Robert Shiller, Project Syndicate
En su clásica Fábula de las abejas o A vicios privados beneficios públicos (1724), Bernard Mandeville, el filósofo y satírico británico de origen holandés, describió –en verso– una sociedad próspera (de abejas) que de repente optó por hacer de la austeridad una virtud y abandonó todo el exceso de gasto y el consumo derrochador. Entonces, ¿qué ocurrió?
abandonadas las glebas,
la maravilla cual Tebas
con música edificada!
La más suntuosa morada,
lujo de sus moradores,
con carteles delatores
se ofrece al mejor postor.
Sobran artista y pintor,
poderosos y constructores.
Los escasos habitantes,
devotos de la templanza,
hoy luchan por la pitanza,
si por el dispendio antes (…)
Se parece mucho a la situación en la que se han encontrado muchos países avanzados, después de que se lanzaran planes de austeridad provocados por la crisis, ¿verdad? ¿Será Mandeville un profeta válido para nuestros tiempos?
La Fábula de las abejas tuvo muchos lectores y suscitó grandes polémicas, que han continuado hasta hoy. Los planes de austeridad adoptados por los gobiernos en gran parte de Europa y en otras partes del mundo y la reducción del gasto en consumo también por los particulares amenazan con producir una recesión mundial.
Pero, ¿cómo podemos saber si Mandeville está en lo cierto en relación con la austeridad? Su método de investigación –un largo poema sobre su teoría– no resulta convincente precisamente para nuestros oídos modernos.
El economista de Harvard Alberto Asesina ha resumido recientemente la documentación sobre si la reducción de los déficits estatales –es decir, los recortes de gastos o los aumentos de los impuestos o las dos cosas– siempre provoca semejantes efectos negativos: “La respuesta a esa pregunta es un rotundo ‘no’ ”. A veces, incluso con frecuencia, las economías prosperan en gran medida después de que se reduzca profundamente el déficit del Estado. A veces –tan sólo tal vez–, el programa de austeridad aumenta la confianza de tal modo, que desencadena una recuperación.
Debemos examinar este asunto con detenimiento, teniendo en cuenta que la cuestión planteada por Mandeville es, en realidad, estadística: el resultado de la reducción del déficit estatal nunca es del todo previsible, por lo que sólo podemos preguntarnos qué probabilidad hay de que semejante plan logre restablecer la prosperidad económica, y el problema mayor al respecto es el de explicar la posible causalidad inversa.
Por ejemplo, si las pruebas de una futura fortaleza económica hacen preocuparse a un gobierno por el recalentamiento económico y la inflación, podría intentar enfriar la demanda interna aumentando los impuestos y reduciendo el gasto estatal. Si sólo logra evitar en parte el recalentamiento económico, podría parecer a los observadores casuales que la austeridad ha fortalecido, en realidad, la economía.
Asimismo, el déficit estatal podría disminuir no por la austeridad, sino porque la anticipación por parte del mercado de valores del crecimiento económico propicie unos mayores ingresos por el impuesto sobre las plusvalías. Una vez más, parecería, al examinar el déficit estatal, que se trataba de un caso de prosperidad propiciada por la austeridad.
Jaime Guajardo, Daniel Leigh y Andrea Pescatori, del Fondo Monetario Internacional, han estudiado recientemente planes de austeridad aplicados por gobiernos de diecisiete países en los treinta últimos años, pero su planteamiento difirió del de investigadores anteriores. Se centraron en el propósito del gobierno y examinaron lo que los funcionarios habían dicho en realidad, no simplemente la tónica de la deuda pública. Leyeron los discursos sobre el presupuesto, examinaron los programas de estabilidad e incluso estudiaron las entrevistas hechas a figuras gubernamentales en los noticieros televisivos. Consideraron planes de austeridad sólo aquellos casos en que los gobiernos aplicaron subidas de impuestos o recortes de gastos porque les pareció que ésa era una política que podía rendir beneficios a largo plazo y no como reacción a las perspectivas económicas a corto plazo y porque pretendieran reducir el riesgo de recalentamiento.
Con su análisis descubrieron una clara tendencia por parte de los programas de austeridad a reducir el gasto en consumo y debilitar la economía. Esa conclusión, de ser válida, constituye una severa advertencia a las autoridades actuales.
Pero los críticos, como, por ejemplo, Valerie Ramey, de la Universidad de California en San Diego, creen que Guajardo, Leigh y Pescatori no han demostrado exhaustivamente su tesis. Según Ramey, es posible que sus resultados reflejaran una clase diferente de causalidad inversa, si los gobiernos tienen más tendencia a reaccionar ante niveles elevados de deuda pública con programas de austeridad cuando tienen razones para creer que las condiciones económicas podrían hacer que la carga de la deuda resultara particularmente preocupante.
Puede que eso no parezca probable: lo lógico sería que unas perspectivas económicas malas inclinaran a los gobiernos a aplazar –en lugar de acelerar– las medidas de austeridad y, en respuesta a sus observaciones, los autores sí que intentaron tener en cuenta la gravedad del problema de la deuda estatal tal como la interpretaban los mercados en el momento en que se ejecutaron los planes y obtuvieron resultados muy similares. Ahora bien, Ramey podría estar en lo cierto. En ese caso, nos parecería que a los recortes de gastos estatales o a los aumentos de impuestos suelen seguir malos tiempos económicos, aun cuando la causalidad sea la inversa.
En última instancia, el problema que plantea la evaluación de los programas de austeridad es el de que los economistas no pueden hacer experimentos enteramente controlados. Cuando los investigadores ensayaron el Prozac en pacientes deprimidos, dividieron sus sujetos al azar en grupos de control y experimentales e hicieron muchos ensayos. Eso es algo que no podemos hacer con la deuda nacional.
Así, pues, ¿hemos de concluir que el análisis histórico no nos brinda enseñanzas útiles? ¿Debemos volver al razonamiento abstracto de Mandeville y algunos de sus sucesores, incluido John Maynard Keynes, quien pensaba que había razones para esperar que la austeridad produjera depresiones?
No hay una teoría abstracta que pueda predecir cómo reaccionarán las personas ante un programa de austeridad. No tenemos otra opción que la de examinar la documentación histórica y la estudiada por Guajardo y sus coautores sí que revela que a las decisiones gubernamentales deliberadas de adoptar programas de austeridad han solido seguir épocas duras.
Las autoridades no pueden permitirse el lujo de esperar durante decenios a que los economistas conciban una respuesta definitiva, que podría no encontrarse nunca, pero, a juzgar por la documentación de que disponemos, parece probable que los programas de austeridad en Europa y en otras partes den resultados decepcionantes.
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Ver: ¿Son los planes de austeridad la solución a los problemas?
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