lunes, 8 de diciembre de 2025

El estallido simultáneo de crisis globales y el derrumbe del orden unipolar angloestadounidense

El estallido simultáneo de crisis simultáneas en Ucrania, Gaza, América Latina y Asia Oriental revela que el orden angloestadounidense en descomposición requiere crear conflictos para sostener su dominio global

José Luis Preciado, Mente Alternativa

El estallido simultáneo de crisis en Ucrania, Gaza, el Caribe, México y Asia Oriental no constituye un conjunto de eventos inconexos, sino los síntomas visibles de un orden angloestadounidense en descomposición que depende crecientemente del conflicto para sostenerse. La geopolítica ha dejado de ser un tablero con frentes aislados: se ha convertido en una sola fractura estratégica que sacude todos los continentes a la vez. Desde los corredores europeos hasta el istmo americano, desde la cuenca del Caribe hasta el Mar de China Meridional, el viejo paradigma se resquebraja y expone su estructura enferma. Como señala Jason Ross en EIR, el mundo se encuentra ante una disyuntiva histórica: o continúa atrapado en un sistema financiero moribundo que se sostiene mediante guerras, o construye una nueva arquitectura de seguridad y desarrollo basada en el beneficio mutuo. Hoy esa elección se hace evidente en la simultaneidad de los conflictos provocados, en la lógica del caos controlado y en los actores que se mueven detrás de las bambalinas diplomáticas.

La acumulación de tensiones no es accidental. En Washington, Donald Trump amenaza con ordenar un ataque terrestre y aéreo contra Venezuela, una acción que, según advierte el geoestratega Dennis Small, podría desatarse “en cualquier segundo”. La decisión depende del rumbo que el propio Trump elija tomar: o avanza hacia un enfoque diplomático como el discutido en la cumbre de Anchorage con Vladimir Putin —una aproximación que intenta atacar las causas estructurales del conflicto ucraniano—, o se somete a la línea neoconservadora impulsada por Marco Rubio, Stephen Miller y el núcleo angloestadounidense que maniobra desde Londres para empujar a Estados Unidos a una nueva guerra eterna. Small subraya que la verdadera fuerza motriz detrás de las presiones militares no se encuentra en la Casa Blanca sino en la City de Londres, que empuja la confrontación simultánea en Ucrania, Taiwán y Venezuela como forma de preservar la hegemonía occidental.

La política interna estadounidense reproduce esta fractura. Mientras Trump permite que sus enviados Steve Witkoff y el jabadista Jared Kushner negocien discretamente con Putin una fórmula para Ucrania, el Marco Rubio opera en la sombra para boicotear cualquier avance real. Las negociaciones oficiales son teatro; la diplomacia real ocurre en lugares como Florida o Alaska, lejos de los reflectores y lejos también del aparato neocon del Departamento de Estado. La caída del poderoso Andriy Yermak en Kiev —arrestado en medio de una purga anticorrupción que Washington toleró y hasta promovió— demuestra que Estados Unidos está reorganizando el poder interno ucraniano para amoldarlo a su propia estrategia. La delegación ucraniana que viajó a Florida, conformada por figuras cercanas a la inteligencia estadounidense, fue el primer paso de una transición de facto en la interlocución. Europa, temerosa de que la paz provoque la caída de varios gobiernos, intentó infiltrar y redirigir el proceso; llegó al extremo de difundir la falsa idea de que el Plan de Ginebra era europeo, mientras Reino Unido promovía una “coalición de voluntarios” basada en fake news destinadas a construir una nueva cortina de hierro. Ni Kiev ni Moscú aceptaron la manipulación. Y mientras tanto, Bélgica se negó a confiscar fondos rusos, Zelenski se debilita, Ucrania se acerca a la quiebra y los europeos fingen un compromiso militar que ni tienen, ni financian, ni pueden sostener.

