“Los mandamases de la UE siguen limitándose a ganar tiempo, pateando el problema despeñadero abajo. Al final, para sobrevivir, el sistema no puede sino instituir una autoridad fiscal unificada y abandonar las reglas fiscales incorporadas al Pacto de Estabilidad y Crecimiento. O eso, a aceptar el fracaso definitivo del experimento y disolver la Unión.”Marshall Auerback, Sin Permiso
Una vez llamé a la eurozona “hotel-carpa”. Como casi siempre, me quedé corto ante la capacidad del departamento italiano de diseño de metáforas: Giulio Tremonti, el ministro italiano de finanzas, comparó la semana pasada a Alemania y a su miope Canciller, Angela Merkel, con un pasajero que viaje en la primera clase del Titanic. El mensaje de fondo es, con todo, el mismo: no importa que viajes en cubierta o en primera clase, todos se irán a pique: lo mismo italianos, que griegos, irlandeses, españoles o franceses. Todos los miembros de la eurozona tienen un gran problema institucional, que es el de no ser capaces de financiar los déficits, habida cuenta de que aceptaron autoimponerse unas condiciones de patrón-oro al perder el derecho a su libertad fiscal.
Repitámoslo: este no es un problema exclusivo de la periferia. El problema del riesgo soberano afecta lo mismo a los países centrales del núcleo, como Alemania y Francia, que a los países pretendidamente “manirrotos” del Mediterráneo. Una vez que arranca un ataque a la moneda y pasa al sector bancario, ningún gobierno es capaz de hacer otra cosa que observar el colapso financiero y económico, mientras los violinistas de Bruselas y Francfort tratan de hilvanar alguna historia sobre “circunstancias especiales”, cualquier cosa menos admitir que es todo el sistema que han impuesto al área lo que resulta causante de la crisis.
Para decirlo con las palabras de Stephanie Kelton:
“El riesgo para las autoridades fiscales de cualquier país miembro es que la ‘triste aritmética’ de la restricción presupuestaria deja pocas alternativas apetecibles. Si el interés exigido por los mercados a la deuda pública de un país llega a rebasar el crecimiento nominal del ingreso de ese país, entonces los gastos en intereses de la deuda se convertirán en una carga relativamente mayor (Jordan, 1997: 3).”
Diferencias entre los EEUU y Europa
En un país como los EEUU eso no causaría nunca tensiones financieras; el gobierno estadounidense siempre puede honrar puntualmente cualquier compromiso denominado en dólares. Pero los mercados reconocen claramente que las cosas funcionan de muy otra manera en una eurozona en la que los Estados han renunciado a “imprimir dinero”. Por consecuencia, los bonos emitidos por los Estados miembros se parecen más ahora a los bonos emitidos por gobiernos estatales o locales en los EEUU (o a bonos emitidos por provincias canadienses o australianas), cuyos diferenciales de rendimiento suelen ser considerables.
La Unión Monetaria Europea (UME) ha logrado sobrevivir hasta ahora, porque, cuando las circunstancias se han puesto feas, el BCE ha entrado en acción suplantando al “ausente” agente fiscal y manteniendo a raya a los mercados de bonos. Sigue “firmando los cheques” cuando los mercados buscan abatir a los mercados individuales por razones de inminente insolvencia.
Pero el ministro de finanzas Tremonti lleva razón: la lógica subyacente al sistema monetario garantiza que las crisis en curso seguirán difundiéndose por toda la Unión. Las sucesivas “soluciones” son sucesivos aplazamientos. Los mandamases de la UE siguen limitándose a ganar tiempo, pateando el problema despeñadero abajo. Al final, para sobrevivir, el sistema no puede sino instituir una autoridad fiscal unificada y abandonar las reglas fiscales incorporadas al Pacto de Estabilidad y Crecimiento. O eso, a aceptar el fracaso definitivo del experimento y disolver la Unión. A lo que las medidas-parche tomadas de manera aparentemente ad hoc están llevando es más bien a una nada halagüeña disolución, que podría terminar en una suerte de “caso Lehman a escala europea”. Ello es que el iceberg está ya a la vuelta de la esquina.
El matrimonio europeo, contratado por corretaje financiero, está en graves dificultades. Los contrayentes no han crecido a la una. Durante mucho tiempo, países como Grecia y Portugal se beneficiaron de la ilusión de convergencia económica gracias a los bajos tipos de interés y a la estabilidad monetaria que el euro trajo consigo. Cuando la economíaa europea crecía, los mercados sucumbieron a la fantasía de que había poco que elegir entre la deuda griega y la alemana. Pero eso ha cambiado, y Grecia tiene ahora que pagar unos intereses considerables para sus empréstitos; como Portugal, y ahora, también España e Italia.
