domingo, 23 de septiembre de 2012

La autodestrucción de Europa

Alejandro Rojas Marcos, El Mundo

Europa, desde el inicio de la actual crisis, avanza imparable hacia su autodestrucción, obviando el gran horizonte de la unión política que marcaron sus fundadores en el Tratado de Roma, al término de la II Guerra Mundial. Su motivación, entonces, fue un miedo –otra guerra–, una ambición –más poder global–, un ideal –la solidaridad– y un orgullo: la convicción de representar la mayor aportación al progreso en cultura, derechos y bienestar.

La mayor crisis económica en Europa desde hace ochenta años entra ahora en una fase de recesión profunda, agravada por un conflicto social agudo, que desembocará inevitablemente en la encrucijada política más decisiva de la Historia contemporánea, tanto en el ámbito europeo como en el de cada uno de sus Estados.

Algunos hechos recientes han podido inducirnos al espejismo de que ya hemos encontrado el camino. Pero aún no estamos salvados. Porque nuestros líderes no han sido capaces de reconducir las potentes tendencias económicas y políticas de divergencia y descomposición. Las radicales políticas de austeridad no han evitado que el Sur siga deprimido y el Norte, Alemania incluida, empiece a estar estancada. Europa entera deja de crecer y, sin crecimiento, no habrá salida de la crisis. El bienestar es inseparable del crecimiento.

Derivada de la económica, una grave crisis política está incubándose en Europa. En primer lugar, una grieta de desconfianza y prejuicios entre Norte y Sur. Mientras en el Sur crece el resentimiento por el castigo de una austeridad impuesta desde el Norte, el Norte se exaspera ante la interminable carga financiera que soporta por causa de los supuestos pecados económicos del Sur.

En segundo lugar, los poderes europeos realmente efectivos son centros tecnocráticos sin legitimidad democrática ni responsabilidad política, en cuyas manos «expertas» está, por dejación de los líderes políticos, el destino de 350 millones de ciudadanos. En este contexto, el poder de decisión política está dominado por el nuevo imperio alemán, que divide el continente –como ha dicho Soros– en una Europa de primera –países acreedores– y una Europa de segunda –países deudores–.

En tercer lugar, el vacío creciente de la soberanía de los Estados, que no se transfiere a instituciones supranacionales democráticas sino a los mercados financieros, manipulados por poderes fácticos. La gente percibe la incapacidad de sus gobernantes que no se deciden ni a rendirse abiertamente a los nuevos poderes ni a rebelarse. La implosión social es solo cuestión de tiempo.

En cuarto lugar está la ausencia de unos valores compartidos que permitan un juicio moral de lo que está pasando. Estamos ante una historia maniquea de países culpables y países víctimas, saludables y enfermos, disciplinados e irresponsables, ahorradores y despilfarradores, competitivos y vagos, eficientes y torpes. Nuestros líderes, sin embargo, no hablan de los fallos sistémicos, que son la raíz de la crisis. Me refiero a una unión monetaria sin gobierno económico; a la falta de mecanismos anti-crisis; a los desequilibrios insostenibles entre países con superávits (exportadores netos) y países con déficit (importadores netos); a la connivencia entre acreedores (bancos alemanes) y deudores (cajas de ahorro españolas). En ausencia de estos valores comunes se ha impuesto una versión sesgada. El Norte ha impuesto al Sur su narración sectaria de la crisis, cargando toda la responsabilidad sobre los países deudores. Consecuentemente, imponen a éstos todo el esfuerzo fiscal (reducir déficits), competitivo (bajar costes) y estructural (cambios sectoriales), al precio de un enorme sacrifico social.

Este enorme abuso de poder, esta gigantesca injusticia está provocando la mayor herida europea desde la II Guerra Mundial. Lo que comenzó como una crisis importada de EEUU, que sirvió a izquierda y derecha para presumir de la superioridad del modelo social europeo, se ha convertido en una demolición lenta y controlada del estado de bienestar más admirado del mundo. Lo que se vivió inicialmente como una derivada de la crisis financiera global, es hoy una crisis de identidad europea que se agrava cada día clamando por un liderazgo comunitario que la saque del atolladero inter-gubernamental. Está en juego el destino de Europa en el siglo XXI. La tragedia es que la integración europea que nació para resolver el problema causado por la vieja hegemonía alemana, se encuentra secuestrada por una nueva hegemonía alemana.

¿Cuál es la salida de este laberinto? No habrá solución sin una unión política que otorgue legitimidad a un nuevo poder económico europeo. De lo contrario, el Norte se negará a seguir ayudando ciegamente al Sur y el Sur se negará a seguir obedeciendo ciegamente al Norte. La Europa tecnocrática está agotada, hace falta una nueva arquitectura institucional europea. Los ciudadanos europeos, a estas alturas, sólo pueden ser movilizados políticamente, con el horizonte de la Europa federal, imprescindible en el escenario global, y con un nuevo discurso europeísta, que sustituya al estrecho discurso soberanista de los actuales líderes europeos.

Pero quizá sea más fácil buscar nuevos líderes para el nuevo discurso, que cambiar los discursos de los actuales líderes. Nuevos líderes que impidan lo que parece inevitable: la autodestrucción de Europa, por tercera vez en cien años. Nuevos líderes y nuevos ciudadanos europeos, capaces de un verdadero liderazgo global, apoyado en la mejor referencia de civilización, democracia y calidad de vida de la Historia de la Humanidad.

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