Alejandro Nadal, La Jornada
El deterioro de las relaciones entre gobernantes y gobernados tiene hoy en día alcances globales. Parece que la única tarea de los gobernantes consiste en imponer esquemas de dominación sobre las mayorías para beneficiar a unos cuantos. Tenemos ejemplos en todo el mundo. Quizás el más claro es el de México. En el análisis de este proceso de degradación institucional se entrelazan las dimensiones económica y política en una madeja rica en contradicciones.
En contra de toda lógica económica y política, se impuso al pueblo de México la decisión de entregar el sector energético a las empresas trasnacionales que nunca ocultaron su apetito por los yacimientos de hidrocarburos en el espacio económico mexicano. Así que la reforma consiste en re-abrir las puertas a las empresas que fueron expulsadas de esta industria en 1938.
Esta regresión destruye componentes fundamentales del Estado mexicano tal y como éste emerge de la Revolución. El control sobre los recursos naturales había sido hasta ahora uno de los aspectos más importantes en la lucha por alcanzar independencia y desarrollo. Por eso seguía siendo uno de los principios esenciales en la Constitución de 1917. Y si los gobiernos que se fueron sucediendo a partir de los años 80 abandonaron el proyecto de alcanzar el desarrollo económico, los preceptos constitucionales sobre control patrimonial de los recursos naturales no perdían validez y servían para recordar lo que podría ser el camino del desarrollo económico. Hoy esos preceptos han sido desfigurados y el retroceso histórico ha reemplazado a la promesa del desarrollo. Las mismas instituciones que en teoría debieran velar por los intereses nacionales, son las que sirvieron para acelerar los trámites de la traición.
En ese sentido, la llamada reforma energética es la coronación de un largo proceso de deterioro del Estado mexicano. Bien dice Adolfo Gilly en brillante artículo que sólo un sobresalto histórico permitirá cambiar este estado de cosas. Pero aparentemente la economía mexicana puede caminar a media máquina mucho tiempo sin que suceda nada. La prueba es que el crecimiento promedio anual fue de 2.3 por ciento durante más de 20 años. El desempleo disfrazado se ha mantenido en niveles de crisis (alrededor de 38 por ciento), obligando a una inmensa capa de la población a buscar un modo de sobrevivir en el llamado sector informal. El descontento de la población ha ido en aumento, pero pareciera que la organización de masas que podría darle una salida constructiva no se ha podido consolidar.
En los próximos años se corre el riesgo de una mayor desmovilización de buena parte de la población. La crisis y el miedo a perder el empleo no ayudarán. El espejismo de que las cosas van a mejorar seguirá siendo muy eficaz. En algunos escenarios, se pronostica cierto aumento en las tasas de crecimiento en los próximos dos o tres años, pero por la estructura de la economía mexicana y por la naturaleza misma de las “reformas”, eso no se va a sostener y ciertamente no estará acompañado de aumentos en empleos de buena calidad, como dice la propaganda oficial. La entrega del sector energético a intereses extranjeros no puede traducirse en crecimiento sostenido y empleos bien remunerados. Para que la entrega del sector petrolero pudiera traducirse en empleos bien remunerados, se necesitaría crear vínculos entre la industria nacional y la demanda de partes y maquinaria de la industria petrolera. Y eso es precisamente lo que las trasnacionales no van a hacer porque el Tratado de Libre Comercio les protege e impide aplicar instrumentos de política industrial para crear esos eslabonamientos. Pero el espejismo funcionará y la reforma energética servirá para mantener la rentabilidad de las trasnacionales que patrocinaron la privatización.
Para que un sobresalto histórico conduzca a un resultado constructivo se requiere una organización política robusta y bien plantada desde el punto de vista ideológico, capaz de realizar un análisis serio sobre la coyuntura nacional e internacional. Desgraciadamente, la izquierda institucional electoral no ha sido capaz de realizar ese análisis y tampoco ha podido identificar opciones estratégicas de lucha y objetivos claros e inteligibles para el pueblo. En realidad, la izquierda institucional o electoral no ha querido abrir cauces a la lucha popular y se ha interesado más en refuncionalizar las luchas a nivel de barrio, de comuna o de pueblo para mantener sus prerrogativas y poder seguir designando candidatos a elecciones en todos los niveles. Esa izquierda institucional no ha podido realizar el trabajo político necesario para encontrar salidas ahí donde parece que no existen. Claro que hay luchas populares valientes y decididas, de gran lucidez política, pero con ellas la izquierda electoral no ha querido forjar alianzas. Las organizaciones que han podido activar esas luchas no le deben ninguna fidelidad a la izquierda electoral y deberán avanzar por el camino del análisis independiente y la autodeterminación de masas.
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