Resulta obvio ahora que países como Grecia, España, Italia, Irlanda y Portugal están bregando por competir con una economía mucho más productiva como es la alemana. Atrapados en una unión monetaria, no pueden salir del problema devaluando. La única solución alternativa que se les ofrece es un período de austeridad, tan largo como penoso, para reducir sus costes a través de recortes en los salarios y en los niveles de vida, la llamada “devaluación interna”. Que no es, en realidad, sino una extraordinaria reducción coordinada de salarios y precios, echados por la borda. Como ya dejé dicho, es más bien una “devaluación infernal”. Equivale a una deflación del ingreso interno –los salarios son aplastados—, a fin de rebajar los precios de los bienes exportables lo suficiente para que la balanza por cuenta corriente aumente lo bastante como para convertirse en el vector de la próxima ola de crecimiento.
Esa falta de convergencia económica ha revelado una falta de convergencia política en torno a una identidad europea compartida. Hay una asombrosa carencia de simpatía hacia griegos e italianos en Alemania. Berlín sigue zascandileando, mientras arden Roma y Atenas. Diríase que la posición alemana nace de creer que la economías europeas más débiles están pagando ahora el precio de haber sido menos laboriosas y competentes que Alemania: o se amoldan a eso, o tendrán que abandonar el euro.
Alemania, miope beneficiaria neta del euro
La sugerencia de que el subconsumo y la adicción a la exportación de Alemania podrían tener algo que ver con la crisis presente en la eurozona, les resulta de todo punto vitanda a las autoridades alemanas. Algunos políticos griegos han replicado a la presión alemana con airadas referencias a la brutal ocupación nazi de su país durante la II Guerra Mundial. ¡Menuda solidaridad europea!
En ese contexto, resultan interesantes las declaraciones del antiguo Canciller alemán Helmut Kohl, que ahora está aparentemente criticando a la actual Canciller Merkel, quien se habría revelado como una filistea de cortas miras y a quien nunca habría de haberse confiado la dirección política de una gran nación como Alemania.
Merkel, huelga decirlo, proclama estar defendiendo los intereses del contribuyente alemán. Resulta divertido escuchar a los alemanes hablar del “coste” que para ellos tiene estar en la eurozona a causa de tener que “financiar” a los “manirrotos” griegos e italianos. Por lo pronto, la “financiación” viene del BCE, que crea de la nada y a su arbitrio nuevos activos financieros netos denominados en euros, no de los alemanes.
Lo cierto es que los alemanes han soportado un coste cero. Han atrapado a los exportadores que competían con ellos en una Unión Monetaria Europea que los condena a tasas de cambio desesperadamente no competitivas. Los impuestos alemanes no se han evaporado, no han recortado sus generosos servicios sociales públicos (que son mucho más grandes que los de Grecia, contra la creencia popular). Al propio tiempo, los países periféricos han visto destruidas sus economías por una austeridad forzosa, a trueque de la cual obtienen financiación del BCE que —¡no os lo perdáis!— les sirve para comprar más productos importados de Alemania.
De modo, pues, que el BCE mantiene vivo el juego de facilitar la continuada expansión de las exportaciones alemanas al resto de Europa (aun cuando esa estrategia, según comienzan a percatarse el señor Tremonti y otros, resulta al final autodestructiva), y los alemanes no pagan nada por este privilegio. Ni más impuestos, ni más austeridad, ni más amenazas competitivas a la base exportadora de Berlín, mientras los PIIGS estén atrapados en la camisa de fuerza del euro.
Ironía adicional: si Grecia, España y otras naciones periféricas lograran imponerse a sí mismas una “devaluación interna”, no pocas empresas alemanas emprenderían el camino de la relocalización mediterránea o presionarían aún más a la baja a los salarios alemanes.
Giulio Tremonti lleva razón: Alemania está en una cabina de primera clase del Titánic. Otro modo de ver eso mismo: figuras como la Cancillera Merkel están llevando a los PIIGS al matadero, sin percatarse de que se hallan en el mismo corredor de la muerte. La tragedia desencadenada por la presente crisis está entrando en su fase crítica, y la mezquina mediocridad de la respuesta política ofrecida no sólo podría traer consigo el final de una moneda, sino el de toda una visión de la unificación de Europa. El problema esencial es que la UE, fundada como un proyecto político, se convirtió muy pronto en una (prometedora) aventura económica. ¿No es irónico que sea precisamente la falta de una genuina unión política –que habría permitido una política fiscal unificada— lo que termine matando a su economía?
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