Alejandro Nadal, Sin Permiso
Para decirlo suavemente, el desempeño del capitalismo a escala mundial ha dejado mucho que desear. De manera más clara, frente a nuestros ojos tenemos un desastre desarrollándose en cámara lenta. No sólo el crecimiento ha sido mediocre y el problema de la desigualdad se ha agravado, sino que las crisis se hicieron más comunes y agudas. Los desequilibrios económicos mundiales se intensificaron y hoy constituyen uno de los factores más importantes de inestabilidad e incertidumbre. El sector financiero se expandió de manera absurda y en lugar de que las agencias reguladoras le tengan bajo control, pudo someter a la política económica a sus necesidades.
Frente a este panorama se fue consolidando algo muy engañoso: la idea de que las economías nacionales son entidades que se auto-regulan, que mantienen equilibrios saludables y casi bajo ninguna circunstancia requieren de la intervención del gobierno para enderezar el camino. Esta idea es muy vieja entre los economistas que mantuvieron la fe en las virtudes del mercado. Esos economistas en muchos casos estuvieron muy bien apoyados por contribuciones millonarias que les permitieron “amplificar el mensaje sobre la libertad de los mercados”. Un buen ejemplo es el de Milton Friedman y, en especial, en su libro Capitalismo y libertad, pieza literaria de extraordinaria debilidad intelectual y brutal virulencia ideológica. No por nada fue uno de los libros de cabecera de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Esa idea permitió el renacimiento de la vieja idea (pre-Keynesiana) de que los gobiernos no pueden y no deben intentar perseguir objetivos como el crecimiento o el pleno empleo. De acuerdo con esa visión de las cosas un gobierno debe limitarse a controlar la oferta monetaria y a mantener un equilibrio en las cuentas fiscales con el fin de allanar el camino a la inversión privada que, guiada por el supuestamente eficaz mecanismo de mercado, permitiría alcanzar senderos de crecimiento estable. Personajes como Robert Lucas, con su esquema aberrante de “expectativas racionales” (una entelequia que equivale a decir que en la economía no hay incertidumbre) contribuyeron a dar una supuesta legitimidad científica a modelos inconsistentes.
El capitalismo no configura economías bien portadas con armonía social y prosperidad compartida. La inestabilidad de sus principales agregados es su rasgo esencial. Una de sus características más peligrosas es su capacidad para mantener altos niveles de desempleo durante prolongados periodos de tiempo. Finalmente, es en los periodos de aparente calma y estabilidad cuando se gestan en su seno las severas crisis que han marcado toda su historia.
Por eso, en una economía capitalista se necesita un gobierno capaz de determinar el nivel óptimo de gasto para estabilizar la inversión, el crecimiento y el empleo. Esto requiere definir y aplicar un nivel adecuado de imposición fiscal y la correcta asignación de un gasto público conforme a las prioridades que un esquema democrático determine. Al mismo tiempo, se requiere que el gobierno tenga la capacidad de financiar un desequilibrio entre el gasto público y los ingresos fiscales a través del banco central. Finalmente, para evitar que una economía capitalista termine por explotar en una crisis terminal, el gobierno debe estar dotado de instrumentos regulatorios sobre el sistema financiero y bancario. Al fin de cuentas, las funciones de creación monetaria deben estar sometidas al control de agencias públicas sujetas a una responsabilidad política ante órganos democráticamente electos.
Uno de los objetivos centrales de la política económica es establecer los parámetros de la distribución del ingreso pues el salario no es un precio que se fija en un imaginario mercado laboral. Sólo en un marco de política económica responsable es posible determinar el nivel adecuado de otras variables clave de la vida económica como la tasa de interés y el tipo de cambio. La primera no es el precio que permite un equilibrio en el inexistente mercado de ‘fondos prestables’. El segundo no es el mecanismo de ajuste del desequilibrio en la balanza comercial.
Los tratados de libre comercio y de integración económica en el mundo neoliberal son instrumentos para eliminar la política económica. En Europa los tratados de Maastricht y Lisboa son los mejores ejemplos. Su objetivo fue dotar a los países signatarios de una moneda común al tiempo que se les imponía un candado en materia de política fiscal. Ese esquema no sólo les impide emitir su propia moneda, decidir sobre el tipo de cambio o la tasa de interés. Tampoco podían determinar el nivel de gasto que consideraran necesario. Todo eso redujo a los países de la eurozona al nivel de regiones subordinadas a una autoridad central.
El capitalismo con crecimiento estable y salarios reales en expansión es cosa del pasado. Lo de hoy es el estancamiento, el desempleo masivo y la pobreza. Urge recuperar la política económica para por lo menos intentar subsanar las carencias más groseras del capitalismo.
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