Gaza es el otro espejo del derrumbe moral del orden angloestadounidense. La ONU está paralizada mientras Amnistía Internacional documenta un genocidio en curso. Allí, como en Ucrania, Washington y Londres buscan imponer “acuerdos de paz” diseñados no para reconstruir, sino para administrar territorios explotables. Trump no busca resolver la guerra, sino encontrar una fórmula administrable que permita integrar Gaza y Ucrania en un esquema geoeconómico favorable a intereses privados estadounidenses e israelíes. Tanto en Gaza como en Kiev, el objetivo no es la paz, sino la gestión del conflicto como activo estratégico.

En Asia Oriental, Japón intensifica su retórica de confrontación con China por Taiwán, lo que obligó a Washington a presionar discretamente a Tokio para frenar la escalada. Estados Unidos no soporta abrir otro frente cuando ya no puede cerrar ninguno. Las palabras del gobierno japonés hicieron visible el riesgo de que Asia se convierta en el detonante del próximo gran conflicto, un escenario que el Reino Unido alimenta tras bambalinas mientras busca reconfigurar la región Indo-Pacífico como zona de contención militar contra China. El teatro xenófobo que domina la política estadounidense interna también funciona como dispositivo virtual de guerra: infundir miedo para legitimar intervención.

América Latina está en el centro de la expansión de la confrontación. El Caribe vive un momento crítico. La visita repentina del jefe del Comando Sur, Almirante Holsey, a Guyana, responde a la intención de Washington y Londres de consolidar bases vinculadas al conflicto del Esequibo entre Guyana y Venezuela. En Ecuador, el Departamento de Seguridad Nacional presiona para reinstalar bases estadounidenses que solo podrían aprobarse mediante una reforma constitucional. En Perú, los ataques contra proyectos como el Puerto de Chancay y el ferrocarril bioceánico Brasil–Perú forman parte de una estrategia más amplia para frenar la cooperación con China. Y México enfrenta amenazas directas por su respaldo a Venezuela. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum declaró que no permitirá tropas estadounidenses en territorio nacional, Dennis Small expresa dudas sobre cuánto podrá resistir ante presiones derivadas del T-MEC y de acuerdos militares que buscan involucrar a México en la estrategia anti-China y anti-BRICS. El incidente en el que un hombre borracho abrazó a Sheinbaum —un mensaje simbólico muy similar al utilizado en el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner— se interpreta como advertencia de los límites que ciertos poderes buscan imponer al nuevo gobierno mexicano.

El núcleo del conflicto en América Latina (AL) no es Venezuela como tal, sino el hecho de que AL se alejé del orden neocolonial angloestadounidense y se acerque a un modelo de desarrollo verdadero en un orden multipolar. El ministro ruso Serguéi Lavrov, en una entrevista reciente censurada por el periódico italiano Corriere della Sera y posteriormente republicada íntegra por el gobierno ruso, afirmó que Occidente destruyó la arquitectura de seguridad euroatlántica y que Rusia propone una nueva arquitectura de seguridad igualitaria, indivisible y abierta a toda Eurasia. Esa arquitectura, resaltó, coincide con la visión de Xi Jinping sobre cooperación ganar-ganar y con los Diez Principios de Helga Zepp-LaRouche para un nuevo paradigma. Small toma estas ideas como base para un plan de desarrollo caribeño que permitiría la cooperación de China y Estados Unidos en infraestructura, corredores ferroviarios, agricultura, industria, migración y combate al narcotráfico. Allí aparecen rutas como un corredor ferroviario desde Panamá hasta México y Estados Unidos, la eventual conexión con un túnel por el Estrecho de Bering hacia Eurasia, la Ruta Marítima de la Seda, el canal de Nicaragua, puertos como Ponce y Mariel, e incluso la relevancia de los centros espaciales de Alcántara y Kourou para un salto tecnológico regional.

