Juan Francisco Martín Seco, Attac.es
Dicen que quien paga manda, pero Europa, más bien Alemania, pretende, y lo consigue, mandar sin pagar. Una vez más, el país germánico ha impuesto sus criterios en las últimas reuniones sobre la creación del llamado Mecanismo Único de Resolución Bancaria, es decir, el sistema para liquidar o rescatar bancos en apuros. De único tiene en realidad muy poco, porque lo que se crea son fondos nacionales que tan solo allá por el 2026 constituirán un verdadero fondo común. “Tan largo me lo fiáis, amigo Sancho” o “A largo plazo, todos muertos”, que añadiría Keynes.
Europa da un paso adelante y dos atrás. Los Estados miembros han cedido al BCE la competencia para supervisar sus entidades financieras (aunque también aquí se impusieron las tesis alemanas de dejar al margen sus cajas de ahorro). Se suponía que esta era la condición para que Europa rescatase directamente los bancos. Incluso parecía que se había aprobado la aplicación retroactiva de la medida, lo que beneficiaba tanto a España como a Irlanda, pero como siempre Alemania se desdijo y el rescate de los bancos españoles (que en buena medida consistía en rescatar a los bancos alemanes) ha recaído sobre las finanzas públicas españolas. Europa se ha limitado a prestar parte de los recursos, una cantidad no muy distinta de aquella con la que España ha tenido que contribuir al rescate de los otros Estados.
Creíamos que al menos los bancos serían europeos. Pues no, a la hora de fijar los futuros rescates se crean fondos nacionales, cada Estado tendrá que ingeniárselas por sí mismo, y el llamado “mecanismo único” no será tan único, al menos hasta 2026, lo que quiere decir nunca, porque de aquí al año 2026 vaya usted a saber qué es lo que ha podido pasar y, además, el proceso se condiciona a la aprobación de un nuevo Tratado, lo que genera todo tipo de incertidumbres. Tampoco parece que vaya para adelante el fondo de garantía de depósitos comunitario. Eso sí, las decisiones sobre la reestructuración y liquidación de un banco se dejan en manos de un consejo de nueva creación, que por supuesto estará controlado por Alemania.
No puedo por menos que recordar mis discusiones a propósito de la aprobación del Tratado de Maastricht y el planteamiento pueril que mantenían muchos de mis antagonistas, del espectro de la izquierda o incluso del mundo sindical, cuando reconociendo los muchos defectos que presentaba el Tratado, afirmaban crédulamente, o eso parecía, que todo se andaría y que se trataba de un comienzo; la unión fiscal y social vendría más tarde, aseguraban. Han pasado más de veinte años y el presupuesto comunitario no solo no ha aumentado sino que se ha reducido. Tal como podemos apreciar ahora, no es posible ni siquiera la integración bancaria, por lo que ¿cómo vamos a pensar en una seguridad social, un fondo de seguro de paro o un sistema público de pensiones común?
Se integran las decisiones, los controles y las competencias dejando a los Estados nacionales desposeídos de sus funciones, pero en materia de recursos económicos que cada uno se las apañe como pueda. La Unión se convierte así en un laberinto sin salida. El BCE se debate en una contradicción imposible de romper: ¿cómo hacer una misma política monetaria para Alemania y los países del Sur? Hace unas semanas redujo los tipos de interés con la pretensión de contener la apreciación del euro. Desde estas mismas páginas, mantenía yo que la medida era buena pero tardía y que dudaba mucho de que tuviese éxito. El euro, lejos de devaluarse, ha continuado apreciándose frente al dólar, y es que mientras Alemania mantenga un superávit comercial del 6%, es difícil impedir la revalorización de la moneda europea, tanto más cuanto que el BCE no quiere o no puede intervenir directamente en el mercado comprando deuda pública.
Las contradicciones se multiplican. A pesar de la barra libre que el BCE está concediendo a los bancos, el crédito continúa sin llegar al público. Se sospecha que las entidades financieras se dedicaban a un negocio limpio y saneado, el de recibir los recursos de Frankfurt a tipo casi cero e invertirlos sin apenas riesgo en deuda pública a un tipo sensiblemente superior. Para evitarlo, el BCE, siempre en su laberinto, decidió penalizar en la financiación a las entidades financieras con un montante mayor de deuda pública en su activo. La reacción era de esperar: una elevación de la prima de riesgo de aquellos países, concretamente de España, que tenían colocada más deuda soberana en los bancos y una caída en la cotización bursátil de estos últimos. Esa es la consecuencia de haber constituido un banco central cojo, que puede prestar a los bancos pero no a los Estados. En un edificio mal diseñado y construido los arreglos de una parte se traducen en averías en la contigua.
Es curioso que nadie se pregunte por qué una crisis que comenzó hace cinco años en EE. UU. continúa afectando únicamente a los países de la Eurozona y más concretamente a los países del Sur. La respuesta es simple. Como nuevos sísifos, nos vemos obligados a arrastrar esa enorme piedra que es el euro, una carga excesivamente pesada. Los dioses condenaron a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Eso es lo que les ocurre a nuestras economías. Cualquier intento de recuperación quedará abortado de nuevo por nuestra pertenencia a la Unión Monetaria. Albert Camus, comentando el mito, apunta que los dioses habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. ¡Qué razón tenía!
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