José Steinsleger, La Jornada
En el infausto 2001 (golpe técnico de Estado de George W. Bush, caída de las Torres Gemelas, inicios de la guerra de Afganistán), Argentina cerró el año con 11 mil movilizaciones de protesta, violentos saqueos a supermercados, agresiones a políticos y funcionarios públicos, y el famoso corralito, que impedía a los ahorristas y trabajadores extraer su dinero de los bancos.
A mediados de diciembre, el presidente Fernando de la Rúa (líder de una alianza que terminó en aquelarre político de saldos varios) huyó de la Casa Rosada en helicóptero. Pero los tres gobernantes que lo relevaron constitucionalmente en el cargo no alcanzaron a contener la indignación popular. En tanto, miles de familias de la ubérrima, opulenta, hermosa Buenos Aires pernoctaban a la intemperie junto con las arrimadas del suburbio que habían recorrido decenas de kilómetros. Y en las madrugadas, todas libraban violentas discusiones acerca de quién había llegado primero a los contenedores de basura de los restaurantes.
De su lado, los medios entrevistaban a miles de jóvenes que, haciendo filas que pegaban varias vueltas a las manzanas de las embajadas de Italia, España o Estados Unidos, invocaban la doble nacionalidad, o tramitaban visas en busca de nuevos horizontes. Desesperación y desenlace de 27 años de capitalismo salvaje, puro, duro, sangriento en el que sus víctimas, no necesariamente pobres o indigentes a ojos vistas, hacían trepar vertical y exponencialmente la curva de suicidios.
En mayo de 2003, un ignoto político de bajo perfil, gobernador de la provincia patagónica de Santa Cruz, se impuso en los aguados y tensos comicios presidenciales de 2003. Néstor Kirchner, líder del Frente para la Victoria (FPV), obtuvo el segundo lugar de la primera vuelta, ubicándose, paradójicamente, detrás del máximo responsable del desastre nacional: Carlos Menem. Sin embargo, frente al clima reinante, el ganador optó por no presentarse a la segunda vuelta. Y así, Kirchner llegó a la presidencia con 22.4 por ciento de los votos.
En el discurso de posesión, Kirchner dijo: “No he llegado hasta aquí para pactar con el pasado ni para que todo termine en un mero acuerdo de cópulas dirigenciales. No voy a ser presa de las corporaciones. Tenga el pueblo argentino la certeza de que quien les habla está decidido a dar vuelta la página de la historia… Mis convicciones no las voy a dejar en nombre del pragmatismo en la puerta de entrada de la Casa Rosada”.
Días después, la conductora derechista de un programa de televisión preguntó al nuevo presidente: ¿Se viene el zurdaje? Kirchner respondió: Hablar en esos términos le costó 30 mil desaparecidos al país. Se viene más democracia.
Pocos creían. Porque en 2003, 60 por ciento de los argentinos se debatían en la pobreza, que entre los menores de 14 años ascendía a 75 por ciento, y hasta 80 por ciento en las paupérrimas provincias del norte y noreste. La deuda externa triplicaba las exportaciones, el sueldo de 50 por ciento de los trabajadores del sector privado no alcanzaba a cubrir la canasta básica de alimentos y la desocupación rondaba 20 por ciento.
En junio, el titular del FMI, Horst Kohler, aterrizó en Buenos Aires para conocer al presidente e instarlo a firmar un acuerdo con el organismo cuyo rol consiste en oficiar de policía financiera del Banco Mundial. Kirchner le respondió: No voy a firmar algo que el país no pueda cumplir.
Días después, en el salón oval de la Casa Negra, entre bromas va, bromas viene, Bush le aconsejó que acordara con el FMI, sin ayuda de Estados Unidos. El jefe del imperio comentó que Lula le caía bien, aunque él era de derecha y el brasileño de izquierda. Con desenfado, Kirchner respondió: No se preocupe, yo no tengo ese problema porque soy peronista, y me puedo entender con los dos. Sin captar la ironía, Bush remató: “Claro… usted es de ‘centro’”.
Observación que, curiosa y literalmente, continúan repitiendo hasta hoy las izquierdas clasistas que se dicen anticapitalistas. Pero veamos las cosas conjurando las trampas de una geometría analítica que insiste en alinearse con las anacrónicas ideas de Euclides. ¿Izquierda, centro, derecha? Como se dice en Argentina, Néstor Kirchner fue a los bifes, poniendo alma y cuerpo en la redistribución del ingreso. Cosa imposible de afrontar poniéndole metas a la inflación. Mirando de frente a los ojos de millones de sacrificados en el altar neoliberal, les dijo: no hay otra salida.
En septiembre, en la reunión de Dubai, Kirchner llegó a un acuerdo con el FMI. Pero sobre la mesa arrojó los naipes de sus propias reglas del juego: pagar la deuda y cumplir con los tenedores de bonos, con una quita de 75 por ciento. Los nigromantes del poder real respondieron: ¡Ja! Kirchner les advirtió: Es mejor que se apuren a aceptar.
Luego, en la ONU, manifestó: “Nunca se supo de nadie que pudiera cobrar deuda alguna a los que están muertos… Que el éxito o fracaso de las políticas económicas se mida en términos de crecimiento, equidad, pobreza y desempleo”. Y luego vino la frase que llenó de esperanza a los argentinos: Somos los hijos de las madres y las abuelas de Plaza de Mayo.
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