Pero mientras estas propuestas florecen, la ofensiva angloestadounidense avanza por otros caminos: el narcotráfico. Dennis Small ha explicado que el tráfico de cocaína desde la región andina —Colombia, Perú y Bolivia— se dirige en un 85%–90% hacia Estados Unidos a través de cruces fronterizos oficiales, no mediante migrantes que cruzan ilegalmente. Según fuentes de la DEA citadas por Small, la mayor parte de la droga pasa por aduanas en cargomulas, contenedores, camiones y autos, y no en pequeñas lanchas. El más reciente informe de la UNODC confirma que entre 2020 y 2023 los flujos globales muestran rutas consolidadas hacia Norteamérica y Europa a través del Caribe, Centroamérica y África Occidental. En 2019, solo el 8% del flujo salía de Venezuela hacia el Caribe. Small recalca que cualquier país tiene alguna actividad de narcotráfico, pero eso no justifica invadir, bombardear embarcaciones o ejecutar personas sin juicio. El verdadero centro del problema —subraya— está en Wall Street y la City de Londres, los centros financieros que lavan cerca de un billón de dólares al año. Si Washington quisiera detener el narcotráfico, empezaría por sus bancos, no por hundir lanchas en el Caribe.

En este contexto, Brasil se vuelve pieza clave. La mayoría de los países de Iberoamérica han advertido que una intervención en Venezuela sería un ataque contra toda la región. Celso Amorim, asesor de Lula, afirmó que “la paz es indivisible”: no puede haber paz en Ucrania mientras haya guerra en Sudamérica. Para Small, la operación policial en Río de Janeiro que dejó 121 muertos —impulsada por un gobernador aliado de Bolsonaro— fue una maniobra diseñada para desestabilizar a Lula. El presidente brasileño respondió de forma correcta, según Small: combatir el crimen sin sacrificar vidas inocentes y atacar las estructuras financieras del narcotráfico, incluyendo bancos nacionales, aunque los verdaderos centros del lavado estén en Londres y Nueva York.

Este mosaico global confirma que el mundo enfrenta una enfermedad estructural: un orden angloestadounidense financieramente en ruinas, moralmente desacreditado y geoeconómicamente incapaz de ofrecer futuro, que se aferra a la confrontación para perpetuarse. Su economía —cada vez más un casino especulativo— y su política exterior —cada vez más dependiente del conflicto— contrastan con el surgimiento de una alternativa multipolar construida por China, Rusia y el Sur Global. Esa alternativa se basa en desarrollo mutuo, infraestructura, tecnología, cooperación industrial, paz duradera y seguridad indivisible. Para que cualquier acuerdo de paz funcione, señalan Ross y Small, es imprescindible una reforma estructural que separe el crédito productivo del caos especulativo. Sin eso, ninguna paz es sostenible.

Occidente no está condenado a la autodestrucción. La cultura europea, recuerda Ross, contiene también la semilla del renacimiento. El Tratado de Westfalia exigía el fin de las represalias y el beneficio del otro como fundamento de la paz duradera. Esquilo, en la Orestíada, muestra cómo las Furias —encarnación de la venganza interminable— pueden transformarse en Euménides encargadas de proteger el futuro. Este principio de transformación, y no el anhelo de victoria sobre un bloque rival, es la clave para un nuevo orden mundial.

La tarea histórica del presente no es aplaudir la victoria geopolítica de un bloque sobre otro, sino armonizar aparentes oposiciones y conducir a las naciones occidentales hacia una comprensión renovada de sus intereses reales, enmarcados en un sistema internacional orientado hacia el desarrollo. El mundo se asoma a un punto de bifurcación: permanecer atrapado en un paradigma agonizante o construir uno nuevo basado en la cooperación, la seguridad compartida y el progreso humano.

La posibilidad de ese futuro existe, pero solo si la humanidad renuncia a la lógica de las Furias —la venganza, la guerra, la división— y recupera el espíritu westfaliano de beneficio mutuo que, desde Esquilo hasta Nicolás de Cusa, desde Xi Jinping hasta Helga Zepp-LaRouche, propone una arquitectura de paz basada en el desarrollo. En este momento decisivo, las naciones deben elegir si continúan sosteniendo un orden angloamericano que se derrumba sobre sí mismo o si abrazan el nuevo paradigma que emerge desde Eurasia y el Sur Global. El destino de Ucrania, Gaza, Venezuela, México, Brasil, Europa y Asia se define por esa decisión. Y también el futuro de la humanidad.



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