líderes nacionalistas con sus carismas y su supuesta ideología populista y autoritaria.
Procesos como las revoluciones mexicana, cubana, sandinista, y liderazgos nacionalistas como los mencionados, fueron difícilmente asimilables por la izquierda tradicional, por las improntas eurocéntricas de ésta. Lo mismo ocurre, de cierta forma, con las características de la izquierda latinoamericana del siglo XXI, con la cual la izquierda tradicional europea tiene dificultades para comprender su carácter y luchas.
Esas mismas limitaciones afectan a la intelectualidad de izquierda europea, que ha heredado el eurocentrismo y lo ha adaptado a sus visiones de América Latina. Por una parte, están los intelectuales socialdemócratas que, en tanto esta corriente ha asumido el neoliberalismo, han perdido cualquier posibilidad de comprender a América Latina y la izquierda posneoliberal de nuestra región.
Pero hay también los intelectuales francotiradores o vinculados a corrientes de ultraizquierda europea que lanzan sus análisis críticos sobre los gobiernos progresistas latinoamericanos con gran desenvoltura, diciendo lo que esos gobiernos harían de equivocado, lo que debieran hacer, lo que no deberían hacer, etcétera, etcétera. Hablan como si sus tesis hubieran sido confirmadas en algún lugar, sin poder presentar ningún ejemplo concreto de que sus ideas hayan cuajado y demostrando así que se adecuarían mejor a la realidad que los caminos que esos gobiernos siguen.
Se preocupan de las tendencias caudillistas y populistas de líderes latinoamericanos, juzgan esos procesos a partir de lo que dicen que serían los intereses de tal o cual movimiento social o de una u otra temática. Tienen dificultad para comprender el carácter nacionalista, antimperialista, popular, de los gobiernos posneoliberales, sus procesos concretos de construcción de una hegemonía alternativa en un mundo todavía muy conservador. Sobrevuelan las realidades como pájaros, elogian algo, luego critican, sin identificarse profundamente con el conjunto de esos movimientos, que son la izquierda del siglo XXI. Pasa el tiempo y esas visiones eurocéntricas no resultan en construcción concreta alguna, porque son impotentes para captar los nervios contradictorios de la realidad para, a partir de ella, proponer alternativas que puedan ser asumidas por el pueblo.
Se comportan como si fueran consciencias críticas de la izquierda latinoamericana y como si necesitáramos de ellas, como si no tuviéramos consciencia de las razones de nuestros avances, de los obstáculos que tenemos por delante y de las dificultades para superarlos. Mientras que sus voces no sólo no pueden presentar resultados de sus análisis ni en sus propios países –que pueden ser Francia, Portugal, Inglaterra u otra nación– en los que se supone sus ideas debieran tener resultados, como tampoco logran explicar –ni siquiera abordar– las razones por las cuales, en sus propios países, la situación de la izquierda es incomparablemente peor que en los países latinoamericanos que ellos critican.
Son actitudes que cargan todavía el paternalismo del eurocentrismo y que se dirigen hacia América Latina no para aprender, sino con una postura de profesor, como si fueran portadores de un conjunto de conocimientos y de experiencias victoriosas a partir de las cuales dictarían cátedra sobre nuestros procesos. Representan, de hecho, a pesar de las apariencias, formas de la vieja izquierda, que no ha hecho la autocrítica sobre sus errores, derrotas y retrocesos. Que no están abiertos a aprender de las nuevas experiencias latinoamericanas.
El aura académica no logra esconder las dificultades que tienen para comprometerse con los procesos concretos y, a partir de ellos, participar de la construcción de las alternativas.
Cada vez presentan menos interés, análisis que no desembocan en propuestas concretas de trasformación de la realidad. Las posturas críticas permanecen en el plano de teorías intranscendentes, sin ninguna capacidad de apropiarse de la realidad concreta, menos todavía de transformarla. Para retomar el viejo y siempre actual esquema: sus ideas jamás se transforman en fuerza material, porque nunca penetran en las masas.
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