Michael Spence, Project Syndicate
En los mercados emergentes que crecen rápidamente, una mezcla de fuerzas económicas internas y políticas de apoyo sumadas a la naturaleza cambiante de la economía global es motor de un cambio sumamente veloz y de amplias consecuencias. Las estructuras económicas se transforman con tal velocidad que es casi imposible no advertirlo; pero los cambios son tan complejos que por momentos resultan desconcertantes.
En un contexto tan fluido es frecuente que se cometan errores, de los cuales probablemente el más perjudicial sea aferrarse demasiado tiempo a una estrategia de crecimiento (una combinación de ventajas comparativas y políticas de apoyo) que ha dado buenos resultados. En el sector transable de la economía, las ventajas comparativas se modifican todo el tiempo, dando lugar a cambios estructurales y a la destrucción creativa. Es frecuente que los países que salen de la pobreza para iniciar una “transición a niveles de ingresos medios” intenten resistirse a estos cambios, pero dicha resistencia es un freno al crecimiento y puede incluso detenerlo por completo.
Si bien el motor de estos cambios es el sector privado (tanto el interno como el externo), les cabe a las políticas gubernamentales y a los patrones de inversión del sector público un papel complementario y de apoyo fundamental. Y ambos elementos también deben poder adaptarse. El marco político que ha dado los mejores resultados a las principales economías emergentes es uno basado no solamente en la estabilidad macroeconómica y monetaria, sino también en la adaptación, guiada por una evaluación prospectiva (aunque inherentemente imperfecta) de los cambios estructurales micro y macroeconómicos que vendrán y de las medidas con que será necesario acompañarlos.
¿Qué podemos decir de los grandes países avanzados? Por razones de carácter histórico, en ellos el pensamiento en materia de políticas es menos flexible y adaptable. Se considera que el cambio estructural es, en gran medida, competencia exclusiva del sector privado, y por ello no se lo ve como un componente clave de la reflexión sobre políticas a largo plazo. En el período de posguerra y hasta no hace mucho tiempo, las economías avanzadas dominaban la escena global. La influencia que sobre ellas pudieran ejercer las economías emergentes era relativamente escasa; además, estos países aún se deben una respuesta adecuada a los veloces cambios estructurales de la economía internacional.
Baste un sencillo ejemplo: apenas el pasado 8 de julio, tras conocerse el último informe desalentador sobre el nivel de empleo en los Estados Unidos, el presidente Barack Obama expresó la muy difundida opinión de que bastaría un acuerdo sobre el límite legal a la deuda pública y la reducción del déficit para eliminar la incertidumbre que obstaculiza la inversión empresarial, el crecimiento y el empleo. Dicho de otro modo, los problemas fiscales de los Estados Unidos explican la extrema fragilidad de su recuperación económica. Pero una vez que se alcance un pacto fiscal, el gobierno podrá hacerse a un lado y dejar al sector privado la tarea de impulsar los cambios estructurales necesarios para restaurar una pauta de crecimiento inclusivo.
En rigor de verdad, ha habido excepciones a esta forma de pensar. En los EE. UU., una alianza de posguerra entre el gobierno, las empresas y el sector académico creó la base de capital humano y tecnología para una economía dinámica, a lo que se sumó (en respuesta al lanzamiento del Sputnik) un compromiso con la excelencia y la innovación en ciencia y tecnología. En Alemania, las reformas encaradas después del año 2000, que restablecieron la productividad, flexibilidad y competitividad de la economía, resultaron un factor decisivo de la fortaleza y resiliencia que exhibe la economía alemana en la actualidad.
Pero a pesar de estos ejemplos, los comentaristas económicos y financieros se muestran cada vez más perplejos antes la pobre recuperación de la economía estadounidense, con un limitado crecimiento del PIB y magros avances en materia de nivel de empleo. Desde la crisis de 2008, las previsiones de crecimiento se debieron corregir hacia abajo en varias ocasiones.
La narrativa política corre por el mismo andarivel. Un estudio reciente (aunque reconocidamente partidista) del Comité Económico Conjunto del Congreso de los Estados Unidos documenta la relativa fragilidad de la recuperación actual. De hecho, las diferencias entre la situación presente y otras recuperaciones de la economía estadounidense en tiempos de posguerra son tan grandes que en el contexto actual ni siquiera es seguro que pueda hablarse de una “recuperación”. Sin embargo, los líderes estadounidenses aceptan la visión cíclica de la economía, perciben que hay una recuperación insuficiente y le echan la culpa a fallos de políticas post-crisis.
Pero aunque esto pueda funcionar en términos políticos, la conclusión razonable sería que no se trata simplemente de una recuperación cíclica, sino más bien del demorado comienzo de un proceso de adaptación estructural a una economía global que se modifica velozmente; al crecimiento y las cambiantes ventajas comparativas de las economías emergentes; y a la presencia de poderosas fuerzas tecnológicas. Aunque estos cambios son difíciles de analizar con algún grado de precisión, no por ello son menos importantes.
Por supuesto, no se puede negar que en la recesión de 2008 hubo elementos cíclicos. Pero estuvieron acompañados por desequilibrios estructurales que se venían forjando durante al menos 15 años y que son la causa principal de la incapacidad de la economía estadounidense para experimentar la fase de recuperación del ciclo en forma normal.
Los escépticos podrán preguntar por qué si son estos presuntos desequilibrios estructurales los que ahora impiden que crezcan el PIB y el nivel de empleo, no se manifestaron antes de la crisis. La respuesta es que sí lo hicieron, pero no a través de las cifras de crecimiento y empleo. Hubo otras señales que pasaron inadvertidas, a las que no se prestó atención o no se consideró importantes.
En una lista abreviada de estas señales habría que incluir el consumo excesivo (que ya es cosa del pasado) y el ahorro insuficiente, sobre la base de una burbuja de activos y un alto nivel de endeudamiento; un déficit de cuenta corriente persistente y creciente (que señala que el consumo interno y la inversión eran superiores a los ingresos y la producción); y un insignificante crecimiento neto del nivel de empleo en el sector transable de la economía (a lo largo de dos décadas). Ante la escasez de la demanda agregada interna, el único motor de crecimiento que funciona, el comercio exterior de bienes y servicios, no es un motor de crecimiento.
No prestar atención a todas estas señales condujo en los días previos a la crisis a la ilusión de niveles de crecimiento y empleo sostenibles, y ayuda a explicar por qué en vez de apuntar a las causas, se señala como culpable a la crisis. Pero esta no hizo más que exponer los desequilibrios subyacentes y en algunos casos darles rienda suelta para que se manifestaran.
El “pacto ambicioso” que mencionó recientemente Mohamed El-Erian, director ejecutivo de PIMCO, al describir cómo sería la respuesta adecuada a la situación actual en los EE. UU., necesariamente tendrá que incluir un plan de estabilización fiscal. Pero también deberá incluir la adopción de otro marco político que refleje fielmente la naturaleza acíclica de las adaptaciones estructurales que serán necesarias en un horizonte temporal más largo para recuperar el crecimiento y el empleo.
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Michael Spence, premio Nobel de Economía, es Profesor de Economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York, miembro visitante distinguido en el Consejo de Relaciones Exteriores e investigador superior en el Instituto Hoover de la Universidad Stanford. Su más reciente libro es The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World [La próxima convergencia: el futuro del crecimiento económico en un mundo de diferentes velocidades] (www.thenextconvergence.com)
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