Noam Chomsky, La Jornada
Es un tema común que Estados Unidos, que apenas hace unos años era visto como un coloso que recorrería el mundo con un poder sin paralelo y un atractivo sin igual (...) está en decadencia, enfrentado fatalmente a la perspectiva de su deterioro definitivo, señala Giacomo Chiozza en el número actual de Political Science Quarterly.
La creencia en este tema, efectivamente, está muy difundida. Y con cierta razón, si bien habría que hacer cierto número de precisiones. Para empezar, la decadencia ha sido constante desde el punto culminante del poderío de Estados Unidos, luego de la Segunda Guerra Mundial, y el notable triunfalismo de los años 90, después de la guerra del Golfo, fue básicamente un autoengaño.
Otro tema común, al menos entre quienes no se ciegan deliberadamente, es que la decadencia de Estados Unidos, en gran medida, es autoinfligida. La ópera bufa que vimos este verano en Washington, que disgustó al país y dejó perplejo al mundo, podría no tener parangón en los anales de la democracia parlamentaria.
El espectáculo incluso está llegando a asustar a los patrocinadores de esta parodia. Ahora, al poder corporativo le preocupa que los extremistas que ayudó a poner en el Congreso de hecho derriben el edificio del que dependen su propia riqueza y sus privilegios, el poderoso estado-niñera que atiende a sus intereses.
La supremacía del poder corporativo sobre la política y la sociedad –por lo pronto básicamente financiera– ha llegado al grado de que las dos formaciones políticas, que en esta etapa apenas se parecen a los partidos tradicionales, están mucho más a la derecha de la población en los principales temas a debate.
Para el pueblo, la principal preocupación interna es el desempleo. En las circunstancias actuales, esta crisis puede ser remontada sólo mediante un significativo estímulo del gobierno, mucho más allá del más reciente, que apenas hizo coincidir el deterioro en el gasto estatal y local, aunque esa iniciativa tan limitada probablemente haya salvado millones de empleos.
Pero para las instituciones financieras, la principal preocupación es el déficit. Por lo tanto, sólo está a discusión el déficit. Una gran mayoría de la población está en favor de abordar el déficit gravando a los muy ricos (72 por ciento, con 27 por ciento en contra), según precisa una encuesta de The Washington Post y ABC News. Recortar los programas de atención médica cuenta con la oposición de una abrumadora mayoría (69 por ciento Medicaid, 78 por ciento Medicare). El resultado probable, por lo tanto, es lo opuesto.
El Programa sobre Actitudes de Política Internacional (PIPA) investigó cómo eliminaría el déficit la gente. Steven Kull, director de PIPA, afirma: Es evidente que tanto el gobierno como la Cámara (de Representantes) dirigida por los republicanos están fuera de sincronía con los valores y prioridades de la gente en lo que respecta al presupuesto.
La encuesta ilustra la profunda división: La mayor diferencia en gasto es que el pueblo favorece recortes profundos en el gasto de defensa, mientras el gobierno y la Cámara de Representantes proponen aumentos modestos. El pueblo también favorece aumentar el gasto en la capacitación para el trabajo, la educación y el combate a la contaminación en mayor medida que el gobierno o la Cámara.
El acuerdo final –o más precisamente, la capitulación ante la extrema derecha– es lo opuesto en todos los sentidos, y casi con toda certeza provocará un crecimiento más lento y daños a largo plazo a todos, menos a los ricos y a las corporaciones, que gozan de beneficios sin precedentes.
Ni siquiera se discutió que el déficit podría eliminarse si, como ha demostrado el economista Dean Baker, se remplazara el disfuncional sistema de atención médica privada de Estados Unidos por uno semejante al de otras sociedades industrializadas, que tienen la mitad del costo per cápita y obtienen resultados médicos equivalentes o mejores.
Las instituciones financieras y las grandes compañías farmacéuticas son demasiado poderosas para que siquiera se analicen esas opciones, aunque la idea difícilmente parece utópica. Fuera de la agenda por razones similares también se encuentran otras opciones económicamente sensatas, como la del impuesto a las transacciones financieras pequeñas.
Entre tanto, Wall Street recibe regularmente generosos regalos. El comité de asignaciones de la Cámara de Representantes recortó el presupuesto a la Comisión de Títulos y Bolsa, la principal barrera contra el fraude financiero. Y es poco probable que sobreviva intacta la Agencia de Protección al Consumidor.
El Congreso blande otras armas en su batalla contra las generaciones futuras. Enfrentada a la oposición republicana a la protección ambiental, la importante compañía de electricidad American Electric Power archivó el esfuerzo más destacado del país para captar el bióxido de carbono de una planta actualmente impulsada por carbón, lo que asestó un fuerte golpe a las campañas por reducir las emisiones causantes del calentamiento global, informó The New York Times.
Estos golpes autoinfligidos, aunque cada vez son más potentes, no son una innovación reciente. Datan de los años 70, cuando la política económica nacional sufrió importantes transformaciones, que pusieron fin a lo que suele llamarse la época de oro del capitalismo de Estado.
Dos importantes elementos de esto fueron la financialización (el desplazamiento de las preferencias de inversión, de la producción industrial a las finanzas, los seguros y los bienes raíces) y la externalización de la producción. El triunfo ideológico de las doctrinas de libre mercado, muy selectivo como siempre, le asestó aún más golpes, conforme se traducía en desregulación, reglas de administración corporativa que condicionaban las enormes recompensas a los directores generales con los beneficios de corto plazo y otras decisiones políticas similares.
La concentración resultante de riqueza produjo mayor poder político, acelerando un círculo vicioso que ha aportado una riqueza extraordinaria al uno por ciento de la población, básicamente directores generales de grandes corporaciones, gerentes de fondos de garantía y similares, mientras la gran mayoría de los ingresos reales prácticamente se estancaron.
Al mismo tiempo, el costo de las elecciones se disparó a las nubes, haciendo que los dos partidos tuvieran que escarbar más hondo en los bolsillos de las corporaciones. Lo que quedaba de democracia política fue socavado aún más cuando ambos partidos recurrieron a la subasta de puestos directivos en el Congreso, como delineó el economista Thomas Ferguson en The Financial Times.
Los principales partidos políticos adoptaron una práctica de los grandes detallistas, como Walmart, Best Buy y Target, escribe Ferguson. Caso único en las legislaturas del mundo desarrollado, los partidos estadunidenses en el Congreso ponen precio a puestos claves en el proceso legislativo. Los legisladores que aportan más fondos al partido son los que obtienen esos puestos.
El resultado, de acuerdo con Ferguson, es que los debates se basan fuertemente en la repetición interminable de un puñado de consignas, que han sido probadas por su atractivo para los bloques de inversionistas y grupos de interés nacionales, de los que depende la dirigencia para obtener recursos. Y que se condene el país.
Antes del crac de 2007, del que fueron responsables en gran medida, las instituciones financieras posteriores a la época de oro habían obtenido un sorprendente poder económico, multiplicando por más de tres su participación en las ganancias corporativas. Después del crac, numerosos economistas empezaron a investigar su función en términos puramente económicos. Robert Solow, premio Nobel de Economía, concluyó que su efecto podría ser negativo. Su éxito aporta muy poco o nada a la eficiencia de la economía real, mientras sus desastres transfieren la riqueza de los contribuyentes hacia los financieros.
Al triturar los restos de la democracia política, las instituciones financieras están echando las bases para hacer avanzar aún más este proceso letal... en tanto sus víctimas estén dispuestas a sufrirlo en silencio.
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